Recibido de técnico mecánico de la escuela secundaria, combinó sus saberes industriales con su costado hippie y fue artesano durante 13 años.
Recorrió el sur de Argentina como mochilero. Fundó El Interpretador, una de las primeras revistas digitales sobre literatura en el país. En sus libros el conurbano se aleja de la visión televisiva donde el Gran Buenos Aires aparece como sinónimo de delincuencia, agregándole dosis de fantasía que le permite narrar ese territorio que separa a la ciudad del campo y que es al tiempo ciudad y campo.
- Además de escribir estás en un ciclo de cine presentando películas.
– Estoy en todos lados. Yo fui vendedor ambulante y ahora soy changarín cultural. Trece años de vendedor ambulante y ahora sigue mi vida nómade pero haciendo algo por acá, algo por allá. Viajo a las provincias a las bibliotecas populares, coordino un ciclo de cine, tengo una columna de radio, participó en Memoria en movimiento. Vas sumado de todos lados porque para ser escritor tenes que vivir de laburos culturales pero no exactamente la escritura.
- ¿Hay una relación entre el reconocimiento de Villa Celina y el kirchnerismo? Siendo Villa Celina y también El Campito libros donde el peronismo tiene un lugar preponderante.
– Todo es un combo y pertenece a un espíritu de época, no se puede negar. Mis libros fueron publicados durante el kirchnerismo y hay una relación con ello. Más allá de eso, siempre hay una fantasía muy referencial y autobiográfica que tiene que ver con momentos anteriores al kirchnerismo. Aparecen los 70, los 80 y los 90 sobre todo en mis libros. Pero el momento de escritura y publicación es del kirchnerismo. Y hubo una revitalización de la iconografía, de la simbología peronista y de un relato peronista que cada claramente mis libros trajeron de un universo del conurbano que también encontró una afinidad, podríamos decir.
- También hay mucho de historias o leyendas o cuentos de barrio que son muy propias de la cultura popular, que viene desde la cultura oral.
– Ni hablar, porque viste que el conurbano es una periferia de la ciudad que tiene zonas urbanizadas porque viven millones de personas. Pero también está mezclado con el imaginario rural. Es una zona intermedia entre la ciudad y el campo. Tiene algo de lo urbano y algo de lo rural. Algo de la antigua “civilización” y la “barbarie” porque por algún motivo los medios de comunicación lo representan permanentemente a través del delito. Es la noticia recurrente, no aparece el conurbano por otros temas. Todo es violación, secuestros extorsivos, problemas.
Y ese drama de la inseguridad que condensa el conurbano para el miedo del porteño ya había sido documentado por la literatura argentina mucho antes de que existieran los medios de prensa televisivos. “El matadero”, el primer cuento argentino, es un relato sobre la inseguridad. Es la historia de un porteño que cruza la General Paz de su tiempo y se mete en Villa Celina, Villa Madero, en Dock Sud, donde lo quieren violar, matar.
También es un miedo antiguo que el romanticismo del Río de la Plata ya documentaba como una versión autóctona en la que no prima tanto la melancolía o la sensación de pérdida porque este es un país nuevo. En todo caso esa nostalgia es algo que va a aparecer décadas después con los inmigrantes que bajan de los barcos y con el tango. Pero en el siglo XIX, cuando se está forjando el territorio de la patria en las tensiones con los pueblos originarios, lo que aparece es el miedo.
Ahí, por ejemplo, una pintura que podría ser icónica de nuestro imaginario es La vuelta del malón, que es muy distinta de una pintura romántica como El caminante sobre el mar de nubes, de Friedrich, donde hay una naturaleza vacía, como un abismo y un hombre mirándola. En este caso esa extensión enorme que es La Pampa está habitada por criaturas sobrenaturales pero que son reales: los indios. Como que nuestros monstruos son los indios, son los centauros barbaros. Y esa anécdota se repite durante doscientos años sin parar. También la actualizan muy fuertemente durante el peronismo los escritores antiperonistas repitiendo la anécdota de Echeverría con La fiesta del monstruo de Borges y Bioy Casares, con Casa Tomada de Cortazar o con El niño proletario de Lamborghini, como operación al revés.
Pero esto de la violencia en la periferia aparece en muchos autores. Por ejemplo, para Roberto Arlt, en los Siete Locos, la violencia de la revolución se planea en Temperley. Hay ese desplazamiento de la ciudad a la periferia que es donde está la violencia. Rodolfo Walsh nos cuenta esta historia de los basurales de José León Suárez… Pero nunca son historias con la voz propia del conurbano. Y, salvo algunos antecedentes relativamente recientes como el Turco Asís con Flores robadas de los jardines de Quilmes o Lanús de Olguín, no había una literatura propia del conurbano. Siempre era una zona que tenía una tradición relatada por otros hombres que narraban un viaje, un viaje cercano pero exótico a la vez. Una cercana excursión a los indios ranqueles, a Villa Madero, San Justo
- ¿Los elementos fantásticos en tu literatura se debe a gusto por ese género o sirven para que los cuentos no sean una mera acumulación de datos?
– Ahí se da una cosa doble. Por un lado, a mí siempre me gusto leer género: aventuras, fantástico, ciencia ficción. Por otra parte, yo creo que el conurbano es tan exuberante, tan desproporcionado, que el realismo es insuficiente para representarlo.
- Es una forma de abarcar algo que, de por sí, es inabarcable.
– No solo es inabarcable. Se dio este fenómeno: en la literatura de esta generación llamativamente muchos autores se desvían del realismo y usan los géneros parar narrar el conurbano. Parece que esa realidad desproporcionada, exuberante también exige un abordaje que vaya mas allá de lo mimético. Otro libro mío, Las estrellas federales, es una historia de mutantes. Son mutantes del conurbano, como los X-Men del conurbano. Y en realidad en los años 90 de alguna manera hubo mutantes porque el tipo que fue tornero durante 30 años se hizo remisero. El tipo que tenía una Pyme o un tallercito lo cerró y se puso un kiosco, una cancha de paddle o un ciber. La geografía mutó, todos los potreros o descampados se edificaron, se lotearon compulsivamente, se marginalizó. Las drogas cambiaron, por un lado había cosas duras como cocaína, había pastillas, marihuana. Pero después en un momento apareció el paco. Hubo un cambio de drogas, de códigos y de violencias.
El drama de la inseguridad, que era del centro, se pasa también al conurbano porque todos los parques de los edificios de Celina se enrejan como lo hacen las instituciones. Esto provoca una contracultura interesante, en una época de apatía política los jóvenes que siempre tienen que sublimar su rebeldía por algún lado lo hacen en una práctica muy activa, cultural y artísticamente que era el rock barrial a un nivel de militancia no política donde cada pibe tenía un pilón de calco manías de Viejas Locas y lo pegaba en los colectivos, o todos pintaban paredes. Todos militando a la banda.
En un punto a mí me gusta jugar, y aparecen en mi libro Rock barrial los enfrentamientos con la policía en Plaza de Mayo en el 2001, en una época donde si bien había grupos de izquierda no estaba como ahora la juventud peronista. Los pibes que se enfrentan a la policía son los pibes comunes de los barrios de Boedo, Parque Patricios, Lugano, todos los que están yendo a la plaza y se agarran a piedrazos son pibes que tocaban la guitarra en la esquina, jugaban a la pelota y tomaban cerveza. Hay algo que se va generando que tuvo que ver con una práctica cultural como forma de resistencia en los 90.
- Existe un imaginario sobre el rock chabón…
– El rock chabón es una palabra que no es autóctona. Es una etiqueta del periodismo cultural que no me gusta. Con la palabra en sí, que viene del tango, no hay problema. Ahora, decir rock chabón por el periodismo cultural es una forma de degradar al rock de los barrios. Incluso los fundadores del rock argentino de los años 70, que me encanta, tienen prejuicios con el rock de los 90. Hablan de futbolización del rock y son muy reduccionistas porque son fenómenos complejos que tienen sus luces y sombras. Pensar que el rock chabón es todo una mierda, todo droga y alcohol sin nada bueno bueno, no es hacer honor a la verdad porque hubo una circulación de letras, de bandas y de movimientos de personas que es interesante para analizar. Y hay un componente social, el Tanguito de los 90 no componía adentro del baño de La Perla del Once, no estaba soñando con naufragar y subirse a una balsa. Él veía la fabrica que se cerraba.