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“Hay que volver a hacer una literatura que moje la oreja”

Aunque esta novela está cruzada por la política, dice que no es aquí donde el kirchnerismo está más presente, sino en una novela aún inédita. “Antes la política para gran parte de la sociedad no era mucho más que una especie de ‘¿de qué cuadro sos?’”, dice. Por Silvina Friera

El tiempo lo destruye todo. La frase se incrusta como esquirlas de recuerdos viejísimos en la piel de la Profesora, de Natasha, del Ninja, los personajes de Electrónica (Interzona) de Enzo Maqueira. “La gran novela de la clase media argentina semiculta y universitaria”, como plantea Washington Cucurto en el texto de la contratapa del libro, es una historia que experimenta con la narración en segunda persona. Las ilusiones de los veinteañeros de fines de los años ’90 se eclipsan. El mundo pronto se transforma en un lugar distinto. Una generación que flirteó con todas las drogas –de la marihuana a la cocaína, del éxtasis al ácido se queda pedaleando en el aire. La profesora que se enamora de su alumno teme convertirse en “otra niña bien con casa, estudios universitarios y First Certificate que termina en la heladera de un hospital público” por sobredosis.

La máquina de café de la Quimera de Arte –librería y galería ubicada sobre la calle Humboldt, en el barrio de Palermo– está rota. Aunque el cuerpo pida a gritos cafeína, habrá que conformarse con un noble mate cocido. “Las posturas políticas cambiaron del menemismo al kirchnerismo en temas como el rol de la mujer y la homosexualidad. Los personajes de mi novela tuvieron que modificar sus paradigmas y ellos lo aceptan y acompañan. Me parecía interesante ese período de tiempo porque nos habíamos criado con el discurso de los ’90 y diez años después todo era distinto. No deja de ser un cambio brusco y difícil de procesar”, advierte Maqueira a Página/12.

–¿Por qué la protagonista es una profesora un tanto “reventada”?

–Saquémosle la connotación negativa a la palabra “reventada”. Al contrario, me parece buenísimo que haya gente reventada. Como se dice por ahí: “El camino de los excesos lleva al templo de la sabiduría” (risas). En algunos casos es así, en otros nada que ver. Quería desmitificar el lugar del docente. Hay una clase media aburrida, sobre todo en Buenos Aires, cuya experiencia de vida pasa mucho por el reviente, por las drogas, por el sexo libre. Esto hace que sea una época con bastantes similitudes a cierto momento de la historia como los ’60, con el hippismo, con el consumo de drogas y el amor libre. Quise poner el foco en un sector de la clase media que no encuentra la satisfacción por ningún lado. Es la primera vez en la historia que la clase media tiene el mandato de ser feliz y no ya el de trabajar, formar una familia o progresar. Se busca la felicidad en las drogas, sobre todo el éxtasis.

–¿Cómo explicar ese cambio de mandato, ese imperativo por ser feliz?

–Tiene que ver con el progreso del país. A mitad del siglo XX, los inmigrantes no se planteaban ser feliz, venían al país para volver a empezar. Nuestros padres, los padres de los que andamos por los treinta y pico, tenían que progresar e incluso superar lo que habían logrado nuestros abuelos. Este modelo que buscaba la felicidad, el ser feliz teniendo –que es muy de los ’90, cuando la clase media termina de darse cuenta de que no iba por el lado de ir a Miami, de consumir y tener acceso a todo–, no funcionó. Probemos buscar la felicidad pero sin trabajar desesperadamente ni formar una familia, porque también el matrimonio es una institución puesta en cuestión. Sé feliz como sea, a veces alimentando un hedonismo excesivo. La era de la selfie empieza cuando se cae el hecho de formar una familia y buscar el progreso.

–En un momento de la novela se dice que “los noventa habían sido el prólogo de un futuro que nunca llegó”. ¿A qué se refiere?

–Había cierto sector de la sociedad que estaba convencido de que era el fin de la historia y que a través del consumo y de pertenecer al primer mundo íbamos a llegar a ser una especie de Estados Unidos sudamericano. Que ése era el futuro. Esa ilusión se derrumbó y se fue para un lado que es mucho más positivo. Pero no deja de ser un impacto fuerte y uno tiene la sensación de que quedó pedaleando en el aire. Lo que le pasa al país es que cambian los paradigmas constantemente y así nunca se puede avanzar. El futuro nunca llega porque el presente nunca construye, sino que deshace todo el tiempo.

–Los personajes de Electrónica no se sienten tan interpelados por el kirchnerismo, es como si en verdad les resbalara, ¿no?

–Sí, están en otra, no se subieron a la ola política del kirchnerismo. Hay un porcentaje de la sociedad al cual el kirchnerismo le resbala, otro al cual lo enerva y otro al cual lo apasiona. La clase media que está apasionada con el kirchnerismo al mismo tiempo se sintió confundida porque viene de un gorilismo histórico. La irrupción del kirchnerismo fue como una especie de lección de historia. Yo me crié bajo el signo de “el peronismo es malo”. Cuando vino Menem, en mi familia decían que no era tan malo porque no estaba haciendo peronismo. El kirchnerismo fue casi un revival del peronismo en muchos aspectos, sobre todo en la respuesta que provoca en el gorilismo. El kirchnerismo me permitió reconciliarme con el peronismo. En realidad, yo siempre fui peronista y no me había dado cuenta (risas). A mucha gente le resbala conscientemente la política y lo que pasa en el país, como a los personajes de mi novela. Estos personajes están atravesados por la política, pero apenas si lo notan.

–¿A quiénes votarían la Profesora, Natasha o el Ninja?

–Si no votan a Cristina, los mato (risas). Yo creo que Natasha votó a Cristina como presidenta. El Ninja me parece que no vota porque no hace nada y está fumando porro todo el día. La Profesora –a la larga– también votaría a Cristina. El tema es a quién votarían el año que viene. ¿Quién encarnará el kirchnerismo? La Profesora a (Daniel) Scioli lo vota, pero Natasha no llega hasta Scioli.

–En una parte de Electrónica, los personajes critican fuertemente al Gobierno de la Ciudad cuando se alude a un centro cultural que fue clausurado. ¿Cómo trabaja una novela los materiales de la realidad?

–La literatura tiene que ser forma, contenido y compromiso de algún tipo. Yo primero había escrito la historia de un profesor que se enamora de una alumna. Me parece que aportaba al patriarcado y al machismo imperante y no quería repetir eso; entonces cambié la historia entre una profesora y un chico más joven. Por otro lado, hay un personaje que tiene VIH y no es un drama ni se va a morir. Lo tiene y convive con eso. Las clases medias consumen muchas drogas, es muy natural, pero se habla poco. Y sin embargo se señala rápidamente la drogadicción de los pobres. Todos señalamos el paco y después vamos a comprar marihuana, cocaína y pastis a la misma villa; la clase media usa la droga, usa al dealer y después le da vuelta la cara y lo quiere ver preso. Lo más políticamente explícito es el tema de los centros culturales. Es terrible la cantidad de centros culturales que se están cerrando. Yo no sé si es una cuestión básica de la derecha, que no quiere cultura. O si es para prevenir que haya un problema que les cueste las elecciones. Hay un centro cultural que quiero mucho que es el Pacha, de donde salió en los últimos diez años toda la generación de la nueva narrativa de 2001 para acá, un semillero de artistas y escritores, gente como Sebakis o el Quinteto de la Muerte; un lugar donde se encontraban ideas y experiencias. Quería hacer también un retrato de época: hay una aparente libertad absoluta en un montón de cosas, pero en nombre de la seguridad de una derecha que no quiere hippies se cierran lugares generadores de cultura.

–¿La literatura sirve también para comprender al kirchnerismo?

–No en esta novela. Pero tengo otra novela en la que trato de entender no tanto al kirchnerismo sino la relación de la clase media, gorila histórica, con el kirchnerismo. Antes la política para gran parte de la sociedad –me incluyo– no significaba mucho más que una especie de “¿de qué cuadro sos?”. Y yo decía radical. Cuando empecé la facultad, era de izquierda y votaba a Patricia Walsh en Izquierda Unida. El kirchnerismo fue redescubrir el peronismo. Y con la literatura fue terminar de aceptarlo porque el kirchnerismo es el movimiento político que logró cambios más profundos en el país. Podría haber logrado mucho más, sin duda. ¿La izquierda podría haber hecho otra cosa? Quién sabe... El tema es que en el mundo no hay muchos casos como éste y no hay países que hayan logrado las reivindicaciones sociales del kirchnerismo.

–¿Cómo se llama esa novela sobre el kirchnerismo?

–Primero se llamó Negro y después le puse Los kakas. Al principio la quería sacar ya, después decidí dejarla y esperar. Es un pibe de clase media que se encuentra de golpe con que es peronista y es el horror absoluto para él y su familia. Y se integra a un grupo de amigos nuevos, los amigos de la militancia. Lo más lindo que tiene el peronismo es el sentido de pertenencia que te da llamar compañero a otro. Para un compañero no hay nada mejor que otro compañero. Esto es algo que me cautivó del peronismo cuando me acerqué. Cuando me pusieron el bombo por primera vez, empecé a golpear y a cantar la marcha y se me erizó la piel.

–¿Cuándo fue?

–Después del conflicto del campo. Hay algunos que se despertaron en 2001 y otros tardamos un poquito más. Yo no votaba al kirchnerismo, pero me simpatizaba todo lo que hacía. Un día salí y no sabía qué estaba pasando; y había unas viejas chotas caceroleando contra Cristina y ahí me di cuenta de qué lado estaba y empecé a militar con (Daniel) Filmus para la campaña como jefe de Gobierno. Debería ser obligatorio que todas las personas militaran en algún espacio político para que puedan entender de qué se trata la política y desmitificar lo que se repite: que todos son “ladrones y corruptos”.

–¿Cómo impactaron los años ’90 y el menemismo en la literatura argentina?

–El post (César) Aira hizo que todo sea una pelotudez. Hay gente que malentendió a Aira y que se puso a escribir boludeces. Como somos todos posmodernos, nos divertimos, nos burlamos de todo y no servimos para nada, entretenemos y nada más. Eso llevó a que el escritor perdiera su lugar en la sociedad. Hoy en día a nadie le importa lo que dice un escritor, no tiene lugar en ninguna parte, salvo (Jorge) Asís. Eso llevó también a que se perdieran los lectores. Hasta la década del ‘80 la sociedad argentina leía mucha literatura argentina. Es mentira que la gente no lee, lo que pasa es que no lee escritores argentinos porque la literatura no les da nada; es sólo un pasatiempo. Me parece que hay que cortar con la idea del pasatiempo aireano. Que hay que volver a hacer una literatura que interpele, que moleste, que moje la oreja. Que te provoque algo más, sin caer en hacer panfletos. Una literatura que esté más de la mano con la realidad de la sociedad. El discurso de Aira sirvió para contrarrestar al boom y a Borges, en su momento fue necesario. Pero Aira es el escritor típico de los ‘90 con esa literatura que no te dice nada, que es el fin de la literatura, la negación del arte, de la política, del pensamiento. Y como tal era un pensamiento, una ideología, pero ya terminó. Tenemos que ir por otro lado. El otro lado es volver de donde venimos: recuperar el compromiso con la literatura que tenían los autores del boom.

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