Antes de que la pandemia lo invadiera todo, la literatura argentina había sido sometida ya —a fuerza de oportunismo y fogoneo comercial— a la hegemonía de una tendencia donde gravitaban los textos densos, confesionales, melodramáticos. Se hablaba de ellos como de “libros sentidos”, “conmovedores”, “viscerales”; pero en verdad eran mayormente libros patéticos, que exhibían como justificación extorsiva la carne desgarrada de su motivación, fábulas morales en las cuales el personaje central se superponía casi siempre con la víctima mientras la ficción se concentraba penosamente en reforzar la denuncia desde la victimización. En un proceso que no sería osado describir como prolongación de la moda “etnográfica” impuesta unos años antes, y avalada por su notable impacto mediático, esa tendencia crecía parasitando la empatía con la indignación crispada del sentido común. Ofrecía, en fin, libros que provenían del oscuro sufrimiento de “una vida” y se dirigían a la luz de la literatura por el rústico sendero de la purga emotiva llamada “autoficción”.
Un panorama desolador. Pero aun en ese contexto aciago donde la literatura se ataba voluntaria, canallescamente al cuento de que “la realidad es la única verdad”, era todavía posible encontrarse cada tanto con alguna nueva rareza: es decir, con algún texto que —a contracorriente de la lógica oficial—, viniendo de la literatura, tenía la insolencia de dirigise a la vida. Uno de los últimos ejemplares de esa especie siempre en extinción es sin duda La noche politeísta de Luis Chitarroni, un extraordinario libro que se suma al anaquel de objetos maravillosos donde podrían estar esperándolo Leyenda de Jorge Bonino de Héctor Libertella, Figuración de Gabino Betinotti de Oscar Steimberg, El affair Skeffington de María Moreno, Crónica de sombras de Andrés Allegroni y Sobre Sánchez de Osvaldo Baigorria.
La colección —en Chitarroni, lo sabemos desde Siluetas (1992), la serie es siempre signo de ateísmo— de relatos que componen este pequeño libro es una red que tiende puentes colgantes tanto hacia el extraño universo de El carapálida (1997) como hacia el inclasificable espacio literario de Peripecias del no (2007). La noche politeísta ilumina el resto de las noches chitarronianas de una manera singular. En esta noche soñada, la luz se filtra por rendijas abiertas de los textos previos. “El síndrome de Pickwick”, por ejemplo, narra un ajuste de cuentas por el bullying prodigado en el sueño neurótico de El carapálida; “La noche politeísta”, como en una pesadilla borgeana donde toda presencia es materialización de algo perdido (un hrönir), Nicasio Urlihrt se hace Nurlihrt (y luego Nopucid) y el fantasma del narrador se descubre inmerso en un mundo cambiado que el argumento de la gentrificación del viejo barrio de Barracas no consigue explicar. “Not every ghost has died before he haunted”, la frase de Terence Tiller que grava tanto la lábil presencia del fantasma de “Lalo” Sabatani como la del nombre cambiado en Irene Aschero.
Pero es sin duda el sutil vaso comunicante por el que “Primer viaje a Soecia” y “La inocencia sin límites” se ligan el que expone la verdad íntima del libro: escribir es un volver sobre los propios pasos. Que esa vuelta no pueda ser nunca una vuelta literal y que, en efecto, a la larga propicie un retorno fallido, en el que, “como en todas las cosas de este mundo, intervienen el tiempo y la sombra cuando debemos, por cuenta propia, volver sobre nuestros pasos”, es lo que hace de la literatura una experiencia a la vez insistente y transformadora.
Por eso, en el universo Chitarroni, La noche politeísta —es decir, la literatura misma— es la noche de los pasajes: la posibilidad de lo imposible, el sueño. Proyectado en la distancia, y frente a aquellas dos novelescas anti-novelas, el libro pone en escena tanto la insistencia como el fallido que alimenta el cambio. O, como se declara en el prólogo, la contracción de aquello que se nos aparece como continuidad y aquello que se manifiesta bajo la apariencia de un error. Sosteniendo —como quería Fitzgerald— viva y despierta la contradicción, crea un espacio literario nuevo, una nueva dimensión desde la entrelínea: un sueño que no tiene fin pero que, siendo el mismo, se convierte en otro, un retorno que no teme reconocerse en el trastorno. Lo que insiste es la elegancia del estilo, el humor, la erudición, la inteligencia, la ironía. Es decir, lo que podría llamarse su inglesidad; la de Carlyle, la de De Quincey, claro está, pero —más que eso— la de Mark Twain, la de Oscar Wilde, la del joven Borges o la de Charlie Feiling. Lo que cambia son los temas, los climas, el carácter, la melancolía. Id est, su francesidad: la intriga de un misterio familiar, el milagro infame de la infancia, la sombra frondosa de una ciudad perdida o la agria épica del amor frustrado.
En La noche politeísta los dioses tutelares constituyen una extraña aristocracia: son pocos y andan dispersos, distraídos —porque de esos gestos de dispersión y de distracción (casi escribo “de indolencia”) toman su carácter, a la vez esquivo y enigmático. Están ahí porque no los vemos. Se prestan deliberadamente a la confusión por la cual se se pone en tela de juicio a veces su existencia. Son, en fin, como esas esculturas con las que se tropezamos en la oscuridad. Todos sabemos que en realidad no existen; pero, ¡ay, cómo estorban!