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Luis Chitarroni: Dialogo con mi propia oscuridad

El escritor y editor afianza su obra exigente en los cuentos de La noche politeísta. Además se reunieron en libro sus clases magistrales sobre Borges.

Nueve cuentos giran ensimismados en explícita espiral en La noche politeísta, el sorpresivo nuevo libro de Luis Chitarroni (Buenos Aires, 1958). De producción lenta e impermeable a las modas, el escritor y editor de La Bestia Equilátera concibe una síntesis que reabsorbe sus minibiografías de Siluetas, el nominalismo estudiantil de El carapálida y el negativismo de la magnífica Peripecias del no.

Mago de erudición entrópica y esquiva, Chitarroni narra un síndrome dickensiano que adormece a la gente hasta que escucha su nombre, un dueto de viajes a Soecia, una satírica tertulia literaria, la reunión refinada de vecinos o de ex compañeros de secundaria. Consagrada a un altar innegociable, La noche politeísta es también un conjunto de una heterogeneidad equívoca, restos narrativos que subsisten a la ausencia del dios Borges.

La vida intelectual

¿Apunta La noche politeísta a las tinieblas de la falta de jerarquías, de claridad, de la falsa pluralidad? “Sí, sí, claro. Aunque la noche ya era politeísta cuando la habitaba Ricardo Zelarayán, que podía pasársela hablando de Jacobo Regen, Alphonse Allais, Lennie Tristano. Las características de la vida intelectual han cambiado, aunque sigue habiendo memoriosos y ausentes. Ya no nos deslumbran las mismas cosas. La fiesta en movimiento no se sabe bien dónde está. O el desorientado soy yo solo”, contesta Chitarroni.

El escritor dictó en 2016 un exquisito seminario sobre la injerencia de Borges en la literatura latinoamericana en el museo Malba, llevado a libro el año pasado. ¿Por qué Borges está a la vez vigente e influye tan poco en los nuevos autores? ¿Dialoga Chitarroni con Borges en la ficción? “Yo no noto su ausencia, pero es cierto que mi introspección y mi megalomanía no tienen cura –señala–. En La noche politeísta lo borgeano por antonomasia es el Borges más festivo, el de Bustos Domecq, creo. Me temo también que no es un diálogo. En ‘El acercamiento a Almotásim’ Borges dice: ‘Fue como si mediara un interlocutor más complejo’. Borges es ese interlocutor más complejo, mientras yo dialogo con mi propia oscuridad”.

–En los relatos seguís desplegando existencias mínimas como las de “Siluetas”, que a su vez recordaban al Borges de “Historia universal de la infamia”. ¿Qué hay en una biografía? ¿Es todo cuento un destino cifrado?

–Sí, en todos lados mientras se pueda. Tengo por Borges una pasión miniaturista/ fetichista. Recuerdo sus libros en las ediciones que los leí: Ficciones en Piragua, Historia universal de la infamia e Historia de la eternidad en las de Alianza/Emecé. Borges no es o no debe ser de Obras completas. Mejor que pueda uno sorprenderlo o emboscarlo. La biografía entra de malas maneras en una ficción corta, eso puede hacer creer a los más lúcidos que es un destino cifrado. Es una ilusión, pero a su manera Plutarco, Marcel Schwob y Lytton Strachey la creyeron y siguieron haciéndonosla creer. ¿Y qué puedo hacer yo para contradecirlos?

–¿Por qué tu obsesión con nombres, números y palabras? ¿Son conjuros?

–Las palabras, sin duda. Los acordes de palabras cuando parecen sobresaltarnos por aliteración o descuido. O exceso de cuidado. “Esmero”, palabra infantil, escolar... Solo guardo con esmero las estampitas de Tolstoi, mi santo favorito. Los números tienen en cambio para mí una magia distinta. En un libro sobre Paul Erdös leí una anécdota (de George Moore, creo) acerca del modo complejísimo en que relacionaba los números Ramanuyan. Una vez quise escribir una novela y le puse un número, 51. Iba a ser la edad del narrador o el protagonista. Era lo único que sabía. A los pocos días, hojeando un diccionario de números curiosos y raros de Penguin, encuentro la siguiente descripción: “51: Este parece ser el primer número no interesante, porque es la cifra más pequeña no interesante. Esto la convierte de inmediato en un número simultáneamente interesante y no interesante”.

–En “La noche politeísta” volvés a los escolares. ¿Obedece a una revancha, a una distorsión de “Juvenilia”?

–Sí. Detesto Juvenilia y de Cané no admiro siquiera su admiración por la escultura francesa. No sé servir la envidia fría como en los banquetes exigidos, exagerados, y por mis compañeros guardo recuerdos de una ya desapasionada tranquilidad. En otro momento esa tranquilidad axiomática me crispaba, pero me acostumbré. La división de El carapálida es un elenco que hace equilibrio en una cuerda que preocupa al horizonte: me ayuda a fabricar relatos exagerados con venganzas que parecen efectos de simetría.

–En un cuento se cuela un ready-made y en tus libros has mencionado a Duchamp. Dado que “Rayuela” es un ready-made literario y sugerís cierta afinidad con Cortázar, ¿se puede hablar de conceptualismo en tu trabajo?

–El conceptualismo me rozó de adolescente, cuando estudiaba Bellas Artes: creí que era una estratagema para no tener que aprender a dibujar ni pintar. Mi gran veneración por Duchamp proviene de su serena paciencia de novelista (aunque escribiera solo papeles sueltos) que separa y desordena fragmentos. La novela es “El gran vidrio”, al que llamaba “retardo” en “La caja verde”. Y eso lo quise imitar en Peripecias del no, pero soy inestable e impaciente. De Cortázar en La noche politeísta se menciona un personaje no muy feliz de Rayuela, Gekrepten, y “Los Zukofsky” fue armado como esos cuentos de interior de Cortázar.

–¿Cuál es la actual responsabilidad de un editor?

–El oficio cambió mucho. Antes el cargo lo ocupaba un señor acusado de ser el asesor editorial (por error escribí “azor”), que en la mayoría de los policiales de la época era indefectiblemente el primer sospechoso. Los lectores se hacen solo con pasión y paciencia, como las salamandras.  Como editor de los últimos años (no hablo de la época de Sudamericana), tuve el privilegio de editar a Bob Chow y no todavía el de hacerlo con (el autor cordobés) Sebastián Menegaz, talento único que leí gracias a un concurso en el que participé por invitación de Antonio Oviedo.

Ganador al mejor libro argentino de creación literaria: "El náufrago sin isla" de Guillermo Piro es la obra ganadora del Premio de la Crítica de la Fundación El Libro 2024