“Una vez más he intentado suicidarme. Esta vez, mojándome la nariz para meterla en el enchufe de la luz. Desgraciadamente, se ha producido un cortocircuito y solo he conseguido que explotase la nevera”.
Disculpará el lector que este artículo empiece con un gag (sacado de uno de los cuentos de Sin plumas, de Woody Allen), pero conviene tener el ánimo liviano para abordar un asunto que lleva siglos trayendo de cabeza a la Humanidad. Lo dijo Albert Camus en El mito de Sísifo: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. O sea, el suicidio es la madre de todas las sombras. Matarse para no morir. Y encima sin tener la satisfacción ante el trabajo bien hecho.
Las tres teologías mayoritarias se han puesto de acuerdo en colocar al suicidio fuera de la ley, lo que equivale a condenarlo a la categoría de tabú. Los hinduistas no mejoran realmente las cosas, porque solo te permiten suicidarte si te matas de hambre, que como estrategia de suicidio es muy pobre. Ha habido quien ha intentado romper ese tabú, aunque con escaso éxito. Uno de los padres del surrealismo, Jacques Rigaut, escribió una curiosa apología titulada Agencia General del Suicidio. Fue coherente consigo mismo y se pegó un tiro a los 30 años, utilizando una regla para asegurarse de que la bala penetraría en el corazón.
Valgan estas breves reflexiones para poner en contexto un sugerente libro publicado por Ediciones La Uña Rota y titulado Notas de suicidio. Antes de penetrar en sus páginas, plagadas de envenenamientos, disparos a la cabeza y belleza literaria, recordemos que cada año se suicidan en España cerca de 4.100 personas, según el Instituto Nacional de Estadística. Es decir, once personas cada día, la mayoría por ahorcamiento y salto al vacío (y después arma de fuego, en el caso de los hombres, y envenenamiento en el caso de las mujeres). No suelen salir en los medios, porque hace tiempo que los periodistas comprendieron que las informaciones sobre suicidios invitan a suicidarse. Un dato que preocupa muchísimo es que la tasa de suicidio o de tentativa de suicidio entre menores aumentó en 2022 un 134 por ciento más que en 2020. Hablamos de chavales de entre 10 y 14 años.
No hace mucho la cómica Carmen Romero, uno de los iconos del humor negro en España, se hizo famosa fuera de su círculo de fans cuando circularon por las redes sus gags sobre el suicidio de su hermano Miguel, de 26 años. Romero recibió sañudas críticas, cuyos autores olvidaban (o no sabían) que el único límite del humor es, simplemente, que haga gracia. Es probable que detrás de estas críticas se agazapara la perplejidad: el instinto de supervivencia es uno de los principios fundamentales de la vida, y que alguien logre reprimirlo con éxito nos parece inexplicable. Paradójicamente, sin embargo, todos hemos fantaseado alguna vez con la manera de quitarnos la vida. A menudo, tras ver un monólogo de Toni Cantó. En estos casos la procrastinación puede salvarnos la vida.
Los grandes escritores han adoptado tradicionalmente dos posturas frente al suicidio. La primera es aplicarlo a sus personajes, un recurso narrativo poco sutil pero extraordinariamente potente. “Y la luz de la vela con que Ana leía el libro lleno de inquietudes, engaños, penas y maldades brilló por unos momentos más viva que nunca y alumbró todo lo que antes veía entre tinieblas. Luego fue debilitándose… Y se apagó para siempre”. La segunda postura de los escritores ante el suicidio ha sido suicidarse. Son los casos de Larra, Salgari, London, Zweig, Benjamin, Woolf, Hemingway, Levi, Plath, Mishima, Pavese, Ferrater, Pizarnik, Sexton… Sobre las dramáticas horas finales de estos cuatro últimos escribió Juan Tallón Fin de poema, tal vez el mejor de sus libros. Hay muchísimos escritores suicidas. Llamo a Alba Vilaplana, doctora en psicología y psicóloga clínica del Hospital La Fe de Valencia. “Más que profesiones tendentes al suicidio”, dice, “hay personalidades más propensas al suicidio que otras. Quienes padecen trastorno bipolar, por ejemplo. Estas personalidades alternan episodios de euforia con otros depresivos, y justamente en estos últimos es cuando creen que ya no pueden soportar la vida”. Asegura Vilaplana que el trastorno bipolar abunda entre los escritores, especialmente poetas, porque provoca una gran sensibilidad y una visión de la realidad rica en matices. Una última cuestión:
—¿Suicidarse es de valientes? —pregunto.
—No diría que los suicidas son más valientes. Lo valiente es quedarse.
—¿Entonces es de cobardes?
—Tampoco. Sentirse acobardado no es ser un cobarde.
Recuerdo entonces uno de los libros más incómodos y brutales de Leila Guerriero, Los suicidas del fin del mundo: “No sabía mucho de la muerte —como no lo supieron los demás, los otros once— pero el último día del milenio supo que no quería seguir vivo”. Así de simple.
Notas de suicidio está firmado por el escritor y dramaturgo Marc Caellas, que ha construido un catálogo sutilmente razonado y muy bien documentado de textos que redactaron antes de morir suicidas del mundo del arte, la mayoría de ellos escritores. Las últimas palabras, tal vez las más sinceras. Casi todas ellas manuscritas. Hay algunas tan hermosas que uno piensa que la nota de suicidio debería ser un subgénero literario.
El autor ha dividido las notas en 23 categorías. En las dirigidas al marido/esposa, por ejemplo, encontramos la bellísima carta de amor que Virginia Woolf escribió a su marido antes de meterse en el río con los bolsillos llenos de piedras: “Querido: Estoy segura de que me vuelvo loca de nuevo. (…) Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que estoy haciendo lo que me parece mejor. Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todos los aspectos todo lo que se puede ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices hasta que esta terrible enfermedad apareció”. Más adelante, Virginia escribe: “Si alguien pudiera haberme salvado, habrías sido tú”. Cuesta imaginar el abismo que se abrió ante Leonard Woolf cuando leyó la constancia de su fracaso.
En el apartado “La nota de suicido en pareja” nos topamos con la redactada por Stefan Zweig, que se suicidó en Brasil junto con su secretaria y segunda esposa, Lotte, casi treinta años más joven que él. Se los encontró en la cama el jardinero, ella permanecía abrazada a él. En la mesita de noche, los restos del veneno. “Mi propia fuerza se ha gastado al cabo de años de andanzas sin hogar”, escribe Zweig, que acaba la nota con estas palabras: “Mando saludos a todos mis amigos. Ojalá vivan para ver el amanecer tras esta larga noche”. Ni una palabra sobre la pobre Lotte. “La amistad”, apostilla Marc Caellas, “suele ser más duradera que el amor”.
Cesare Pavese se mató en la habitación de un hotel de Turín. Su despedida figura en el apartado “La nota de suicidio lúcida”: “Nos matamos porque un amor, cualquier amor, nos revela en nuestra desnudez, miseria, inanidad, nada. El gesto no debe ser una venganza. Debe ser una calma y cansada renuncia, un balance, un hecho privado y rítmico”. Veinticinco años antes también habló de gestos Serguéi Esenin, el mejor poeta del período revolucionario ruso. Durante tres días Esenin estuvo borracho hasta que se ahorcó, no sin antes dejar un poema escrito con su propia sangre: “Yo lo dejo por aquí y me retiro a mis aposentos. (…) / Hasta pronto, amigo mío, sin gestos ni palabras, / no te entristezcas ni frunzas el ceño. / En esta vida el morir no es nuevo / y el vivir, por supuesto, no lo es”. Los dos últimos versos podrían pertenecer al mejor poeta del Siglo de Oro.
En “La nota del suicidio escueta” encontramos dos perlas: una pertenece al escritor polaco Jerzy Kosinski, que se quitó la vida con un cubalibre mezclado con veronal, técnica a la que añadió el ahogamiento con una bolsa de plástico por si el cóctel no funcionaba: “Me fui a dormir un rato más largo de lo habitual. Llamad eternidad a ese rato”. ¿Escueto? Pues aún se puede ser más: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”, escribió Alejandra Pizarnik antes de tomarse cincuenta pastillas de Seconal.
En ocasiones, y contra todo pronóstico, Notas de suicidio es un libro divertido. En el apartado “Suicidio por aburrimiento” aparece el poeta griego Kostas Karyotakis, que trató de matarse ahogándose en el Mediterráneo una tarde de julio de 1928. Pero el Mediterráneo tenía otros planes: “Aconsejo a cuantos sepan nadar que no intenten jamás suicidarse tirándose al mar. Durante diez horas me estuve peleando con las olas. Tragué una enormidad de agua y, sin saber cómo, de vez en cuando subía a la superficie; cuando tenga oportunidad, escribiré las sensaciones de un ahogado”. Sí, parece un gag. Al día siguiente, Karyotakis cortó por lo sano: se sentó frente al mar y se disparó en el corazón.
Hay muchas más notas, que el lector irá descubriendo con un placer no exento de morbosidad. Caellas deja para el final un apartado que inevitablemente conduce a la melancolía. Es la traca final. Se titula “La nota de suicidio equivocada”, y está protagonizado, cómo no, por Walter Benjamin. Como es sabido, este intelectual murió en septiembre de 1940 tras ingerir una dosis de morfina. Para resumir, Benjamin tenía un trabajo asegurado en Estados Unidos, pero los franceses no le dejaban salir. Así que tras una travesía agotadora por los Pirineos llegó a Portbou. Él estaba convencido de que la Guardia Civil le entregaría a la Gestapo. Ignoraba, claro, que un par de días después de su llegada las autoridades españolas levantarían las restricciones a visados como el que Benjamin poseía. “En una situación sin salida, no tengo otra elección que terminar”, escribió en su nota de suicidio. Y dice Caellas: “El final es tan engorroso y absurdo que todo consuelo y toda explicación son vanos en igual medida”. Un caso que recuerda al pobre John Kennedy Toole, que como es sabido sufrió tantos rechazos por parte de las editoriales de La conjura de los necios que conectó una manguera al tubo de escape, se encerró con ella en el coche y él y su hartazgo se fueron para siempre. Dejó también, por cierto, una nota de suicidio, que su madre destruyó.
Marc Caellas hace bien en acabar su libro con un poema de la ingeniosa Dorothy Parker, que no se mató, sino que murió de un ataque al corazón junto a su perro y una botella de whisky.
“Las hojas de afeitar lo dejan todo perdido de sangre.
En cuanto al río, está mojado y frío.
Con el ácido olvídate de dejar un bonito cadáver.
La sobredosis da tiempo al arrepentimiento.
Una pistola, ¿dónde conseguirla?
Ahorcarse debe ser muy agobiante.
¿El gas?, pueden pagarlo los vecinos.
Quizás mejor vivir, ¿no te parece?”