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Leer toda una vida en una sola noche

Por Luis Chitarroni para Revista Ñ / Narrativa argentina. Plegarias, consejos, supersticiones, máximas, obsesiones y manías de un lector devenido personaje, en un libro curioso.

De acuerdo con el porcentaje de remordimiento que le despiertan escenas de beneplácito de un ayer inmediato (desde hoy, irrevocable), cada época elabora sus coartadas. Para esquivar el verdadero argumento de la obra, esta improvisó que la gente lee hoy más que nunca. No libros, claro, sino teclados, pantallas, parrillas térmicas brillantes y vibrantes.

El secreto entre los rusos de Matías Serra Bradford (Buenos Aires, 1969) viene a borrar eso. Se trata de entrar como Pierre Hadot y salir como Monsieur Hulot (ya que caminar es la otra decisión implícita en las conjugaciones de este libro). Y, ventaja adicional, la de vivir acompañado por el estilo y los géneros, que gustan de sobreponerse y abreviarse, contraerse en períodos y oraciones. El de la novela de aventuras: “Soñó que iba buscando a los niños protagonistas de Verne, los pasaba a buscar en una embarcación, pero eran ellos los que dictaban el rumbo.” El de la novela de espías: “Mantenía en su interior conversaciones lentas, espaciadas, enmarcadas y encapsuladas, con diversos libros que ya había leído o estaba leyendo, una serie de partidas simultáneas, contiguas, cada una única y en su cuarta dimensión”. El de la novela de caballería, por influjo de Lepanto: “S. se movía por la casa como un manco, siempre con un libro en la mano, hacía todo con la otra. El secreto que se inventaba era algunos de los libros que leía”.

El arte de transportar oraciones, de un extremo a otro, haciendo equilibrio sobre la superficie de una frágil –delgadísima– sintaxis. De eso se ha tratado siempre el arte de escribir. En un feudo de lecturas que parece reducirse a Benjamin, Foucault y Saramago, el arco de lectura que este libro traza sobre las presentes y precedentes es tan amplio que tiene la modestia de omitir correspondencias implícitas, leyendas áureas del santo lector sobrio. Autopurificación zeugmática, a lo Joyce, educado por jesuitas (“de liendres, de prejuicios, de ambiciones banales”). Ahí nos quedan, como paralelismos de heroísmo semejante, la desbocada fantasía y fuga en ficción que proyecta (y consuma) Gerardo Deniz en su monumental De marras –el químico y el escoliasta como protagonistas que interrogan y subyugan al poeta, el corrector de pruebas militante en el homenaje en clave neorrealista de George Steiner a Sebastiano Timpanaro en Pruebas y Tres parábolas y las vidas convertidas por compasión tipográfica en lecturas–, y el ejemplo por suerte inimitable de Gabriel Ferrater y Bobi Bazlen.

Como un libro más largo, como un libro enorme (lo es: esta es una certidumbre de su verdadera extensión), El secreto… acarrea la muerte del protagonista (por añadidura, del lector). Como en Heráclito, a veces El secreto… parece dirigirse “a aquellos cuyo polo es la noche”. Podría leerse como un catecismo del lector (plegarias, consejos, supersticiones, máximas, obsesiones y manías), refugio contenido –arbitrado– por la angustia y la suficiencia: “Un lector nunca cree que otro lector lea tanto como dice”. Que pasaría a ser, es decir, del que podría apoderarse, por arte de magia y religión, el próximo lector. Ustedes, yo. Creo que a nada mejor puede hoy un libro aspirar.

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