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La cárcel del fin del mundo - Juan Diego Incardona

Juan Diego Incardona (Buenos Aires, 1971) ha sabido moverse con soltura por muy diferentes espacios. Con los relatos de Villa Celina (2008; Interzona, 2013) y más tarde con los de El campito (2009; Interzona, 2013) y Rock barrial (2010; Interzona, 2017) su nombre comenzó a resonar por las latitudes peronistas de La Matanza y sus prácticas obreras, por las esquinas de los barrios donde laten las guitarras de Viejas locas y agoniza la celebridad infame de Pity Álvarez. “Uno se para donde nació [Escribe en “Los rabiosos”]. Ahí está el punto de origen del observador (…). Por más que lo escondan, eso queda pegado. En nuestro caso todo empieza siempre en la Provincia, en el fondo del sudoeste, donde La Matanza se llama González Catán”.

Incardona, caminador incansable de las calles bonaerenses como artesano y vendedor ambulante durante trece años –experiencia que reverberan sus Objetos maravillosos (2007)– se adentró también, a paso de descubridor, en el ciberespacio. Dirigió El interpretador, una de las primeras revistas literarias digitales del país, en la que grabó a partir del 2005 muchas de las aguafuertes que incluiría luego en Villa Celina.

Con La cárcel del fin del mundo (Interzona, 2019), su nuevo libro de relatos, el autor se desplaza a un territorio y a un tiempo que, altisonancias de lado, podrían pensarse como universales. En el prólogo al libro, “Canción para muertos”, como un moderno doctor Frankestein Incardona hace uso de “una materia perfecta por donde se la mire, producto toda ella de una combinación magistral capaz de lograr lo nuevo a través de la mezcla de elementos preexistentes y antagónicos”. La vida literaria que ha creado, revisitación y reescritura de una “biblioteca heterogénea”, resulta un libro “monstruo”. Por sus entrañas, en efecto, deambula un puñado de fantasmas, muertos, criminales, marginales y paranoicos.

Si bien “Ejército del norte” y “La diligencia” parecen anclarse en un espacio nacional y decimonónico, los muertos fantasmales y las confusiones entre sueño y vigilia disuelven –o al menos problematizan– las coordenadas que pretenden fijar la trama en los tiempos de San Martin, Belgrano y Lavalle. En “La cárcel del fin del mundo” (que el autor retoma de su Melancolía I, de 2015) un narrador testigo retrata a su compañero en el penal de Ushuaia, Cayetano Santos Godino, el Petiso Orejudo, uno de los asesinos argentinos más afamados de comienzos del siglo XX. Sin intenciones de indagar en las raíces o motivaciones psicológicas o sociológicas de sus crímenes, Incardona hace de la radical ambigüedad e ininteligibilidad de los actos del Petiso la materia literaria de su relato. La cirugía lombrosiana a la que es sometido –achatarle las orejas, “probablemente, allí radicaba la causa de su maldad”– denuncia la criminalización del físico no convencional, práctica positivista que marginaliza la diferencia para tranquilidad del cuerpo social (argentino, italiano, europeo, occidental). En “Agujeros de agua”, Julio Lucián vive encerrado en su departamento a la espera de un tratamiento que cure su (imaginaria) enfermedad. Expectante, su mente se transforma en una máquina de sobreinterpretación: todo signo comunica algo sobre su condición. Es el modo en el que Incardona ingresa al espacio subjetivo de la paranoia.

El libro concluye con dos paratextos. Un posfacio (“Pesadillas de la comunidad”), en el que el escritor recorre, desde algunas nociones de Tzvetan Todorov, diferentes tipos de monstruos, tanto cinematográficos como literarios. Y un apéndice, en el que se transcriben titulares de la década de los ochenta de Crónica y Diario Popular, que informan (es un decir) las amenazas y los actos vandálicos que sufre Villa Celina a manos del “Hombre Gato”, criminal que se mueve entre las sombras, de mirada rojiza y altura gigantesca –afirman los testigos algo literariamente–, de agilidad felina a la hora de trepar árboles, escalar muros de propiedad privada y deslizarse por techos.

Ya en su primer libro Incardona le dedica una de las aguafuertes a este monstruo local (al que el joven narrador contempla con románticos ojos proletarios), que ahora termina siendo exhibido en esta galería universal de freaks, criminales y soñadores soñados que es La cárcel del fin del mundo. La sensación atávica por antonomasia de la humanidad, escribió Lovecraft, es el miedo a lo desconocido; cada sociedad tendrá sus demonios que exorcizar –sus Jacks destripadores, sus Petisos Orejudos–; o mejor, sus pesadillas que analizar. Porque todo monstruo, antes que desconocido, resulta ominoso: nos enseña, como Frankestein a su creador, la más abyecta de nuestras máscaras.