Fragmentos de un discurso de vanguardia
Reedición. Luego de 15 años, vuelve a circular en librerías la novela “El carapálida”, con la que el escritor, editor y ensayista Luis Chitarroni irrumpió en el género.
POR FABIAN CASAS
Es curioso, nadie puede entender exactamente a Lacan, pero sus teorías, sus hipótesis y sus conceptos son tremendamente productivos. Sobre el final de su vida se la pasaba jugando con aros de cortina de baño para tratar de volver reales a los nudos borromeos. Ha dejado juguetes hermosos, matemáticos, para que otros sigan divirtiéndose. Saquemos, entonces, del canasto del genio un concepto que nos va a servir para empezar a hablar sobre Luis Chitarroni y la reedición –después de más de 15 años– de su primera novela, El carapálida. Cuando publicó este libro, Chitarroni ya había dado a imprenta Siluetas, un libro borgeano sobre escritores ficticios y reales, no importa ya tanto esa diferencia. También era un joven que ejercía, Lacan dixit, un “Supuesto saber” en el campo intelectual argentino. Discípulo de Enrique Pezzoni, miembro del grupo literario Shangai que editó la revista Babel , anglófilo y editor él mismo en Sudamericana de grandes libros extranjeros y nacionales: a él le debemos una obra maestra inconseguible hoy en día como es El desamparo, de Gustavo Ferreyra (quién, si no Chitarroni, podía hacer que Sudamericana, una editorial que editaba los best-séller nacionales de Osvaldo Soriano, sacara también El desamparo). El tema es que tanto saber, tanta erudición, puede terminar deteniendo las operaciones estéticas.
Siluetas estaba bien, pero no arriesgaba, estaba dentro de la “literatura”. Uno pensaba que Chitarroni podía terminar como esos escritores prometedores, por su genio, que nunca consiguen publicar nada o que terminan, como Joe Gould, escribiendo una novela oral que en los papeles no existe. Pero no fue así. Chitarroni publicó El carapálida y, después, Peripecias del no . Una novela y una antinovela. En la primera hay una historia que se desarrolla de manera aparentemente clásica, en la otra hay esquirlas de una novela que se deja de lado, como los fragmentos de una obra que se abandona. Si uno hubiese tenido que apostar en su momento, hubiera pensado que la primera novela que Chitarroni iba a escribir y publicar sería Peripecias del no , eso es lo que prometía su reputación: erudición, vanguardia, sofisticación. Pero no. Empieza por lo más difícil. Y escribe una novela entrañable sobre ciertos sucesos en una escuela primaria durante los años setenta. Novela que podría haber sido escrita por el primer Cortázar pero que ahora, cruzado por la influencia del sistema de pensamiento de César Aira, se vuelve increíble. Chitarroni escribe y lucha contra el costumbrismo, la emoción fácil –escribe después de Literal– y, por supuesto, la influencia de Aira. Consigue, entre muchos otros logros, no convertirse en spam del gran escritor de Pringles y darnos a los lectores la curiosa felicidad de rememorar una época intensa sin caer en la nostalgia y los estereotipos. Hay algo que se tiene o no y que es muy difícil: el milagro alquímico de creerle al autor lo que estamos leyendo, de sentir a los personajes, de olerlos, de escucharlos. Vayamos entonces a visitar un invierno lectivo de 1971 en los patios de la escuela Gervasio Posadas, donde ha muerto (o no) un alumno, el carapálida, que regresa para deambular entre sus pares y glosar la rigurosa foto de fin de curso.
La descripción de las imágenes
En El cazador oculto de Salinger, Holden Caufield, el joven narrador, dice que le gustan esos escritores con los cuales se siente la necesidad de llamarlos por teléfono. Después de releer El carapálida y de leer por primera vez Peripecias del no, uno siente el mismo impulso que Holden, quiere llamar a Chitarroni para preguntarle por sus tramas, para cotejar sus acertijos, sus pequeñas obsesiones, para devolverle los juguetes que se deja olvidado en medio de las páginas de ambos libros para felicidad de sus lectores. Tanto El carapálida como Peripecias del no empiezan con la descripción de una foto. Esto da cuenta de que el narrador parece necesitar surgir de un hecho estático, algo que pueda mirar y empezar a narrar. En El carapálida, ya lo dijimos, es una foto que es también la portada del libro. Luis Chitarroni es el alumno que sostiene la pizarra donde está inscripto “Escuela n 24. 7mo grado a-b año 1971”. Lo rodean sus compañeros y sus maestros. Se parte de un registro fotográfico naturalista, verdadero, para empezar a borrar, correr, narrar y modificar lo que realmente sucedió e instalar en su lugar una ficción que refleja, por negatividad, de manera más contundente los hechos. En Peripecias del no se describe un retrato (y se lo presenta bocetado a lápiz en la página). Pero ya no son estudiantes, son miembros de una revista literaria, sin embargo, la fecha de la foto es la misma, comienzos de los setenta. De la edición original de El carapálida a esta que sacó Interzona hay pocos cambios. El autor le agregó una dedicatoria (la vida le agregó la dedicatoria) para Alejandra y Pedro y sumó una cita más de la que ya estaba. Antes estaban sólo los Beatles diciendo: “ Even those: I me mine ”. Y ahora se suma Franz Kafka hablándole a Felice Bauer sobre una fotografía y pidiéndole que la mire bien ya que ella es amiga de los niños y Kafka, en cambio, ante los niños “prefiere cerrar los ojos”. La novela tiene 233 páginas y está dividida en 19 capítulos. Aunque es una historia lineal, se nota que Chitarroni primero bocetaba y escribía y después armaba. El capítulo primero, por ejemplo, fue escrito al final y puesto en ese lugar para que a través del fotógrafo que va a hacer la foto del curso, uno entre en la novela y también en la escuela. Hay un narrador omnisciente que de golpe se vuelve casi una primera persona y en ocasiones una primera del plural. Esto está calculado, como en Madame Bovary , y es perfecto. El narrador es el novelista y, a veces, es el carapálida o, un inquietante “nosotros”. Hay un narrador más; y esto sólo lo logran los grandes escritores: el lector. ¿De qué va El carapálida ? En principio se relatan dos cosas. La llegada a un colegio del estado de un director, Morgado, con ideas libertarias, nuevas, producto de una época que venía de presenciar el Mayo francés. Este director escucha a los alumnos, no los persigue, los estimula y coloca en el patio consignas de la revuelta de Mayo del 68 y, junto con el timbre del recreo, hace sonar canciones de los Beatles. Los maestros, conservadores, son los primeros que se le ponen en contra. De esta manera la novela da cuenta de dos fuerzas que se ponen en tensión y que van a determinar los siguientes años trágicos de nuestro país: el triunfo de la derecha letal orquestado por la Triple A, primero, y luego por la dictadura militar. Se pedía la imaginación al poder pero el poder no soporta mucha imaginación.
La otra historia que se narra es la del vínculo que arman esos chicos –es un grado sólo de varones– a medida que empiezan a vislumbrar la adolescencia (sus juegos sexuales, el uso de las malas palabras, la retórica de los educandos: “tusa caricatusa”, “el que lo dice lo es”, etc.). El grado está alterado por un suceso triste. En un accidente de tránsito murió uno de los alumnos, el carapálida. Sin embargo, sus compañeros no lo recuerdan con pesar ni lo mitifican, por el contrario, parecen detestarlo. El carapálida, sobre el final del libro, vuelve como fantasma para comunicarse con el corderito Tegui, el alumno que por su singularidad física es descripto como la mascota de la escuela. El carapálida se le aparece en su pieza y le dice que ahí donde está lo confundieron con otro: “Se equivocaron con otro cuando me morí. Deciles que yo floto, que todavía tengo la inminencia”. “¿La qué?”, dice el corderito. El carapálida sigue: “la inminencia. Te copio la palabra si querés, pero después se borra. Que todavía se siente cuando voy a aparecer, quiere decir. Deciles que hagan algo porque si no me voy a tener que quedar dando vueltas acá. Y puedo estar de frente solamente. No puedo darme vuelta. Tegui le pregunta a quién le avisa, a quién se lo dice. “Decile a tu papá, que le diga al director”. Tegui remata: “Es un forro el director, dice mi papá”. En Peripecias del no, Chitarroni va a empezar a escribir y, por supuesto, detener, un relato al estilo de Henry James. Dice “No se puede”. “No suena ni lejanamente a James traducido”.
El carapálida también es un intento de escribir un relato con fantasma a la manera de Henry James. La pericia del argumento es para estudiar en un buen taller literario, para mostrar las opciones que toma el narrador y cuáles y por qué las elige. El fantasma viene a estar acá para contrarrestar la novela costumbrista, entre otras cosas. Los nombres inolvidables de nuestros compañeros de secundaria también están alterados por ese motivo: Armestoy, Collodi, Esclavuno, Corinaldesi, Cezana, Bonfiglioli. ¿Alguien se puede llamar así? Hay un relato de Henry James que se titula “Maud-Evelyn” en el que los padres de una chica consiguen que su hija, a quien tanto aman, se case con un joven que es un buen partido. Lo único raro es que la chica está muerta y lo más raro todavía es que no es un relato macabro: la mano maestra de James vuelve ese suceso incongruente en casi cotidiano. Algo de esa potencia está en El carapálida .
Para un boceto sobre una generación
Peripecias del no , por otra parte, parece el epicentro solar de donde parten y hacia donde vuelven las ficciones de Chitarroni. La oscuridad del libro, su inflexibilidad, es la misma que tiene Trilce , de César Vallejo: absolutamente necesaria. Para entenderlo, tanto el autor como el lector tienen que acumular experiencia. Cuando se editó Trout Mask Replica, un disco radical de Don Van Vliet producido por Frank Zappa, su amigo de la infancia, muchos quedaron turulatos. Matt Groening , el creador de Los Simpson, por ejemplo, dijo: “Me lo llevé a casa y lo puse. La primera vez me pareció lo peor que había escuchado en mi vida. Ni siquiera intentaban sonar bien. Suena horrible, me dije, pero está claro que quieren sonar así. En la terecera o cuarta escucha empezó a crecer dentro de mí. Con la quinta y la sexta me encantó. Para la séptima y la octava pensé que era el mejor disco de la historia”.
Peripecias del no es un relato fragmentado construido con diarios, bocetos y apuntes sobre una generación de escritores –los miembros del grupo que editaron la revista Babel– que parecían tener todo para comerse la cancha pero terminaron derrotados por falta de público (“Por qué, si no tuvimos esplendor, tenemos decadencia”, decía C.E. Feiling). Hay en este libro una experiencia generacional narrada de manera antirromántica, que puede servir de antídoto para todos aquellos lectores y narradores que hoy se encuentran envenenados con el virus de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.
Por suerte la literatura no practica el pensamiento único.
Por suerte Chitarroni ya está escribiendo otro libro.