Por Rogelio Ramos Signes
Guillermo Enrique Hudson (foto) fue un “ornitólogo argentino” (pragmático, empírico), nacido en Quilmes, provincia de Buenos Aires, en 1841. A los 33 años se radicó en Londres. Una década después, estragado por la nostalgia (y siempre cubierto por un viejo poncho que nunca lo abandonó) se convirtió en un “escritor británico”, y escribió y publicó en inglés, como no podía ser de otra manera viviendo en Inglaterra. Su tema principal fue la Argentina, su geografía, sus campesinos, la pampa y, por supuesto, los pájaros.
Entre sus libros (Allá lejos y hace tiempo tal vez sea el más conocido) hay algunos cercanos a la literatura de ficción. La “nouvelle” Marta Riquelme está incluida en el tomo de relatos El Ombú. Ese texto, de 1902, es una elucubración de Hudson (por entonces ya era William Henry Hudson y había sustituido el caballo por la bicicleta) sobre la leyenda norteña del kakuy, a la que bajo el nombre de cacuí ya le había cantado bellamente Rafael Obligado en 1894. Hudson da otra vuelta de tuerca a la archiconocida historia del pájaro del lastimero canto. En su versión, Marta Riquelme, una jovencita de 15 años, bellísima, “de pura sangre española”, que vive en Yavi (Yaví, en el texto de Hudson) en la provincia de Jujuy, debe soportar una serie de desgracias que terminan destruyéndola anímica y físicamente.
Expresado en pocas palabras, el drama de Marta es más o menos el siguiente: se casa con Cosme Luna (un ocioso, un jugador, “un ente vil con todos los vicios imaginables”, un “infame calavera”) que es reclutado por el ejército y llevado a San Luis. Al quedar huérfana, Marta va tras él a buscarlo con su pequeño hijito. La carreta en la que viaja es atacada por un malón; ella es tomada cautiva y le quitan a su niño para siempre. Un indio poderoso (que la azota y que la encadena a un árbol) la compra, la convierte en su esposa y procrea en ella tres hijos más. En complicidad con otra cautiva y con otro indio, ella escapa de la toldería con su hijo menor; pero el niño es ahogado por el propio aborigen que la ayuda a huir. De regreso a Yavi es ayudada por una familia. Su marido (que ha vuelto del ejército) no la reconoce y la abandona. Ella huye al campo y vive en estado salvaje, en un escondite en medio del monte. El dolor por la pérdida de sus hijos, sumado al desprecio de su marido, y Dios mismo que parece haberla olvidado (exclamaba en voz alta que Dios la había perseguido injustamente, recuerda el narrador), la han transformado en un ser monstruoso que se esconde de la gente y que grazna tétricamente como un pájaro. Marta Riquelme se ha convertido en kakuy (en kakué, dice Hudson, quien además se las ingenia para informarnos que Jujuy es el mismo vocablo kakué, deformado por el tiempo y por la pronunciación incorrecta).
La historia está narrada por el cura Sepúlveda, un sacerdote cordobés confinado en ese pueblito jujeño; un hombre que no quiere a los coyas y que detesta sus creencias, que sufre porque ama a la adolescente Marta Riquelme (de rostro angelical y ojos color violeta), pero que sufre aún más al verla convertida en una leyenda que aborrece. Hudson, el ornitólogo pragmático y empírico, ya es fácil deducirlo a esta altura del relato, nos ha hablado de pájaros una vez más.
Inexistente Marta
Varias décadas después, en los años 40 del siglo XX, Ezequiel Martínez Estrada (nacido en San José de la Esquina, provincia de Santa Fe, en 1895) escribe su propia Marta Riquelme; o mejor dicho, escribe el prólogo a la autobiografía inexistente de una inexistente joven. Y aunque esto parezca complejo, en verdad no lo es tanto. Esta nueva nouvelle es simplemente el juego intelectual de un gran escritor. Pero ¿por qué decidió llamarla también Marta Riquelme?
Se sabe que Martínez Estrada admiraba a Hudson (le había dedicado un libro, publicado en México, más algunos prólogos y numerosas alusiones; lo había llegado a comparar con Tolstoi, con Goethe, hasta con Homero y más aún: “Nuestras cosas no han tenido poeta, pintor ni intérprete semejante a Hudson, ni lo tendrán nunca –llega a escribir-. Hernández es una parcela de ese cosmorama de la vida argentina que Hudson cantó, describió y comentó”. Pero a la hora de reconocer esta deuda, que yo sepa, trató de minimizarla. “El nombre me era conocido y hasta familiar, no recuerdo por qué lecturas” dice, y con eso es suficiente para que nos enteremos de que el nombre de la protagonista ejercía sobre él una fascinación que no pudo vencer.
La Marta Riquelme de Martínez Estrada es una jovencita que escribe sus memorias entre los 12 y los 20 años. Las 1.786 páginas manuscritas y desprolijas que caen en poder de nuestro escritor, para que las prologue y las lleve a la imprenta, nos dejan entrever a una niña que tanto puede ser un demonio o la quintaesencia de la bondad; un raro antecedente de la Alejandra, de Ernesto Sabato, en Sobre héroes y tumbas.
Expresado también en pocas palabras, el relato transcurre en una casona de tres pisos (“que es una tragedia” donde viven 120 parientes) y de tres patios, presidida por un magnolio gigante que, al igual que el ombú de Hudson, parece tener “personalidad humana”. La historia, más o menos, podría sintetizarse de esta manera: Marta Riquelme tiene dos hermanas. Seduce a (o es seducida por) los novios de éstas. Seduce a su tío Antonio (o es seducida por él, o ambas cosas, o nada de esto). Incita (o no) a su hermana Margarita para que se suicide (quien en verdad se mata ahorcándose del magnolio). Festeja con todos sus parientes sólo una fecha al año: el 20 de febrero (aniversario del casamiento de su bisabuelo, iniciador de la estirpe) y odia a sus parientes todos los otros días del año. Escribe sus memorias (no cronológicamente, pero sí con la facilidad con que mueve sus alas “el Ave del Paraíso”). Finalmente abandona la casa interminable del pueblo de Bolívar y va a encontrarse con su tío materno, que ha sido expulsado de la familia. “Mi misión sería consolarlo en lo que pudiera con mis escasas fuerzas y mediante la ayuda de Dios”, escribe Marta.
Más cruces
Si ambas historias, la de Hudson y la de Martínez Estrada, no se tocan en punto alguno ¿por qué elegir el mismo nombre para personajes tan disímiles? Incluso, para que no quedaran dudas en cuanto al homenaje, Martínez Estrada bautizó con el nombre Tierra Purpúrea a la editorial que debía publicar el libro Memorias de mi vida de su Marta Riquelme. Y Tierra Purpúrea, exactamente, también es el nombre de la primera novela de Hudson. ¿Hasta dónde trepó entonces, o descendió, ese juego cargado de sugerencias y de equívocos? ¿Por qué se nombra lo que se quiere, pero se calla todo lo demás? Martínez Estrada escribe Marta Riquelme tomando el nombre inventado por Hudson (como ya dijimos) aunque evitando toda referencia al respecto. Pero si todo nombre (todo bautismo) es un homenaje a alguien o a algo, aunque sea al propio nombre, las palabras huelgan.
La Marta Riquelme de Hudson, transida de dolor y convertida en pájaro, lanza sus gritos de espanto en la soledad del monte jujeño. La Marta Riquelme de Martínez Estrada, sin haber visto publicadas sus memorias, vive lo oscuro de sus días en algún partido bonaerense de difícil ubicación.
Sólo se trata de dos trozos de hilo que, por esas cosas caprichosas del azar, terminan cruzándose en la trama de una tela que tal vez nunca podamos descifrar.