1. La novela
“Que no era así, le pareció. No amarilla, como crema; más pegajosa que la crema. Pegajosa, pastosa. Se pega por la ropa, cruza la boca de los gabanes, pasa los borceguíes, pringa las medias. Entre los dedos, fría, se la siente después”. Así empieza Los pichiciegos de Rodolfo Fogwill, hablando de la nieve. Un joven soldado que acaba de llegar a las Malvinas, en plena guerra con Inglaterra, piensa en cómo se imaginaba la nieve desde su casa, en la tele —”blanca, liviana, bajando en línea recta hacia el suelo”—, y cómo la vea ahora, en vivo y en directo. Esa decepción, ese golpe de realismo crudo, se esparce por todo lo que ve como una mancha de tinta negra que cae en el agua. No es para menos: desde el Estado y los medios se hablaba con épica y triunfalismo de la guerra de Malvinas. Fogwill escribió en contrasentido: el encierro, la desidia, el miedo, la picardía.
Se dice que la novela fue escrita en menos de una semana, a fines del mes de junio, apenas unas semanas antes que la guerra de Malvinas termine con la rendición argentina el 14 de junio de 1982. Empezó a circular como borradores mimeografiados en el Hospital Albert Einstein de San Paulo. Se publicó por primera vez en 1983, con la democracia recién instalada, por el sello Ediciones De la Flor con el subtítulo “Visiones de una batalla subterránea”, en los noventa tuvo varias reediciones de Sudamericana y hoy se la consigue, al menos en Argentina, por Interzona. Es un texto experimental, diría Fogwill, donde intentó alumbrar sobre una zona oscura y atestada por la solemnidad de la guerra. Es un experimento literario porque fue compuesto desde la imaginación porque se escribió antes de cualquier testimonio de los combatientes. De ahí su autenticidad, su carácter genuino.
Antes de Los pichiciegos, Fogwill había publicado dos libros de poemas —El efecto de realidad (1979) y Las horas de citas (1980)— y uno de cuentos —Mis muertos punk (1980)—, por lo que aquel título era su incursión en la novela, género que finalmente se impondría a fuerza de originalidad en medio de su amplia obra. No interesó mucho al principio, ni al público ni a la crítica. Tardó unos años para que se valorice este material que hoy, con 37 años de vigencia, pueda decirse que posiblemente sea la novela que mejor explica, o al menos que mejor evidencia, una serie de sentidos que se despliegan a partir de esa cicatriz argentina: la guerra de Malvinas. Le agarró “un ataque de bronca y de cizaña contra los imbéciles” y se puso a escribir. Eso le dijo Fogwill a Juan Sasturain y en aquel programa de televisión Ver para leer.
2. La historia
En medio de la guerra de Malvinas, un grupo de soldados argentinos desertores se esconden en un túnel subterráneo mientras escuchan las bombas impactando alrededor. Son alrededor de 25. Y para no morirse de miedo o de hambre o de frío hablan. Se cuentan historias, se pelean, se hacen chistes, sobreviven. Un día, todos fumaban quietos y en silencio mientras las explosiones pasaban cerca, el Santiagueño dice “¡Con qué ganas me comería un pichiciego!” Todos empezaron a reírse. “¿Qué...? ¿Nunca comieron pichiciegos...?” Entonces empezó a contar. Un pichiciego es una mulita o un peludo, según el nombre de cada región. “El Pichi es un bicho que vive abajo de la tierra. Hace cuevas. Tiene cáscara dura -un caparazón- y no ve. Anda de noche. Vos lo agarrás, lo das vuelta, y nunca sabe enderezarse, se queda pataleando panza arriba. ¡Es rico, más rico que la vizcacha!”.
Luego la historia muta a eso que Horacio González, lector de esta obra, llamó “picaresca de guerra”. El bahiense, que conocía este animal por el nombre de “peludo”, cuenta que en su tierra se cazan con perros, pero a veces se meten en sus cuevas y clavan sus uñas dejando la cola afuera y por más que le agarres la cola y tires no lo podés sacar. “¿Sabés cómo se hace para sacarlo?”, pregunta. “Le agarrás la cola como si fuera una manija con los dedos, y le metés el dedo gordo en el culo. Entonces el animal se ablanda, encoge la uña, y lo sacás así de fácil”. “¡Mirá si vienen los británicos y te meten los dedos en el culo, Turco!”, dijo uno. La historia sigue así: “Algunos rieron, y otros, más preocupados por las bombas y por las vibraciones, seguían quietos, fumando, o sentados contra las paredes de arcilla blanda y la cabeza entre las piernas (...) Tenían hambre, abajo, en el oscuro”.
Los pichis, así se empezaron a llamar luego de la anécdota, no existen para el Ejército. Fueron dados por muertos. Son desertores. Deben esconderse de los ingleses como de los argentinos. Sueñan que la guerra pronto terminará y se imaginan en sus casas, con sus familias, sus amigos, sus parejas comiendo bien, durmiendo bien. La imagen que se hace uno de los personajes es esta: “culear, dormir, bañarme, estar en casa, dormir en cama limpia, limpio, culear, comer bien... ¡Te imaginás un asadito!, ver a mis viejos, culear y ser brasilero... cualquier cosa. ¡Pero brasilero!” Hay dos bandos: los dormidos, que pasan el mayor tiempo en la “pichicera”, y los despiertos, que se encargan de organizar expediciones y mandan en el grupo. Escribe Fogwill: “el miedo suelta el instinto que cada uno lleva dentro”, por eso “algunos con el miedo se vuelven más forros que antes”.
3. El autor
Nació en Quilmes el 15 de julio de 1941 y murió en la Ciudad de Buenos Aires el 21 de agosto de 2010. Antes que escritor, fue sociólogo. Su renombre lo obtuvo como publicista; luego sí, y a fuerza de voluntad y transgresión, como escritor. También fue docente universitario. Quizás haya algo en Fogwill que luego, más adelante, con el surgimiento de las redes sociales, se volvió común: el escritor como personaje. Le encantaba la polémica, romper el pacto social de las buenas formas. Era un provocador, irritaba adrede, le gustaba exagerar algunos aspectos para ensalzar la anécdota. Sin embargo no se podría decir que fue sólo un personaje. Sus libros tienen el carácter de las buenas obras: las novelas Vivir Afuera (1989), En otro orden de cosas (2008) y Runa (2003), por ejemplo, o su célebre libro de cuentos Muchacha punk (1992).
En 2014 Patricio Zunini escribió Fogwill, una memoria coral. En sus 149 páginas recoge testimonios de gente que lo conoció mucho, escritores, editores, miembros de esa entelequia llamada cultura. “Fogwill tuvo muchas vidas y las vivió todas a la vez”, escribe Zunini en la brevísima nota preliminar, luego desaparece durante todo el libro dando lugar a un collage de voces, como si fuera un documental: la cámara, los entrevistados y Fogwill omnipresente. María Moreno dice, por ejemplo, “si no fuera un oxímoron podría decir que Fogwill era un machista queer”. Alan Pauls lo califica como “un tipo carismático, ingenioso, muy inteligente” y Fabián Casas como “muy extremo, enloquecido, extremadamente vital”. “Para Fogwill el quilombo era un motor de pensamiento, porque para él la discusión era como pensar en voz alta”, dice Francisco Garamona.
4. La escritura
La anécdota es esta: mayo de 1983, plena guerra con Inglaterra, dictadura militar, Fogwill se encerró en su departamento con una bolsa de cocaína y escribió Los pichiciegos en apenas tres días, sin pegar un ojo ni por un minuto, releyendo libros viejos, mirando de reojo el televisor, tecleando sin parar en su máquina de escribir. Jorge Revsin, en el libro de Zunini dice: “Hay que creerle cuando dice que escribió Los Pichy-cyegos (ahora está escrito con i latina pero en la primera edición estaba escrita con y griega) en tres días. En esa época tomábamos más cocaína de la que podría recomendar cualquier médico. Fogwill estaba muy ‘productivo’ en esa época. Como buen sociólogo, a él le gustaban mucho los números y entonces decía que había tomado nueve gramos. Me parece que a esos gramos no los pesó mucho: tomaba cada vez que tenía. Y siempre tenía”.
Durante mucho tiempo circuló esa historia. Sin embargo, muchos la relativizan. “No lo escribió en tres días porque yo la fui leyendo en pedazos, mientras la iba escribiendo, y yo no lo veía todos los días. En un tiempo decía que la había escrito en dos meses. Pero qué importa”, dice Elsa Osorio en ese mismo libro. Y agrega: “Decir que escribió Los Pichiciegos en tres días con no sé cuántos gramos de merca me parece una manera de denigrar una fuerza que sí tenía entonces y que no era la merca. En esa época la merca no era para él lo que fue después”. Allí dice Ana María Shua: “Quique no escribió Los Pichiciegos en tres días, pero sí lo terminó antes de la guerra (...) Hace unos años se decía que había tardado seis días, se ve que ahora se acortó a tres. Es la construcción del personaje. Quizá le llevó un mes, sea como sea fue muy rápido”.
En el libro de Zunini, Oscar Steimberg cuenta que un día fue a ver a Fogwill a su casa, le abrió por el portero eléctrico y subió. Estaba desnudo. “Hacía tres días que estaba en bolas escribiendo, clasificando. Tres días y no reventaba. Digamos que tenía que ver con ese modo de vivir que había encontrado. Hablando suavemente podríamos decir que tenía un estilo desbordado”, dice Steimberg. Ese estilo desbordado se percibe ya en él, en su imagen, en sus ojos bordeando el desquicio, su sonrisa de atorrante, su oratoria filosa y abrumadora. “Quique era muy regular. Escribía todos los días. En desorden si querés, un poco acá y un poco allá, un poco en esto y un poco en aquello, pero todos los días. Lo primero que hacía cuando llegaba a casa era preguntarme: ‘Qué escribiste’”, cuenta Sergio Bizzio.
5. La guerra
En agosto de 1994, en la revista Punto de Vista, Beatriz Sarlo escribió un texto titulado “No olvidar la guerra: sobre cine, literatura e historia” donde se detuvo en Los pichiciegos y puntualmente en los pichis como comunidad, como colonia, como tribu. “Los ha unido, temporalmente, no una identidad sino una necesidad; no comparten una memoria más vieja que la del comienzo de la invasión a Malvinas. Comparten, a lo sumo, algunos chistes, anécdotas que se van intercambiando en la oscuridad del encierro subterráneo que ellos mismos han construido cavando el suelo de la isla; vienen de todas las provincias y en cada uno de ellos está ausente el lazo que constituye una identidad nacional”, escribe Sarlo. Mientras la guerra de Malvinas transcurría, Fogwill estaba imaginando, desde la literatura, la materialidad del adentro, el barro, el hambre, el miedo.
“Todo el mundo escucha voces, aunque sea en el momento que se está por ir a dormir, pero yo le presto especial atención”, decía Fogwill en una entrevista en Canal Encuentro. Durante esos tres días o ese mes o lo que fuere que haya durado la escritura de Los pichiciegos, Fogwill oyó las voces de un grupo de soldados imaginarios que, en el encierro, hablaban y hablaban sin parar. A uno gritando “¡la plata no te va a servir para una mierda!” o “las siete y cinco; che, ¡a despertarse! ¡a las ocho salen ustedes!” o “¿cómo que no hay azúcar?, ¿quién cuida el azúcar?” o “¡buena idea, quiquito!” o “¡son una mierda los ingleses!” o “¡te mando que no te murás!”. Para Sarlo, “entender a los pichis es entender precisamente lo que una guerra (no cualquier guerra, sino ésta, la desencadenada por la aventura de Galtieri) hace con los hombres”.