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La risa en la literatura: el que escribe último escribe mejor

¿Cómo se han reído Hobbes, Stendhal, Bergson y Barba?, se pregunta Gonzalo León en esta nota. ¿Qué hechos provocan la risa y por qué? Una serie de ideas se han esnsayado a lo largo de la literatura para explicar ese fenómeno: chiste, accidente, imprevisto, la mueca extraña capaz de hundir al humillado y salvar al triste.

Por Gonzalo León.

 

Matías Battistón en el prólogo de La risa, de Stendhal, editado por Interzona, cuenta que cuando el escritor francés llega en 1806 a París lo hace con dos objetivos muy claros: “Convertirse en un seductor de mujeres” y ser un autor de comedias, “sucesor de Molière”. Es curioso que se haya propuesto estos dos objetivos porque, como señala Andrés Barba en La risa caníbal: humor, pensamiento cínico y poder, editado por Fiordo, risa y erotismo se anulan entre sí; allí donde surge la risa no puede nacer el erotismo. En el ensayo dedicado a la película Garganta profunda, de Gerard Damiano, Barba establece que, pese a las intenciones de su director, este filme terminó siendo una comedia, ya que desde un inicio se plantean los códigos del género, cuando la protagonista le comenta a una amiga que no puede sentir placer sexual y la amiga le recomienda ir al médico; en la consulta el médico le explica que no siente placer porque tiene el clítoris en la garganta. “La primera respuesta a la condición de freak por parte de la protagonista”, escribe Barba, “es teatreramente desgraciada: ‘¿Cómo se sentiría usted si le dijeran que tiene los huevos en las orejas?’”. Más adelante remata con la siguiente conclusión: “Si tenemos algo que activa constantemente nuestra conciencia social (la risa) es casi imposible que se active nuestra conciencia de lo privado (lo pornográfico)”. Aquí habría que señalar que lo pornográfico es extensión del erotismo.

¿Pero cómo es que un escritor como Stendhal, adicto a las definiciones, no estaba enterado de esto? Antes de su llegada a París escribía: “He adoptado desde hace algún tiempo una manera de avanzar mis principios que me aleja de la invención”. Según Battistón, por esa época las “aspiraciones analíticas” de Stendhal surgen “cuando se topa con la obra de Thomas Hobbes y descubre su breve pero influyente teoría sobre la risa”. Cuando Hobbes se refiere a la risa, que Stendhal cita en su ensayo inconcluso, lo hace en estos términos: “Esta convulsión física, que conoce todo el mundo, es producida por la visión imprevista de nuestra superioridad sobre el otro”. Es decir que uno se ríe de quien cree que es inferior, no se ríe de un superior, por ejemplo del rey, para ponerlo en términos epocales. Stendhal entonces desarrolla la idea de Hobbes y plantea dos condiciones para que surja la risa: la claridad y el imprevisto. Pero también establece la diferencia entre el chiste y presenciar un hecho que nos haga reír: por ejemplo si nos cuentan que un señor se cayó en el barro es muy distinto a presenciar el hecho. En un caso no nos causa gracia, en el otro sí. Quizá porque, como dice Stendhal, “el relato nos ayuda a abstraernos de aquello que nos habría hecho apenarnos de la desgracia de quien nos reímos”. En otras palabras, la desgracia ajena puede convertirse en nuestra desgracia, y eso anula la risa.

Hubo otras circunstancias que rigieron esta convulsión física. En la época en que hubo regímenes monárquicos estaba “motivada por lo inapropiado”. En la corte de Luis XV había tantos protocolos, tantas convenciones, que a la primera ocasión brotaba, por eso fue un tiempo muy proclive a la risa. En un punto –Stendhal escribe esto después de la Revolución Francesa, con el recuerdo de Napoleón muy fresco– se pregunta si Francia no será la patria de la risa e Italia de las bellas artes: “Esta nación parece hecha a propósito para reírse, a diferencia de la italiana, nación apasionada que siempre se deja llevar por el odio o por el amor, y que tiene cosas más importantes que hacer que reírse”. Un hombre apasionado, dice después, no tiene esta convulsión física y la vanidad viene de ahí. “Para reírse”, concluye, “hace falta no pensar demasiado”.

Al igual que Stendhal, en el prólogo de su libro, Andrés Barba observa que Hobbes elaboró la primera teoría “de esa sensación de superioridad en su Leviatán: ‘Un hombre del que se ríe es un hombre sobre el que se triunfa’”. Pero también menciona a Henri Bergson, quien después de dos siglos desarrolló una segunda teoría, con un libro que se tituló igual que el de Stendhal, salvo por el epígrafe: Ensayo sobre el significado de la comicidad, que fue editado en Argentina por Godot. Más que una teoría, en todo caso, lo que pretende Bergson es “un conocimiento práctico e íntimo, como el que nace de una larga camaradería”. Para él, la risa viene de la vida y está emparentada con el arte, en otras palabras es intrínsecamente humana. Uno no se ríe de un sombrero, sino de cómo lo usa alguien. Y advierte que el ser humano es “un animal que sabe reír”, y eso nos diferencia del resto de los animales. Hay un momento en que hace una observación muy similar a la de Barba en relación a la conciencia privada, esto es que “el mayor enemigo de la risa es la emoción”, porque ésta frena la risa. En el fondo ésta es parte de la inteligencia y por eso “la comicidad exige pues, para surtir todo su efecto, algo así como una anestesia momentánea del corazón”. Otra diferencia con la emoción es que la risa necesita de los otros, de un eco, es lo que Barba llama la conciencia social.

¿Pero qué hechos causan la risa? Para Bergson, hay una comicidad accidental, fruto de los accidentes, como caerse en la calle, pero hay otra comicidad que tiene que ver con cierta característica de la persona, y es aquí donde aparece la figura del distraído, que ha dado mucho a la comedia. Un distraído se presta para los accidentes. Ejemplos de esto son Don Quijote y Bouvard y Pécuchet. Estas figuras –que también uno ha visto mucho en el teatro por ejemplo– son “cándidos soñadores a los que la vida acecha con malicia”, pero además la distracción de estos personajes o figuras es sistemática y está organizada en torno a “una idea central; que sus desventuras están vinculadas también, vinculadas por la inexorable lógica que la realidad aplica para corregir al sueño”. Otro hecho que nos causa risa es la fisonomía, la fealdad llevada a la deformidad. “Al atenuar la deformidad risible”, explica Bergson, “deberíamos obtener la fealdad cómica”, que no es otra cosa que una expresión risible; de hecho, el rostro nos puede hacer imaginar cómo es la movilidad habitual de su fisonomía y mucho más: “Una expresión cómica del rostro es la que no promete nada más de lo que da. Es una mueca única y definitiva. Se diría que toda la vida moral de la persona ha cristalizado en ese sistema”. De ahí la comicidad de la caricatura y del éxito de los caricaturistas de la prensa.

Si la caricatura es una de las claves para la risa también lo es el chiste, que Barba analiza en un capítulo en particular. El chiste por lo general siempre ha sido menospreciado, se lo ha puesto dentro de la cultura popular, de lado del humorista, del lugar común, pero el autor español ya desde el título –‘Sobre el chiste como una de las bellas artes’– avisa cuál es su visión. Para él, el chiste y el enamoramiento “nacen en la anticipación y se concentran en ella, en el anuncio de que algo está a punto de producirse”. La forma retórica para conseguir eso es Te voy a contar con un chiste, algo muy parecido a Había una vezde algunos cuentos infantiles. Y en el momento en que el otro escucha esa forma se predispone a reír. Para el filósofo Theodor Lipps, “el chiste dice lo que tiene que decir no siempre con pocas palabras pero sí con menos de las necesarias, o lo que es lo mismo, con unas palabras que conforme a la lógica estricta o a la manera de pensar más común, no son suficientes”. Tomando esta afirmación, Barba considera que la narración del chiste “se parece a la del enigma y la técnica utilizada es la del encubrimiento”. Si bien podría parecerse a la forma de un cuento –en el sentido de encubrir–, la risa que provoca no es capaz de darnos un “nuevo y diferente conocimiento de mundo”, es decir que no es corrosiva, sino más bien el único fin del chiste. La forma es anécdota al modo que señala Ezequiel Alemian, “síntesis máxima de una narración”, y también leyenda, porque es muy importante que sea anónimo, que nadie sepa quién lo inventó, para que cuando sea contado parezca testimonio. Por otro lado, el chiste tiene un poder liberador “de las trabas de la conciencia”, de este modo “el sueño y el chiste permiten que nos reencontremos con fuentes de placer que habían quedado sepultadas”.

En nuestra vida cotidiana solemos contar y escuchar chistes y observar las caricaturas que aparecen en los periódicos, pero rara vez nos preguntamos por la risa, quizá nos parece poco seria, pero si Hobbes, Stendhal y Bergson reflexionaron sobre ella, habría que tomarla con la seriedad que corresponde. Sin embargo, como plantea Barba en el prólogo de su libro, hoy tampoco hay esta seriedad, lo que hay en relación a esta convulsión es una preocupación social de lo políticamente correcto: “Todas las campañas globales en contra de la legitimidad del humor como instrumento dialéctico, político o filosófico se hacen esgrimiendo como bandera ‘argumentos’ totalmente puritanos, biempensantes y razonables: el respeto a los más débiles, a los desprotegidos, la abolición de los prejuicios, el derecho a la elección de la religión propia, la lucha contra el racismo, la homofobia…”.  No obstante, habría que preguntarse no sólo si –como se pregunta Barba– somos verdaderamente mejores ahora que tememos reír, sino si esta emoción tiene lugar en la sociedad actual, o si, por el contrario, habitamos un mundo construido sobre el miedo al terrorismo, al neoliberalismo, a la guerra, al cambio climático, a Donald Trump. Y el miedo en tanto emoción desarticula la risa, la hace imposible o la vuelve, en el mejor de los casos, sólo una mueca.

 

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