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Me arriesgo y empiezo con una sentencia: los libros más importantes en nuestra vida de lectores no son los que más nos gustan sino los que ponen de manifiesto que no somos lo que creemos que somos, son los que sacuden nuestra sensibilidad y ponen en tensión nuestra manera de leer y de entender la literatura. Esta sentencia no es mía. Es, claro, de los libros que han puesto de manifiesto que no soy lo que creía que soy.
Lo primero que leí de M. John Harrison fueron los cuentos de Preparativos de viaje en la edición de Interzona, en la excelente colección Línea C que dirigía Marcelo Cohen. En un principio fue una lectura fatigosa, reiniciada, difícil. Entraba y salía del libro sin saber si me gustaba o no, si quería estar ahí, si era capaz de aceptar lo que cada uno de esos cuentos me proponía. Porque, ¿eran cuentos? Textos tan extraños, bellos e inasibles como “El caballo de hierro y cómo conocerlo”, ¿podían llamarse cuentos? Y si eran cuentos, ¿había una manera de terminarlos sin que se retorcieran sobre sí mismos? Llegabas a la última página y de pronto estabas otra vez en la mitad, leyendo como si no hubieses leído, porque efectivamente no habías leído eso que estabas leyendo. Era como estar hechizado. De alguna manera, en perspectiva, ahora puedo asociarlo a cuando vi por primera vez El silencio, de Ingmar Bergman, en un cineclub de Córdoba. Era el final de un día largo y no podía evitar distraerme, cabecear, sentir que la ansiedad de mis veinte años se revelaba y quería salir de ahí, de esa temporalidad tóxica en la que no podía hacer pie. Pero me quedé, como me quedé en la lectura de Harrison. Y hoy tanto la película de Bergman como el libro de Harrison me persiguen, me asaltan, me impiden caer definitivamente en las trampas de la cotidianeidad: son como talismanes o tatuajes inconclusos que nunca dejan de significar.
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Desde que empezó a publicar en la década del sesenta en la revista New Worlds, M. John Harrison siempre ha estado asociado a los géneros populares. La ciencia ficción, la fantasía épica, el terror e incluso el noir son puertas de entrada a muchas de sus obras. Pero sería un error creer que lo que vamos a encontrar se adscribe a uno de esos géneros de manera cordial, y que al leer sus historias vamos a movernos en el territorio seguro que nuestras lecturas han mapeado.
En la saga de Viriconium, por ejemplo, con las novelas La ciudad pastel (1971), Tormenta de alas (1980) y En Viriconium (1982), y los cuentos de Noches de Viriconium (1985), Harrison trama un mundo medieval y fantástico post tecnológico en el que una civilización en decadencia lucha por no desaparecer. Pero si en La ciudad pastel nos encontramos con una aventura épica cercana a la tradición, aunque siempre distorsionada por la visionaria y corrosiva prosa de Harrison, en los libros que continúan, la unidad del mundo se quiebra. Hay versiones y estratos de realidad, no todo lo que muere, muere, ni todo lo que sucede es condición de lo que sucederá. Libro a libro, de la lisérgica heroicidad de Tormenta de alas a la melancolía onírica de En Viriconium, Harrison invierte la física de su mundo: en la ciudad que da nombre a la saga, la materialidad de las calles y los palacios es frágil y volátil, y lo que la mantiene en pie es el fantasma de una obsesión que no pertenece a nadie. ¿Pero no son acaso así todas nuestras ciudades? Harrison construye un castillo de arena para que se deshaga en nuestras manos y el prodigio es que una vez deshecho, la enfermedad no se detiene: nos sentimos contaminados, listos para deshacernos con él.
De manera similar, con El curso del corazón (1992), quizás su mejor novela, nos adentramos en una historia de terror cósmico que homenajea y sigue las huellas de Arthur Machen. Y sin embargo, al mismo tiempo, es una novela que, página a página, con el peso de sus precisas y dinámicas descripciones y la poética evisceración de sus personajes, nos enfrenta a algo mucho más real que cualquier realismo literario de coyuntura. Con una lucidez que perturba, vemos cómo lo que llamamos experiencia se construye con la derrota constante de nuestra percepción y la inestabilidad de nuestras emociones. El peor de los terrores puede surgir de encontrarnos parados en medio de la cocina sin saber cómo hemos llegado hasta ahí, y por qué.
Así, la épica fantástica, el terror cósmico y la ciencia ficción, como ocurre en su última trilogía compuesta por Luz (2002), Nova Swing (2006) y Empty Space (2012), le sirven a Harrison para poner en jaque no ya las versiones del mundo bajo las que nos amparamos, sino los ritos con que construimos esas versiones. Es, de alguna manera, lo que proponen los autores del New Weird anglosajón, entre los que él se cuenta, pero creo que Harrison va mucho más allá. El extrañamiento de sus obras no solo cuestiona nuestros deseos sino también la forma en que nos relacionamos con ellos.
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En el cuento que nombro más arriba, Harrison escribe: “El significado es un acto”. Creo que ahí hay una clave estética y política para leer sus obras y acercarnos al secreto de su potencia. El corazón de la literatura de Harrison es el acto de la escritura, el significado nunca se cierra sobre sí mismo. Cuando lo leemos, somos contemporáneos de ese acto, y esa experiencia siempre es distinta a lo que imaginamos que sería. En “El don”, otro de los cuentos de Preparativos de viaje, escribe: “Toda historia es una copa tan vacía que se puede beber de ella sin cesar”. Ahí estamos. Y mientras tanto, tratamos de saber qué hacemos en el medio de la cocina, cómo es que llegamos hasta ahí, y por qué.