¿Qué puede significar la inteligencia de las flores? Sopesando el título original (omitido en los créditos: L’intelligence des fleurs, 1922), el texto abre a los dos sentidos del genitivo francés. Designa la “idea fija” floral de rebelarse, ascender, quebrar el estático destino vegetal y penetrar el mundo animado. Y aborda la obligatoria premisa de todo humano que ambiciona saborear lo vivo: captarlo (entenderlo: intelligere) en su dinámica específica.
Mauricio Maeterlinck “entiende” las flores como un occidental típico: observa, guiado por razonamiento lógico, desplegando precisión de botánico. El belga detalla la variedad de ingeniosos sistemas de protección de las plantas que nos rodean, muchas de ellas tan corrientes que ni las miramos. Observa el esfuerzo de diseminación, propulsión y aviación del cardo, el tilo o el euforbio, evadidos de la sombra paterna para saciar su apetito de espacio. Señala la astucia de la alfalfa y el trébol, tenaces al perseguir su propósito vital de crecer. Evalúa los errores, tanteos, gratas experiencias y pequeños desengaños de organismos vegetales que, en muchos casos, sólo subsisten si desbordan perspicacia. Maeterlinck narra una naturaleza en riesgo continuo de atenuarse, o de extinguirse. Pero agrega en cada caso la obstinación por desarrollar su ser interno y, en consecuencia, una descarada rebelión contra condiciones adversas de clima o topografía. Basta una grieta, tal moldura entre rocas, un asomo de sol en la niebla, el alivio de un rincón sin viento. El razonamiento de Maeterlinck es docto y apasionado. La odisea de la fecundación revela dificultades que no sospechábamos: una planta lo intenta todo en su afán por asegurar la sobrevivencia de su especie. Son historias de lechugas y ortigas, de espinos o tulipanes: todas enfatizan el modo potencial de lo vivo (aquí: lo vegetal) al manifestarse y exhibirse en un siempre efímero esplendor.
Se capta la limitación de una obra como esta (no carente del atractivo de lo celebratorio): la atenazan el humanocentrismo y su esquema hiperracionalista, propios de aquella época. Se esfuerza por humanizar el mundo vegetal. Se muestra imbuido de la creencia de que la naturaleza es inteligible sólo cuando la pensamos. Y supone que las plantas (habla tanto o más de plantas que de flores) se tornan inteligentes a fuerza de parecerse a nosotros. Las observaciones propias y sus fuentes de apoyo delatan una era marcada por la eclosión del imperativo yo racionalista, ese que Derrida llamaría “mitología blanca” occidental. Las flores de Maeterlinck se marchitan en una concepción estrecha de lo humano.
¿Cómo podría entonces una flor mantenerse inteligente y a la vez libre de la férula de la mente? Siendo percibida con una sabiduría desde los sentidos, como esa que permite sostener a Michel Serres que “el cuerpo sabe”. Yendo más lejos, hacia la eclosión de lo humano en lo cósmico, son libres los pétalos cuando se desprenden del pedúnculo y se lanzan a volar. Llenos de vida, sin dejar de avizorar el final de su ciclo. Según la sabiduría oriental, epitomizada por el Zen, las flores son espejo del tiempo que pasa, testimonio de una existencia sin substancia. Tal podría ser el ápice de su silenciosa inteligencia.
Maurice Maeterlinck, La inteligencia de las flores, Interzona, 2015, 96 págs.