“Más vale usar pantuflas que alfombrar el mundo”.
Buda
“Perdona siempre a tu enemigo. No hay nada que lo enfurezca más”.
Oscar Wilde
Llego a la casa de mi bisabuela al mediodía. Me recibe Irma, la enfermera que se ocupa de ella desde marzo. “Está descansando”, me dice y se mete en la cocina. Paso al cuarto. La Bisa está en la cama, aplastada bajo el peso del acolchado. Tiene los ojos abiertos. Solo exhala quejidos. Su dolor ya aburre. Y molesta.
–¿Cómo andás, Bisa? –la saludo.
–¡Ah, sos vos! ¡Para la mierda, ¿cómo querés que esté?! No aguanto más –dice.
Hace como tres meses que ya no reconoce a nadie. Todos somos “vos”.
–Y sí, es jodido…
–¡Qué sabés, vos! ¡Por favor! No sabés… aaaaaaayy… aaaaaaaayy… No doy más, me quiero tirar por el balcón…
Palabras textuales.
–Bueno, dale, vení, yo te ayudo –le digo y abro la puerta-ventana de vidrio.
Pongo una silla bien pegada a la baranda: “Dale, vení, ¿no querías tirarte?”, insisto. La Bisa tiene 102 años, su cáncer de estómago avanza como un caracol triste, casi no puede sostener la taza de té. Es imposible que llegue hasta mí… pero llega. Agarrándose de todos lados, dando pasos cortos e inestables, llega. Me mira con odio, se agarra de mi brazo y trata de subir un pie a la silla. No tengo claro hasta dónde va a llegar el juego. Siento el esfuerzo que está haciendo porque me estira la remera. La abrazo. Le doy un beso en la frente. La Bisa balbucea algo, puede ser un “por favor”. La subo a la silla. Le tiemblan las piernas. El viento la despeina. Todo está pasando muy rápido. Cierra los ojos e inhala profundo. Una bandeja cae al piso. Me doy vuelta y veo a Irma: “¡Nooo!”, grita y se lleva las manos a la boca.
Estoy casi seguro de que escuché el impacto del cuerpo de la Bisa contra el patio del primer piso. O justo en ese momento, algún vecino abrió una nuez.
Llegué al terreno ayer a la noche. La tía Luisa me recibió con unos ñoquis de sémola a la bolognesa imponentes. Yo no daba más. Después de las quince horas en tren (Buenos Aires- Córdoba) tuve tres más en colectivo (Córdoba-valle de Traslasierra). Cenamos rápido y casi sin hablar. Después la tía me armó el sillón cama y nos fuimos a dormir.
Me desperté hoy a las 11:00 con unos gritos de karateca que venían de afuera. La tía Luisa ya se había ido a dar clase. Fui al baño y me metí en la ducha. Me bañé, me lavé los dientes e hice pis, todo ahí, en la bañadera. Los gritos seguían.
Me puse el jean, una remera limpia y fui a la cocina. Ahora eran alaridos de karateca y venían acompañados de puteadas. “Mucho loquito, mucho drogadicto”, decía siempre la tía Luisa haciendo referencia a la gente del valle. Por eso no les di mucha importancia a los gritos. Preparé mate y salí. El otoño me dio una cachetada seca de realidad. Volví a entrar y me puse el suéter y una bufanda.
Caminé unos cincuenta metros hasta la tranquera. Me cebé un mate y me quedé mirando cómo los picos de las montañas desgarraban los vientres de las nubes. De vuelta: “¡Iiiiaaaaiiiiylaconchademihermana!”. Venía de atrás del bosquecito de acacias blancas. Me fui acercando. “Iiiiiaaaaaaaaiiimecagoendios”. Me metí entre los árboles. Cuando salí del otro lado, vi a un tipo en cuero, pegándole una piña al árbol preferido de mi tía: un nogal negro americano. Tendría cincuenti largos, sesenta. Ni gordo ni flaco. Tirando a alto. Barba tupida y blanca. Medio pelado. El tipo se llevó la mano a la boca y se chupó los nudillos. Recién ahí me vio. Ojos celestes, párpados caídos. Dio dos pasos hacia atrás y se sentó en un banquito muy parecido al que les ponen a los boxeadores en sus esquinas.
“Buenas…”, le dije.
El tipo primero me miró, después miró su puño lastimado, después me volvió a mirar, después miró el árbol. De golpe se levantó todo nervioso, cruzó el alambrado y se metió en la casa del terreno vecino.
Hoy la tía Luisa salió para Buenos Aires. A las 18:00 la acompañé hasta la iglesia, donde para el micro. Segundo día nublado consecutivo. Mientras esperábamos, mi tía me dio un par de indicaciones sobre el termotanque y la caja de luz.
Ayer a la noche antes de la cena, le conté del tipo ese que había visto a la mañana pegándole piñas a su árbol. Le di una descripción física bastante precisa, pero la tía Luisa no sabía quién podía ser. “Seguro un paisano medio mamado nomás”, dijo.
Antes de que llegara el micro, quise volver a sacar el tema, pero la tía Luisa me pidió que no me preocupara y que disfrutase de estos tres meses que yo iba a tener para mí en su terreno. Me agradeció de antemano por cuidarle la casa mientras ella estaba en Europa. “Te va a venir bien tomar un poco de distancia de lo que pasó”, me dijo, me abrazó y subió al micro.
Me desperté a las 8:00 y no me pude volver a dormir. Los domingos en el pueblo no pasa nada. Menos en otoño y a esa hora. Preparé mate, prendí la notebook y chequeé mails. Había un forward de una amiga con el asunto “nunca reenvío estas cosas, pero este es diferente”, que eliminé enseguida; un pedido de contacto de LinkedIn de un compañero de la primaria; y un mail de mi hermana menor con el asunto: “todavía no lo puedo creer”, que lo archivé sin leerlo en la carpeta Familia, junto con el resto.
A eso de las 11:00, escuché pasos atrás de la casa. En realidad escuché hojas secas quebrándose bajo las pisadas de alguien. “Cada tanto se mete algún ternerito o un perro… Te digo para que no te asustes si oís movimiento afuera”, me había dicho la tía Luisa. Así que no me preocupé. Renové el mate y salí.
Di una vuelta por el terreno. El cielo seguía nublado y ya empezaba a sentir la necesidad de que saliera el sol o lloviera de una vez. Prendí un pucho, me cebé un mate y seguí caminando para completar la vuelta. Rodeé el bosquecito de acacias blancas y ahí estaba: otra vez el tipo. Lo espié desde atrás de un árbol a veinte metros. Tenía las manos vendadas y tiraba piñas cada veinte o treinta segundos. Cada vez que impactaba el nogal, puteaba entre dientes. Salí de atrás del árbol, pité y escupí el humo lejos, como para que el tipo lo viera; pero el viento se lo llevó para el otro lado. Me fui acercando despacio.
En el momento en que le decía “bueeeenas”, el tipo le pegó un tremendo gancho al nogal negro americano de la tía Luisa. Acto seguido se llevó el puño al medio de las piernas y se agachó. “¿Está bien?”, le pregunté. El tipo fue dando pasitos hacia atrás –siempre con la mano entre las piernas e inclinado hacia delante–. Agarró el banquito de boxeador y, sin mirarme ni devolverme el saludo, cruzó el alambrado y se metió en la casa. Pensé en seguirlo, pero justo empezó a llover.
Hoy me levanté a las 9:00 y fui al arroyo. Llevé mate, unas galletas y un libro de autoayuda que encontré en la mesa de luz de la tía Luisa. Lunes, otoño: no había nadie. Me acomodé arriba de una piedra gigante y bastante plana. La última vez que vine a visitar a mi tía, hará dos años, había una pareja de hippies con su hijo en la misma piedra. El chico nadaba desnudo en uno de esos jacuzzis naturales que se forman en el arroyo mientras sus padres fumaban un porro y lo miraban fascinados. Yo tenía en mente algo parecido: darle un par de pitadas a un porro para relajar, quedarme sentado en bolas disfrutando de la corriente y mirar con fascinación las montañas. Pero hacía demasiado frío como para coquetear con el hipismo. Además la lluvia había aumentado el caudal y venían bajando con violencia todo tipo de sedimentos.
Leí una página de Ser uno, el libro de la tía Luisa. Se deja leer. Me cebé un par de mates y comí más de la mitad del paquete de galletitas. Se nublaba y salía el sol cada dos minutos. El ruido de la corriente no me dejaba escuchar ni mi propia voz. Sí, intenté hablarme.
Prendí el porro que había armado con unas flores que tenía la tía Luisa en un frasco de mermelada. Fumé un par de secas y lo apagué. Me acosté. Ni bien cerré los ojos, empecé a sentir cómo se me entibiaban o enfriaban los párpados a medida que las nubes iban pasando. El ruido del arroyo se volvió insoportable. Algunos insectos aterrizaban en mí, me tanteaban con sus lenguas y volvían al aire. Me puse a pensar en el tipo que se la había agarrado con el nogal de mi tía. Todo bien con su locura, pero del alambrado para allá. Tenía que hablar con él. Determinar su grado de demencia. Explicarle muy didácticamente el concepto de propiedad privada.
También pensé en la muerte de mi bisabuela. Sobre todo en la reacción de mi familia. Las acusaciones, los cachetazos, todos esos llantos desgarrados y los “¿cómo pudiste?”, “estás enfermo”, “me das miedo”.
Cuando se me pasó un poco el efecto del porro, junté las cosas y arranqué para el terreno. Seguro el tipo aprovechó que yo no estuve para hacer un par de rounds con el nogal. Más allá de que no me gusta nada tenerlo acá, el hecho de que se rompa las manos tratando de noquear a un árbol me parece justo.