“Cuento con 45 años”, escribe Walter Lezcano, “y como todas las personas que llegan a este número de vueltas al sol tengo varias muertes encima”. Es una de las líneas introductorias de su nuevo libro, Freestyle o el fin del rock (publicado por Interzona), un ensayo que alguien tenía que escribir, tarde o temprano, sobre el movimiento tectónico con el cual el hip hop desterró al rock de la mente y de los oídos y de los teléfonos de los adolescentes argentinos.
Lezcano es un hijo de la cultura del rock. Recuerdo una foto suya de hace varios años en la que aparecía vistiendo orgullosamente una remera de Viejas Locas. Ahora una de las varias muertes de las que habla es la del rock.
Le pregunto entonces qué es lo que más vamos a extrañar.
—El descontrol analógico (que es distinto al caos desangelado que trajo internet) —me responde—, el inconformismo con el capitalismo extremo, la sensación real de épica, la búsqueda incansable de la singularidad, la necesidad impostergable de cambio, el desprecio por la nostalgia paralizante, la comprensión de que cada artista debe decidir qué hace con la tradición y qué hace con el presente, la importancia de la dignidad y la honestidad, lo vital que era “no venderse”, entre otras cosas.
Como dijo Joan Didion hace mucho tiempo: Goodbye to all that.
En 2017, Walter Lezcano publicó Nací en una generación, una antología de sus perfiles y entrevistas con algunos artistas. Me invitó a escribir el prólogo. Puse: “En la lectura, Lezcano, muy joven, encontró un espacio propio. En la escritura, una continuación”. Y eso incluía también la música, porque Walter Lezcano escribió mucho sobre rock (la novela Luces calientes y su reciente libro La belleza del ruido: Una aproximación al viaje de Suárez y Rosario Bléfari, entre otros) y evidentemente leyó sobre rock.
Pero Freestyle no es solo sobre rock o sobre hip hop; es también un libro sobre su autor.
Walter Lezcano creció y no quiere convertirse en uno de los “viejos vinagres”, pero inevitablemente se ha quedado afuera de esa cultura de batallas de rimas.
En este libro cuenta que en 2013 o en 2014, en una de las escuelas de Florencio Varela en las que trabajaba como profesor, le llamó la atención que en los recreos los adolescentes se reunían en grupos y hacían algo que él no llegaba a ver claramente. Le preguntó entonces a una preceptora qué estaba pasando. En Freestyle, ahora escribe:
La preceptora me contó que esos grupos estaban separados de esa
manera porque se juntaban a rapear.
Así de simple.
¿Cómo a rapear?, le pregunté.
Entendía las palabras por separado pero no las entendía todas
juntas.
—El hip hop vino a ocupar esa realidad ineludible (cultural, estética, generacional) que insiste por más que uno no le quiera prestar atención —me dice.— Por eso necesitaba mirarla de frente y comprenderla en toda su magnitud y complejidad. Para eso necesité escribir un libro sobre eso, que desde hace mucho tiempo es la única manera que tengo de pensar un tema: cuando lo puedo encontrar algunas palabras y ponerlas por escrito. Este es un ensayo en el sentido más literal, si se quiere, en el que pruebo con distintas ideas para darle sentido, legibilidad y orden a un caos, “la nueva anormalidad” que veía a mi alrededor.
—Como en aquel momento en el que descubriste la improvisación en un recreo en el colegio, en las aulas se ve lo que viene. ¿Qué es lo que estás viendo ahora? ¿Qué vendrá de acá a un tiempo?
—Me da la sensación que estamos en un momento que se resume en una frase de Antonio Gramsci: “El viejo mundo se muere y el nuevo está por llegar, y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Lo nuevo no está terminando de nacer y, me parece, nos encontramos en una suerte de limbo donde todo es desorientación absoluta. Pero solo es hasta que las cosas se asienten, y eso es un tiempo de espera que no sé cuántas personas quieren tolerar. En ese contexto, creo intuir, por lo que veo en las aulas, que el mayor desafío que tienen los y las jóvenes es tratar de encontrar y/o darle sentido a algo: una práctica, un vínculo, una vocación. Sentir que las cosas pueden durar y no es todo fugaz e intrascendente.
Sigue:
—Es decir: no es simplemente descubrir algo que les cope, sino que tienen que hacer un esfuerzo mayor que implique construirle un sentido a eso que hacen y le dedican tiempo. Porque la hegemonía económica de este momento histórico decidió la obsolescencia de toda práctica humana a largo plazo cuando ya lo había hecho con los objetos. Entonces, para un joven de hoy en día se hace muy cuesta arriba esa parte: ver que lo que sueña, imagina, hace, sirve y tiene sentido. La próxima revolución es hacer que algo dure, confiar en el proceso, asimilar la historia, restituir el sentido a las prácticas que nos hacen humanos: confiar, respetar, construir puentes de diálogo.
—¿Cuáles son los desafíos a la hora de escribir sobre música?
—Quizás el mayor desafío actual sea transmitir una emoción honesta y que no esté viciada del fanatismo ciego, la publicidad encubierta y la pleitesía indiscriminada. Y que ese texto que uno escribe pueda llegar a mostrar que la existencia sin ese artista estaría en falta. Que la música todavía importa a un nivel profundísimo más allá de toda la parafernalia vacía y destructiva de los festivales de música y la pasión egotista de Instagram y la falsedad descomunal que traen "los regresos" de las bandas que solo trafican con el horror empresarial.
El libro favorito de rap de Walter Lezcano es Generación Hip Hop de Jeff Chang. El último de música que disfrutó es Notas de paso, de Federico Monjeau. Dice que no es de rock pero es de esos libros que generan un efecto mágico porque te hace creer que podés ser inteligente y ver más allá de tu nariz y tus gustos.
—Y por último, ¿qué es lo que podemos agradecer de la llegada del hip hop o del freestyle?
—La quietud es otra forma de muerte. Por eso siempre es saludable que aparezca algo que te demuestra que hay muchas otras formas de alegría y de vivir la música distintas a la tuya. La disidencia, acercarla a tu existencia, agrega capas de sentido a la chatura gris de una vida cualquiera.
Dando vuelta la página…
“Este no un libro de viajes. No, al menos, en un sentido comercial”, anota Guillermo Saccomanno en Escrito en Patagonia, una antología de sus textos referidos a esas estepas, a esas montañas, a esos espejos de agua, a esos vientos, a esas gentes, a esas historias.
La Patagonia es un paisaje que lo marcó a los 20 años, lo marca ahora y lo seguirá marcando.
Por eso, para empezar, evoca sus días de conscripto en una guarnición militar en Junín de los Andes y las cartas que escribía para sus padres desde ahí. “Por entonces había decidido que, a pesar de la aspereza de esa vida y la soledad, convertiría esa experiencia en una iniciación literaria”, leo. Las cartas funcionaban como crónicas y, sin retórica, eran crudas y auténticas. Lo siguen siendo.
A lo largo de unas 20 crónicas, el reciente ganador del Premio Alfaguara de novela escribe sobre “la necesidad del registro en un país cuya memoria suele falsearse, cuando no es directamente arrasada”, y asegura que a casi 30 años de la publicación de estos textos, su vigencia perdura porque las muertes de Teresa Rodríguez, Carlos Fuentealba, Santiago Maldonado y Rafael Nahuel lo confirman.
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Javier