En 1912, Franz Reichelt saltó de la torre Eiffel. Quería probar la eficacia del traje paracaídas que había diseñado. Cayó en picada 57 metros, ante la vista espantada de los curiosos y los ojos impasibles de las dos cámaras que filmaron el evento. Murió de un paro cardíaco durante la caída y dejó un hoyo en el suelo. Las autoridades de la torre, que al principio le habían prohibido el salto, finalmente lo autorizaron, luego de que Reichelt firmara una nota librándolos de responsabilidades.
El primer cuento de Imaginario, tercer libro de relatos de Edgardo Scott, repasa, a través de la voz del prefecto de policía, los hechos de aquella jornada memorable, para un enigmático interlocutor que, un año después de los acontecimientos, escribe una efeméride. Es un relato que se construye sobre un suceso conocido, concluido y registrado, que impide forjarse expectativas sobre el desenlace, un relato anti-spoiler que establece, de entrada en el libro, una lógica de lectura, una declaración de principios estéticos: la literatura narrativa tiene menos que ver con el desarrollo de una intriga, con la postergación de una revelación, con la manipulación emocional del lector, que con la retrospección, incluso con la relectura. En su reconstrucción de los acontecimientos, el prefecto se ve empujado a regresar a aquella jornada y poner en movimiento los mecanismos de la imaginación, ¿de qué otra manera los hechos, siempre mudos, se insuflan de aliento para empezar a decir?
Contundente, este primer relato despliega las virtudes principales de las que Scott hace gala en los restantes quince: concisión, sobriedad, precisión y personalidad.
Las dieciséis piezas que conforman este libro son a la vez variadas y homogéneas; variadas en su asunto, homogéneas en su elegancia. Cada una de ellas propone un marco de referencia que puede ir de la evocación de un hecho real, a medio camino entre la crónica científica y la policial, hasta la relectura de un cuento célebre; porque si hay algo que encanta en Imaginario es la capacidad de Scott para escribir sus lecturas, y por eso varios de estos relatos tienen cierta entonación ensayística, cierto asedio al asunto, o mejor, a los sentidos que pueden extraerse de ese asunto. ¿No es lo imaginario, finalmente, una postulación de realidades extraídas precisamente de lo real?
Una mujer ahonda su agonía en la promesa de un velero que nunca tendrá; una científica analiza la deriva social de un índice que predice la muerte con calendario exactitud; Una escritora circunstancialmente famosa busca el aval de una prestigiosa poeta y el remate para una tragedia propia; un pequeño empresario se anima a cruzar los límites culpables de la modestia y compra un auto de lujo cuyo precio puede volverse impagable; un hombre descubre que, a condición de que sea furtivo, el horror puede esconderse en el gesto más corriente; una traición pueblerina hecha relato resulta una apostilla al tema en Arlt, Masotta y Borges. Los personajes de Imaginario, como el malogrado Franz Reinchelt, son rehenes de los caprichos de la imaginación que se adhiere a las cosas, víctimas del sentido que cubre la experiencia y que los lleva a cometer actos individuales de imprevistas consecuencias, no importa si atroces o baladíes, siempre significantes, porque, en verdad, un dragón, un unicornio, no son a fin de cuentas más imaginarios que un lobo o una gaviota.