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La nueva juventud - Pier Paolo Pasolini

Por Tomás Villegas

Publicado en 1975, año de su violento asesinato, La nueva juventud supone el último gesto –de reescritura y reinvención– de un artista polifacético, tan genial como controvertido: el cineasta, narrador, poeta y militante italiano Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 1992). El volumen reúne en verdad los poemas friulanos de La mejor juventud (1941-1953) y su reescritura adulta, Segunda forma de “La mejor juventud”. El libro propone así un acercamiento comparativo, la posibilidad de una mirada estrábica que entrevé, por un lado, los poemas del joven Pasolini –narcisista, nostálgico, encandilado por el terruño natal y la muerte abstracta– y la reescritura del poeta adulto, que, a sus cincuenta y tantos, revisa su joven poesía friulana con el férreo juicio del convencido –aunque proscripto– comunista.

A los veinte años, por cuenta propia, Pasolini publica Poesías en Casarsa (que confluirán luego en La mejor juventud) y condensa allí, desde temprano, los núcleos de sentido que no harán más que, a posteriori, engordar, violentarse. “Soy un lindo muchacho, / río todo el día, / te ruego, Jesús mío, / oh déjame morir. / Jesús, Jesús, Jesús”, se lee en “Las letanías del lindo muchacho”. Y en “Misterios”, una única certeza –la de la intensa juventud y la corrosión que traerá el tiempo– se perfila en el escueto locus amoenus de Casarsa: “De todas las cosas que sé / siento en el corazón solo una, / soy joven, vivo, abandonado, / con un cuerpo que se consume. / Quedo un momento sobre la hierba / de la orilla, entre los árboles desnudos, / después camino y voy bajo las nubes, / y vivo con mi juventud”.

La nostalgia que recubre la voz poética vela por la pérdida de un paraíso y de un vínculo intransferible con una dulce madre idealizada, en una existencia acotada a un primer y único edén: el pueblo rural en el que suenan “Las campanas del Gloria”: “Suena el Gloria. / A mi madre le bate el corazón / como a una niña, y afuera / el sol calienta como / hace cincuenta años / que solo existía / Casarsa en todo el mundo”. Y al final del primer libro, más acá de la experiencia madura, la voz poética canta una elegía, un distanciamiento, de aquella juventud, de aquella tierra, de aquella madre. Escribe Pasolini en “Canción”: “ya no tengo lágrimas al recordar / aquellos campos vivos, / cuando una pasión más viva los seca. / Eres el último suspiro en una lengua / caída otra vez en corazones olvidados”.

Lengua arrebatada en los corazones olvidados, que configura el idioma de los “muchachos de noche” y que, en el plano autoral, estriba en el friulano del norte de Italia. A saber: Pasolini concibió estos poemas en aquel idioma-dialecto aunque luego se ocupó, él mismo, de traducirlos. Guillermo Piro hizo de las suyas al traducir el italiano del autor aunque aventurando una ortografía cara al friulano: economizando signos de puntuación allí donde el propio Pasolini, conjetura Piro, los habría agregado para adecuarlos al italiano estándar.

En Segunda forma de “La mejor juventud”, Pasolini retoma los poemas para reescribirlos al calor de la madurez marxista. Si bien a causa de su condición sexual el partido comunista lo expulsa de sus filas, el artista no abandona jamás este campo de pensamiento. Una visión crítica de la sociedad, atravesada por el tamiz de la economía, del valor de cambio, asola al poeta; la pobreza de una cosmovisión que circunscribe la experiencia al filtro del Capital, esclerotiza las relaciones, las prácticas, el tejido social en sí. Aquí, parte de la reescritura de “Las letanías del bello muchacho”: “Vi al mundo / volverse viejo a mi alrededor, / y yo sigo joven. (...) / Yo no soy viejo / es viejo el mundo / que no muriendo deja / a quien vive sin fondo / Jesús, Jesús, Jesús”.

Enmarañado en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y del fascismo, del Progreso y de la cultura del consumo, Pasolini, convencido de que el tren de la Historia deshumaniza con su velocidad, asume, antes que un retroceso, una vuelta a cierto origen mítico; una vuelta con “el puño cerrado”, una lucha por los “bienes necesarios”. Se lee en “Significado del lamento”: “Lloran un mundo muerto. / Pero yo no estoy muerto, que lloro. / Si queremos seguir adelante hace falta que lloremos / el tiempo que ya no puede volver, que digamos que no / a esta realidad que nos ha encerrado / en su prisión...”. No es la juventud, ni la voz del poeta lo que envejece, sino el mundo, asfixiado por el comercio sin corazón.

Atravesado por la belleza, la justicia social, el edén imaginario y su nostalgia, el poeta anhela un Mesías sudoroso por la jornada laboral; un Mesías que irradie con su Palabra el estima de la conciencia de clase. Que traiga consigo los verdaderos deseos, ajenos al ansia de consumo burgués, que transformarán al Hombre en un ser íntegro, cabal. “Carezco del coraje de tener sueños: / el azul y la grasa del mameluco, no hay más en mi corazón de obrero (...) / Era un muchacho que tenía sueños, / un muchacho azul como el mameluco. / Vendrá el verdadero Cristo, obrero, / a enseñarte a tener sueños verdaderos”. Fariseos, fascistas, burgueses leen el Libro; se afanan a su cubierta, a su floritura paratextual, marca de lo avejentado, lo maldito, lo superficial; olvidan la Palabra, vital, salvadora; la Palabra joven, necesaria, curtida por el amor y la santidad humana, que condensa el valor del pueblo, del deseo, de la madre y que, como aclara Pasolini en “Romancerillo”, significa lo mismo tanto al principio del mundo como al final de la vida.