Luis Chitarroni
La noche politeísta
Buenos Aires, Interzona, 2020, 136 pp.
Una noche, en la ciudad de Buenos Aires, uno o dos espectáculos musicales breves, un puñado de cigarrillos y un escritor borracho leyendo permiten vislumbrar a alguien la posibilidad (el engaño habitual) de que, puesto que no pasa nada, todo pueda suceder; un traductor obsesionado con sus vecinos se sorprende cenando con ellos y siendo incapaz de diferenciar entre los hechos que tienen lugar en su vida y los que está traduciendo; una boda en el campo termina mal, como todas las bodas; un narcoléptico es asaltado por sus antiguos compañeros de colegio para que les rinda cuentas por haber escrito una novela que los tiene como personajes, “una composición escolar en disidencia, en disonancia con el curso de la memoria compartida”.
La novela es El carapá>lida (1997), pero eso es todo lo que vamos a saber del fondo del que surgen estos relatos de Luis Chitarroni (Buenos Aires, 1958); y su título ni siquiera es mencionado. Se trata de una falta de transparencia habitual en la obra de este escritor argentino, y que se presenta aún en mayor medida en su novela Peripecias del no (2007); en ella la narrativa avanza (en la medida en que lo hace) mediante la alternancia de los impulsos contradictorios de sustraer y de agregar; incluso, de repetir: hay omisiones, anagramas y nombres en clave, anécdotas emancipadas de sus protagonistas e inconclusiones; pero también redundancias, correcciones, resúmenes de textos que no podremos leer completos nunca, “una cantidad innecesaria, acaso superflua, de signos de puntuación que reflejan la indecisión o la alarma de quien escribe”. Peripecias del no puede no parecer una novela (aunque los personajes se repiten de pasaje en pasaje y hay algo parecido a un relato sin anécdota acerca de una revista llamada Ágrafa que regresa periódicamente) sino una colección de prosas, algunas poéticas, otras más deliberadamente narrativas, de formas diversas: índices, diálogos, bosquejos, resúmenes, citas, comienzos de cuentos y ensayos, una imitación de Henry James, descripción de cuadros, listas, un soneto, un diario de viaje, epigramas, parodias, ventriloquías literarias, una sextina, una biobibliografía; lo que importa es que todo está presidido por la dispersión y por la constatación de que no son la proverbial imposibilidad beckettiana de decir, o el agotamiento del tema, los que otorgan su forma al relato, sino la proliferación excesiva de acontecimientos a narrar, que impide hacerlo “hasta el final” y, de hecho, comenzar siquiera, así como un desdoblamiento entre las funciones de “autor” y “lector”, que en la obra de Chitarroni se solapan: al igual que en su colección de biografías breves de escritores imaginarios y reales Siluetas (1992), en Peripecias del no y en El carapá>lida, así como en los relatos de La noche politeísta, leemos a Luis Chitarroni leyendo a Luis Chitarroni, y nuestra suspensión de la incredulidad, si se produce, es el resultado paradójico de que el autor no la suspende nunca ante lo que está leyendo, a lo que se acerca, o más bien, de lo que se aleja, mediante la digresión, el emborronamiento, la criptografía, la socarronería.
“Ágrafa” es, por supuesto, Babel, la revista que Chitarroni creó en la década de 1990 junto a Daniel Guebel, Sergio Bizzio, Alan Pauls, Sergio Chejfec y Martín Caparrós, una “farándula sin crédito en la novela contemporánea” a la que el autor otorga nombres imposibles como “Hilarión Curtis”, “Nicasio Uhrlihrt”, “Elena Siesta”, “Federico Prosan”, “Lalo Sabatani” y “Delfín Heredia”. El carapá>lida es la historia de un puñado de niños que comparte el último año de la educación primaria en una escuela pública argentina en 1971; el relato se articula en torno a la fotografía de fin de curso, en la que falta un niño, el del título, que amaba el rock y era algo distante y fue atropellado un día cuando iba camino de la escuela. Algunos de los relatos de La noche politeísta fueron publicados en otros sitios antes de ser reunidos en este volumen, al que preside, según el autor, “la noción de error, el concepto de continuo”. No hay más claves, o, si las hay, ya han sido sustraídas por el autor mucho antes de que el lector comience a leer, pero es precisamente esa oscuridad (que resulta de la referencialidad de una literatura a la que se le ha sustraído el referente) la que convierte su lectura en una experiencia inusual, más relevante cuanto más se aleja de la prosa periodística que constituye el mínimo común denominador de la literatura contemporánea, incluso de la que, por una razón o por otra, es llamada “de calidad”.
Al menos desde finales de la década de 1980, el nombre de Luis Chitarroni ha estado vinculado con algunas de las noticias más estimulantes que provienen de la literatura argentina, desde sus ensayos Los escritores de los escritores (1997), Mil tazas de té (2008), Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges) (2019) y Pasado mañana (2020) hasta su trabajo como editor en Sudamericana y La Bestia Equilátera; pero Chitarroni siempre ha conseguido aparecer al margen de la fotografía, ligeramente borroso, como un fantasma o como la sombra terrible que preside la literatura de ese país, la explica y le da sentido. Las lecturas fragmentarias, las teorías inconclusas, la inscripción del doblez que subyace a todos los acontecimientos y a su interpretación, el entrecomillado que los personajes hacen con frecuencia, en ocasiones con un gesto penoso, y que se extiende a toda la narrativa son juegos frecuentes en la obra de Chitarroni, cuyo origen más evidente se encuentra en la de Jorge Luis Borges, pero puede hallarse, también, de forma implícita, en las derivas de Stephen Dedalus y de Leopold Bloom en Ulises, en las acumulaciones irónicas de David Markson y en las iconoclastias de Juan Rodolfo Wilcock, Vladimir Nabokov, William Gerhardie, Carlo Emilio Gadda, Arno Schmidt y Flann O’Brien, todos autores sobre los que Chitarroni ha escrito y/o ha publicado. Visitar países lejanos es una experiencia melancólica, se dice en dos de los cuentos de La noche politeísta. Pero visitar el de Chitarroni es extraordinariamente estimulante porque devuelve la convicción de que, como el carapálida de la novela homónima que, por no encontrarse en la fotografía escolar, por ser un fantasma, está en todas partes en ella, una literatura fantasmal puede recuperar el terreno perdido ante las fuerzas de la industria del entretenimiento; la certeza de que, dada la situación de alarma que vivimos, y pese a los esfuerzos ingentes de tantos editores, la literatura no terminará antes que el mundo que le sirve de referente. ~