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Los tonos del crimen

Por Ana María de Benito

Entramos en uno de los micros mundos de esta ciudad, en este caso la Biblioteca Argentina. Dejando atrás, por breve cielo, las urgencias urbanas. Al entrar por Roca, nos inclinamos con cierta ansiedad sobre las vitrinas de la entrada, en las cuales casi siempre nos sorprende una novedad editorial o una antigua obra puesta en circulación. Llevamos ya nuestra selección pero ese material bajo vidrio nos obliga a una nueva. Musitamos mentalmente qué retiraremos mientras nos desplazamos por el ancho y moderno pasillo. Y se aplica bien el verbo desplazar porque nos parece que cuando un espacio es confortable, arquitectónicamente, nuestro cuerpo transita mas cómodo.

Nos recibe el amable y competente personal cuyo trato integra el deleite de visitar este micro mundo. Se comparte la complicidad de nuestro amor a la lectura.

En la penúltima visita, en esas vitrinas, nos estaba aguardando uno de esos hallazgos. Dimos con una especie de biografía novelada de una maldita de la historia criminal universal. En la dura tapa en rojo y negro se nos presenta a La condesa sangrienta y a la autora, Valentine Penrose. Un flechazo. El libro que nos entregaron era un objeto realmente precioso. Podíamos decir, en modo algo delirante, que el contenido “sangriento" estaba como envuelto, artísticamente por esos colores de presentación. Tapa y contratapa se abrían sobre dos hojas carmesí, color que se reproducía en el canto de las hojas. Siguiendo con el deliro, bien podría ser o, es, porque no, la sangre de las víctimas de la biografiada. Y toda esa emoción, gratis, en horas del mañana.

No resisto un alegato o defensa. ¿Qué reproducción electrónica puede suplantar esta belleza? Como bello, resplandeciente, es el estilo de Penrose, cuya vida comenzó en Francia en 1898 y terminó en el Reino Unido en 1978. Vida desbordante, atrevida, un poema novelado o una novela en ritmo poético. Esa posesión material del libro nos llevó a pasar la vista por los detalles de edición, ilustración, traducción. Y entre esos datos, uno que anticipaba el misterio del tema. Dice que fue “compuesto en Andralis ND, del tipógrafo argentino Rubén Fontana. Impreso en papel Wood free…en los talleres Asia Pacific Hong Kong, en agosto de 2019". 

Ah, si, estábamos a las puertas de uno de los sus numerosos castillos del personaje, el tenebroso de Bicze. Y entramos. Con una prosa nutrida de imágenes y de conocimientos, que a su vez la constituye en una enciclopedia botánica, contará la historia de una criminal en serie. Y lo hará, como en la contratapa nos informa Alejandra Pizarnik, desentendiéndose de la perversión sexual y la demencia de la condesa húngara, "para concentrarse exclusivamente en la belleza convulsiva del personaje".

Como la cola de un pavo real, la narración se va abriendo en más y más colores. Así literalmente vemos el negro de las tinieblas subterráneas de los pasadizos y sótanos donde se guardaban “los hierros que había que poner al rojo, las agujas, los punzones y las tenacillas cortantes de plata", arsenal que reservaba a sus víctimas, contabilizadas en la instrucción judicial en 650 jóvenes. Como habrá sido de infame la condesa que fue juzgada y condenada en una época en la cual los nobles acostumbraban a efectuar, sobre los habitantes de sus posesiones, todo acto de tortura que el ocio propio de su clase les permitiera imaginar. Sin consecuencia alguna sobre sus personas y bienes. En cuanto a Elizabeth Bathory,  resumimos que practicaba un canibalismo liquido, sin dejar de vez en cuando de morder hasta despedazar el hombro de la desdichada muchacha que tenía a su alcance. Pero parece que rebasó, como Gilles de Rais, los límites tolerables aun en aquellas épocas.

La autora se esfuerza en apuntarnos, que tanto una como el otro noble francés, fueron duramente sentenciados no tanto por quitarle la vida a los campesinos, quienes después de todo eran objetos de su propiedad como lo eran ganado y arboles, sino porque practicaban brujerías, ritos de conjuros para lo cual se valían de personajes cuyas practicas condenaba la Iglesia. El atentar contra la religión cristiana fue el más grave de los cargos y el motivo de sus suplicios legales.

Salimos trabajosamente, pidiendo que bajen los puentes levadizos porque ya no estamos para saltar fosos Y viajamos tomando lugar en la diligencia que transportaba a Elizabeth y su sequito hacia su castillo en Viena. La Condesa no puede dejar de seguir pinchando con alfileres a las jovencitas caídas en la última redada, mientras sus ayudantas las tenían bien sujetas; una vez terminado el entretenimiento, eran arrojadas al hielo y a la nieve del campo que iban atravesando. Desnudas. Y medio muertas, claro. Para evitar un final parecido, aunque nuestra condición etaria nos haría integrar mas bien el plantel de amas ayudantas, nos arrojamos del carruaje. 

Pero más tarde y dada la invisibilidad que nos da la condición de lectores, encontramos la forma de llegar a los recintos secretos de uno de sus castillos en Budapest. Descendemos a los obscuros sótanos deslizándonos por pasillos helados, con la precaución de ir llevando un hilo de alguna planta, (venenosa para estar al tono) atando el comienzo de la madeja a una piedra escondida, de un negro opaco que la disimula.  Esa recorrida nos va a permitir transitar todos esos colores con que la autora tiñe su prosa. El verde jade de los esmaltes que lucían las aristócratas, el obscuro de las hojas con las que las hechiceras preparaban los brebajes que librarían a la señora de la comarca de todo mal, el gris piedra que servía de talismán (lucido en collares con numerosas vueltas), los púrpuras de los terciopelos tanto de los vestidos como de las colgaduras, el amarillento como el sol de un unicornio que solo veían las brujas, el violeta incandescente de las flores de los bosques. Aquellos crímenes tenían todas esas tonalidades desplegadas sobre los cuerpos de las campesinas, en cuyas sangres brotando a borbotones, era sumergido nuestro personaje. Así creía preservar la blancura de su piel y garantizarse la eterna juventud. Pero el inmenso espejo colgado en su dormitorio le contestaba que ya no podía mantenerse joven ni blanca como la nieve.

A la desesperación que esos informes le provocaban se sumaba la difícil situación económica en que la había dejado la temprana muerte de su esposo. Ya que a las erogaciones que normalmente demandaba a todo noble mantener castillos, servidumbre y demás, se sumaban las provenientes de sus especiales deportes.

Por lo cual redoblaba gritos, mordeduras, cuchilladas.

Mientras tiramos del hilo, cuidando no llevárnoslo a la boca, efectuamos una trazabilidad entre esas crueldades ejercidas desde el poder en el siglo XVI, por ejemplo, el de estos hechos, y la actual. ¿Tienen los mismos colores? ¿O su reiteración nos acostumbró a tal punto que ya ni siquiera tienen la roja tonalidad de la sangre que diariamente se derrama, por ejemplo en nuestra ciudad? Escuchamos que un jefe narco envió a acribillar a una familia uno de cuyos miembros quebró algún acuerdo mafioso y en esa balacera cayeron niños pero el rojo se va diluyendo, es casi beige, gris, mientras tomamos el café de la mañana, dándole la misma entidad que al pronóstico del tiempo. Nos siguen asombrando esas crueldades antiguas pero nos cuesta equipararlas con las contemporáneas. Las cuales, aun estremeciéndonos, tienen colores más apagados.

Por otra parte, si de asesinatos seriales desde el poder se trata, tenemos para competir. Por ejemplo, un argentino como Luciano B. Menéndez, no tenía nada que envidiarle a la húngara.

La obra no es para desperdiciar. Recomendamos su lectura como también hacerla en horas del crepúsculo en adelante, a fin de ir creando la atmósfera: La Condesa operaba de noche.