Empecemos así: no sabemos si esto es una novela o son hechos reales. La ficción está de tal manera entreverada con eso que se llama “historia” que pareciera que a veces se relatara sin ningún tapujo lo que pasó, entre abril y junio de 1982, con un grupo de casi cincuenta hombres en las Islas Malvinas, escenario de esa guerra desigual y absurda —como todas— entre Argentina e Inglaterra.
La narración nos habla de los pichiciegos, conscriptos desertores del Ejército argentino que en vez de combatir han decidido organizarse para construir un escondite bajo tierra, una bodega con espacio suficiente, provisiones y hasta una estufa para aguantar el frío propio de estas islas, con el fin de no tener que salir a pelear en un conflicto armado que a conciencia no les pertenece. Cuentan con reglas y jefes, los llamados Reyes Magos, que dirigen la orquesta estratégica para salvarse y lateralmente honrar el deseo de jóvenes que fueron enlistados y lo único que quieren es sobrevivir.
Al adentrarse en la narración queda claro que en este juego de niños compuesto de helicópteros, estridentes Sea Harrier y bombazos sobre la planicie no hay un enemigo fijo. Para los ingleses los enemigos son los argentinos. Para los argentinos los enemigos son los ingleses. Para los pichis, los enemigos son los ingleses, y también los argentinos, la dictadura de Galtieri que oculta e inventa información y los cabrones de los cargos altos que tienen sábanas blancas y un té caliente en la base establecida, e incluso todo aquel que ose interponerse en su plan de resistencia. A pesar de la miseria, resisten esperando la rendición, el cese al fuego, la tregua, las banderitas blancas o lo que sea que los haga salir de ese hoyo. Y los pichis aguantan con su ceguera solemne, conversando, contándose historias o chistes, entonando canciones, discutiendo qué es lo primero que harían al volver (si es que vuelven): si culear, comer, dormir o comerse un asadito, o mejor todo junto.
Fuera de la pichicera están el azul escaso, el helado y el oscuro constantes. Dentro de la pichicera, un Universo con distintas especies: allí está Pipo, el delegado de las raciones; el Ingeniero, quien acomodó las vigas para poner el tobogán de entrada al escondite; Acevedo, el cuentacuentos; además del Turco, el de los números y quien negocia con los ingleses cuando algo falta; y el testigo viviente, que anota lo que pasa con detalle e ironía, haciéndonos un retrato de estos seres subterráneos y de la situación de una guerra que por tonta e insostenible sepultó víctimas que nada sabían sobre armas y odios infundados.
Mientras, la radio argentina seguía diciendo que se había ganado la guerra. Y en la británica, entre los chamamés y zambas que pasaban, hacían la lista de entregados, que ya no los contaban por nombres —también en eso se veía acercarse el final— sino por número de regimientos. Después hablaba la chilena sobre las guaguas y las pololas y cada tanto pasaban himnos ingleses (…) A los pichis les enseñaron una que se pasaba mucho por la radio: “My home is the ocean/ My grave is the sea/ And England shall ever/ Be Lord of the sea“. Era muy fácil de aprender a cantarla pero escribirla, o entenderla, no cualquiera podía, por lo arrevesado de la fonética y de la manera de pensar de ellos; la traducción es más o menos que ellos siempre la tienen que ganar.
Hijos de puta.
En su primera edición, este texto de Fogwill circuló en apenas catorce ejemplares que fueron fotocopiados y leídos por críticos y periodistas cuando aún no acababa la guerra, cuando todavía algunos soldados caminaban cabizbajos sobre la nieve empoderados con los papelitos arrugados que tiraban los ingleses desde los aviones, instándolos a rendirse a cambio de dudosos beneficios. Interzona lo publicó el 2006 y el efecto de su lectura por supuesto cambió, pero su contenido siguió siendo el mismo, con el añadido de otras teorías sobre su verosimilitud que al final son irrelevantes al momento de reconocer su calidad.
Los pichiciegos viene a subvertir el contraste de vencedores-vencidos, mostrándonos a medio centenar de hombres que están un peldaño más abajo en la escala militar, los pichis mitológicos que pasan desapercibidos, los vencidos inclusive por los vencidos. En sus páginas se recuerdan sus alegrías efímeras y se transmite el hedor de sus desgracias, confirmándonos una vez más que la escritura es quizás el ejercicio de memoria más infalible a la hora de recordar lo imperdonable.