1989. 1994. Años bisagra, primero y segundo menemato. De esos goznes históricos cuelga la trama de Las estrellas federales, una novela de aventuras que comparte con otros libros de Incardona “una geografía, un mismo narrador y varios personajes”. Para los seguidores de la saga de Villa Celina esta nueva entrega será un lugar cómodo y familiar. A los advenedizos se les escamotearán, tal vez, resonancias y conexiones. La novela, aunque funciona de manera autónoma, quiere ser leída como un eslabón más de esa cadena: “Este libro es una continuación, o más bien una ramificación […] de la novela El campito”.
Una novela de aventuras, entonces. Precisemos: el narrador, Juan Diego, un muchacho simpático cuya voz —sus modulaciones coloquiales y simplonas, su tono entre inseguro y bonachón— es bien conocida por los lectores de Incardona, nos cuenta lo que le sucede cuando se cruza con El Circo de las Mutaciones. El Circo es un espectáculo ambulante integrado por fenómenos de todo tipo: mujer con cola de lagartija, escarabajo gigante, caballos miniatura, guitarrista con infinitos dedos tentaculares. Se los cruza la primera vez, brevemente, en 1989, durante la invasión de unas flores que “cubrieron por completo la zona de Villa Celina con un rojo furioso”. La segunda en 1994, durante una tormenta de lluvia ácida que arrasa con Villa Celina: el grueso de la novela desarrolla la aventura que Juan Diego vive junto a los integrantes de El Circo, sobreviviendo a la lluvia ácida y luego formando parte de una fúnebre peregrinación que huye de la devastación para internarse en un territorio mitológico e intemporal (“tiempos pasados o tiempos futuros, de una tierra roja que alguna vez se llamó, o se llamaría, conurbano bonaerense”).
En el prólogo —un ensayo breve que Incardona dedica a la obra del propio Incardona— se nos sugiere una lectura de Las estrellas federales, y hasta se nos indica en qué tradición literaria insertar su lectura (Arlt, Marechal, Martínez Estrada). Funciona por eso como un manual de instrucciones: a esta novela prendela así, ponela acá, conectala con esto y con aquello. Didactismo tal vez excesivo: “En el universo de Villa Celina […] aparece el mundo del trabajo, el mundo del obrero […] las distintas peripecias están relacionadas con el desocupado”. Y más adelante: “En la literatura argentina, existen muchas obras que tematizan el trabajo, y también, como en el universo de Villa Celina, la pérdida de ese trabajo”.
El didactismo de ese prólogo nos propone que leamos Las estrellas federales como una alegoría. La revelación de la clave de lectura es directa: “también están los sobrevivientes que, al resistir la epidemia y el cierre de las fábricas, crean anticuerpos y se regeneran: se cortan un dedo y les vuelve a crecer. Se cortan la lengua y les vuelve a crecer”. Estamos ante una fábula sobre los 90 y el prólogo funciona como una moraleja anticipada que orienta las posibles lecturas. En la tradición de Esopo más que en la de Arlt, en Las estrellas federales más que personajes tendríamos abstracciones disfrazadas: el Hombre Regenerativo —“¡se corta un dedo, se corta una oreja, se corta la lengua y vuelve a crecerle!”— sería un trabajoso y arbitrario sinónimo de “la clase obrera mutilada durante los 90”.
¿Se podría leer la novela sin esta clave alegórica? Probablemente. Pero el libro mismo nos instruye para que la usemos. ¿Por qué esa necesidad? ¿Por qué escribir una alegoría y no una novela? El agotamiento de esa vana esperanza estética llamada “realismo” puede ser un buen motivo. Hasta hace no tanto tiempo (¿qué son cincuenta, cien años en la historia de la literatura occidental?) los escritores todavía pensaban que una novela podía representar la realidad. Para muchos ese tibio afán era una forma de justificar ese placer culpable llamado literatura: si voy a escribir, se decía a sí mismo el escritor para tranquilizarse, por lo menos que sea sobre la realidad. Por suerte en algún momento los literatos entendieron que las relaciones entre literatura y realidad eran bastante más complicadas de lo que parecía y el realismo entró en decadencia. Pero clausurada esa inofensiva, calamitosa ingenuidad, todavía quedaba, indemne y exacerbada, la culpa. ¿Cómo justificar ahora la dedicación a ese pasatiempo tan inútil? Ahí es donde llega la alegoría al rescate: aunque les parezca otra cosa, nos susurra el escritor al oído para tranquilizarnos, sigo hablando de la realidad.
Ese “deseo puritano de hacer de cada imaginación una fábula” que Borges señaló como el error estético que lastimó la escritura de Hawthorne, reaparece en los escritores que saben que el realismo ingenuo está agotado pero que sienten la urgencia de dejar constancia de que su literatura no está desconectada de la realidad —política, social, económica o algún otro etcétera—. Las estrellas federales parece un fruto ansioso de esa urgencia. Solamente a esa necesidad de mantener a raya la libertad desatada de la ficción (y la novela de Incardona no carece del todo de buena inventiva) pueden deberse líneas tan literariamente ineficaces como esta: “Solo me quedaba esperar que parara de llover, así podía volver a Villa Celina para reunirme con mi familia y, pasados los días, salir de nuevo por los barrios en busca de trabajo, de trabajos en negro, de trabajos a comisión”. O esta otra: “El sol quedaba eclipsado por completo, y entre las pesadillas de las visiones nocturnas, cuando un profundo sopor invadió a los obreros a mediados de la década del 90, a mí me sobrevino un temor, un escalofrío que estremeció mis huesos”.
Alegórica, aventurera, mitológica, Las estrellas federales (Interzona, 2016) será una felicidad para los lectores que ya vienen pateando con ganas las calles de Villa Celina desde otros libros de Incardona —Villa Celina (2008), Rock Barrial (2010)—. Nostálgica elegía sobre esa década que ahora los argentinos repetimos en forma de farsa funesta y cool, es un libro de aventuras que pide ser leído como novela política. Siendo que la “lectura política” es una de las lecturas por default de nuestro tiempo (la otra es la de “género”), su futuro es más que auspicioso. Y aunque todavía haya quien busca desesperadamente la novela que simbolice el menemismo o que metaforice el kirchnerismo, hay una exhortación borgeana que los escritores argentinos deberían, por las dudas, recordar: “Son mejores aquellas fantasías puras que no buscan justificación o moralidad y que parecen no tener otro fondo que un oscuro terror”.