Nunca pude vivir sin amor. Siempre necesité sentirme querida pero, sobre todo, me urge estar enamorada.
Ahhh, sí, vivo en estado de enamoramiento.
Hace un par de años, con mis amigas Laura y María Fernanda nos declaramos socias fundadoras del club de Susy, secretos del corazón, aquellas historietas de mujeres sufrientes y galanes lánguidos e imposibles, que funcionaron como una clave fundamental de nuestra educación sentimental.
Fui fan temprana de telenovelas, fotonovelas, romances de película e historias de amor en cualquier soporte y con cualquier final. Bueno, a ver, cualquier final, no. Si se trata de un amor prohibido, clandestino, inconveniente y hay lágrimas de cualquier tipo y factor, mucho mejor.
Hay un poema de Macedonio Fernández que es una suerte de contraseña de la literatura argentina y dice así:
Amor se fue; mientras duró
de todo hizo placer.
Cuando se fue
nada dejó que no doliera.
Siempre me conmueve, así de enamoradiza soy. Ese “mientras duró” de Macedonio es la clave. Y digo que es la clave porque es aquello a lo que muchos humanos se animan, pero de lo que otros prefieren resguardarse. Lo que llamamos “jugarse por algo”, aceptar el riesgo.
”¿Preferirías amar más y sufrir más o amar menos y sufrir menos? Creo que, en definitiva, esa es la única cuestión”, escribe Julian Barnes al inicio de La única historia, una de sus últimas novelas —afortunadamente el británico produce mucho y bueno—, en la que narra el romance del tierno Paul, un joven de 19, con Susan, una mujer de 48, experimentada, casada pero insatisfecha, madre de dos hijas grandes. Un romance que arranca a la manera de El graduado (los que somos grandes nunca olvidamos aquellas escenas íntimas y entre el novato protagonizado por Dustin Hoffman y la espectacular Anne Bancroft), como algo importante pero efímero y que termina siendo clave, extenso y determinante para Paul a lo largo de su vida.
Como en otras de sus novelas, Barnes elige que su protagonista narre la historia años después; es una voz madura la que cuenta cómo prosiguió ese romance desparejo y por el que nadie apostaba un centavo y el modo en que el alcohol destruyó esa pasión, ese amor y la vida de uno de ellos.
Vamos de nuevo: ¿sos de los que prefiere protegerse del sufrimiento y se muestra dispuesto a perderse las cosas profundas y apasionadas de la vida o, por el contrario, te subís a los trenes que pueden llevarte demasiado lejos a pesar del riesgo?
Voy a ser un poquito más agresiva: ¿vivís con intensidad o integrás el grupo de los que prefieren volar bajo y seguro para evitar el golpazo que sobreviene al final, cuando lo que te cambia la vida se termina, por el motivo que sea?
Entre las muchas clasificaciones posibles que podríamos inventar para los humanos, me gusta la que nos divide entre los que se animan y los que no. No soy kamikaze pero a esta altura ya viví varias vidas posibles. Nunca me arrepentí de las cosas que hice; mil veces, en cambio, lamenté las que no hice por temor a sufrir.
Estamos hablando de amor, pero vale para todo.
Semanas atrás leí la última novela de Carlos Chernov, el escritor argentino. Se llama, precisamente, Amor se fue (Interzona) y cuenta la historia de amor entre Alberto y Ana, un amor intenso que sorprende a Alberto, un médico cirujano judío cincuentón, bastante cínico y distante con la vida en general, con un vendaval de sentimientos desconocidos.
El encuentro con Ana, algunos años más joven y sin hijos, muchísimo menos calculadora y más hippie y sentimental que él, despierta en Alberto —divorciado, padre de dos hijas grandes— una tormenta de emociones que lo enfrentará a reflexiones nunca antes visitadas y, también, a todos los riesgos, incluso el de la posibilidad de perder lo que más se ama. Y es que enamorarse después de los cincuenta significa aferrarse a alguien que tiene mucho más pasado encima que futuro por recorrer.
Escrita con una lengua argentina clásica y elegante, que matiza el drama con dosis de humor inteligentes y eficaces, los cincuenta y cinco capítulos breves de la novela son narrados desde una voz en tercera persona y desde la primera persona de Ana, quien sabe que va a morir pronto pero pese a la tristeza no busca engañarse con ilusiones vanas: “Quería vivir en la realidad, morir con los ojos abiertos”, escribe Chernov. No es spoiler, lo sabemos desde el vamos.
Es a través de esas voces que el lector podrá saber quiénes fueron y cómo eran los protagonistas hasta el momento de conocerse (el pasado de ambos, las frustraciones y también las veces que creyeron dar con el amor definitivo) y en quiénes se convirtieron a partir de su encuentro inesperado y revelador. El presente es en una casa de la playa, en la que ambos esperan lo inexorable.
Me emocionó mucho la novela de Chernov, como hacía rato que no me emocionaba una historia. Días atrás lo entrevisté en la radio y charlamos de la novela y también de los humanos: me interesaba saber qué piensa el escritor, que además es psiquiatra y psicoanalista.
Esto hablamos en un momento.
“Todas las historias de amor terminan mal, como decía Hemingway. En realidad, casi todo termina mal, el asunto es el mientras tanto”, me explicaba Chernov, poniendo el acento en el “durante”, el “mientras tanto” de Macedonio del que te hablaba antes. “Y yo quería pintar esa cosa penetrante, eso que te toma del amor. Porque Alberto es un clásico señor que se defiende con su cinismo, con el sexo; que está como en una especie de explotación de sus recursos sexuales. Y aparte tiene la desventaja de que se siente frío y, a la vez, señalado por su familia como un tipo sin sentimientos. Y esta historia lo agarra desprevenido, porque el amor te agarra así, medio como…”.
—Como esa frase de Cortázar, la que decía que es imposible elegir en el amor porque es “un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio”. ¿Te acordás?
—Claro, como ese rayo, sí. El amor lo agarra a Alberto y le enseña quién es el más poderoso de los dos (se ríe, pícaro). Ana es un personaje más entrañable, menos ambivalente. Pero Ana tiene el problema de que está asustada. Tiene miedo. Y ese es un grave problema: vivir con miedo.
—¿Y cuál es en este caso el gran problema de vivir con miedo?
—Y… que muchas personas, mujeres, sobre todo, creo yo, hacen malas elecciones porque viven con miedo, entonces eligen hombres inofensivos. Y resultan ser unos nenes de mamá o unos malcriados o unos tontos, viste. Y te quedas ahí, porque la situación está bajo control, no hay peligro. Pero, mientras tanto, va pasando su vida y va siendo un desastre, ¿no? Ana es un poco ese tipo de mujer. Hasta que conoce a Alberto y se embarca en lo que él propone.