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Los pichiciegos, Rodolfo Fogwill

—Es notable —dijo García—, los tipos mueren, pero los relojes siguen andando.

Malvinas, abril de 1982. El recluta García es oriundo de Río Cuarto (Córdoba), su nivel retórico es algo mejor que el de los demás porque estudia Derecho y, al igual que la mayoría de compañeros que ha desertado, tiene unos 20 años. A la vista de que la guerra está perdida, él y una docena y media más de compañeros permanecen escondidos en una trinchera que ni los ingleses ni sus compatriotas saben dónde está. Se llama laPichicera y, a quienes forman parte de ella, sus jefes los han bautizado como los pichis.


Fuera de la trinchera hay cerros tapizados de nieve, ovejas que saltan por los aires cuando pisan una mina antipersona y loskelpers, que apenas aparecen en la novela. También dos ejércitos: uno, el inglés, tan profesional que incluso ha desplazado a los gurkhas para pelar por la victoria; otro, el argentino, compuesto en su mayoría por chavales de provincia —no de Buenos Aires, capital— que estaban haciendo la mili y a quienes la dictadura de Galtieri ha enviado al Atlántico sur a recuperar la soberanía del archipiélago. Fogwill nos presenta una diferencia tan abismal entre los contendientes que la única posibilidad de victoria argentina hubiera pasado porque los británicos hubieran preferido quedarse en su casa.

De hecho, Los pichiciegos (Periférica, 2010) no escatima en sarcasmos a la hora de comparar el atuendo, la alimentación o la logística de ambos bandos. El ejército argentino ofrece un aspecto tan precario que lo único que esperan los pichis y sus jefes es que la guerra termine pronto, antes de que llegue el invierno austral y, simplemente, mueran de frío. Están tan convencidos de que su deserción es la mejor salida que incluso uno de los jefes, el Sargento, ha rebautizado a uno de los pichis como Galtieri «porque este pelotudo también creía que íbamos a ganar...».


Una novela antipatriota
 
En un país tan nacionalista como la Argentina, donde está tan arraigado —baste mirar el fútbol— el discurso del orgullo por la bandera, la patria, etc., es difícil imaginar una ofensa mayor que la de estos pichis y sus mandos. Deshonrar así lo argentino es como ser brasileño y dejar que Alemania te chulee 7-1 en Maracaná en la semifinal de tu Mundial. Son palabras mayores, digo; es atentar contra una suerte de ley inmanente —y cholo-simenonista—: uno muere y lo da todo por la camiseta nacional. Sin embargo, los soldados de Fogwill ni siquiera se sienten apelados cuando se les menciona al prócer nacional como conjuro ante la adversidad: «(...) a San Martín, en las Malvinas, se le hubiera resfriado el caballo», dice un capitán. 

Como sostiene Martín Kohan en su reseña, «el mundo de Los pichiciegos está dividido en dos: los vivos y los boludos». O dicho de otro modo: la tensión bélica que existe en la novela es entre los argentinos... y los argentinos, unos más vivos y otros más boludos. En la versión algo alucinada —cocaína mediante— de Fogwill, la guerra de Malvinas aparece, sobre todo, como un gran error de cálculo, como una suerte de «había que ser boludo para montarle una guerra así a los ingleses». Tan boludo como Galtieri.
Y eso último no es menor: Los pichiciegos no es antibelicista; es más: juraría que, de haber tenido la Argentina un ejército mejor preparado y unos mandos capaces de planificar la guerra a lo Clausewitz, diría que Fogwill, en vez de la humillación que sufrieron los argentinos, hubiera narrado con la misma sorna cómo estos les pasaron por encima a los británicos. 

Sin embargo, sucedió lo que sucedió y Fogwill se ceba hasta la saciedad en la burla antipatriótica: vemos cómo los soldados argentinos roban fusiles a sus compañeros muertos para que los ingleses los acepten como prisioneros de guerra, asistimos a cómo unos aviones argentinos se desintegran solos en el cielo o leemos comentarios sobre cómo los Harrier ingleses, hacia el final, usaban «bombas experimentales» de cara a otras guerras «porque esa, según cualquiera de las radios, estaba terminada». Fogwill, impiadoso con los suyos, juraría que no consigna un solo acto heroico o reseñable por parte del ejército argentino.
En cambio, amartilla un pensamiento, compartido por muchos de quienes fueron a Malvinas, y que sintetiza parte del espíritu de la novela: «... el arrepentimiento de haber nacido el putísimo año mil nueve sesenta y dos». Es decir: el sentimiento de tener 20 años y estar perdiéndote lo mejor de la vida por estar cagándote de frío en una isla llena de ingleses, pasto nevado y «olor a oveja reventada por una mina», un olor parecido al «olor de cristiano reventado por una mina: olor a matadero cuando se carnean animales y llegan los peones que les trabajan en el vientre para hacer achuras».

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