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Luis Chitarroni, profesor magistral: “El enciclopedismo depende de la pedantería de quien lo administra”

A raíz de la publicación de dos libros –un curso sobre literatura y una colección de relatos–, el escritor y editor argentino conversó con Infobae Cultura: la impronta tenaz de Borges, los autores perdurables de la literatura latinoamericana y el carácter impredecible del mercado editorial. También reveló detalles sobre dos de sus obras inéditas

Por Rodolfo Biscia

Entre los hechos estimulantes de un año que termina, se cuenta el retorno benéfico de Luis Chitarroni. Este invierno, MALBA Literatura difundió su Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges) y, más recientemente, interZona publicó su colección de relatos La noche politeísta. Reencontramos, en ambos libros, a un escritor que vuelve para enaltecer el valor de las anécdotas, pero también para multiplicar la magia de sus alusiones veladas e inocular el virus de un enciclopedismo infelizmente erradicado de la escena local.

Narrador, ensayista, novelista recóndito y a veces esotérico, lector modelo, Chitarroni (Buenos Aires, 1958) acompañó sus aventuras literarias con una amplísima trayectoria como editor (en Sudamericana, Random House Mondadori y, actualmente, en La Bestia Equilátera). Lejos de idealizar ese apostolado, considera que la tarea editorial –cito sus propias palabras– muchas veces acarrea proyección y diligencia, así como sumisión, pleitesía y abyección.

Breve historia argentina de la literatura latinoamericana es la bitácora y registro de un curso de dos meses que el autor dio en el MALBA, en 2016: debería subrayarse el compromiso ejemplar de este escrutinio argentino de lo latinoamericano, que las muestras de ese museo no siempre ilustran. Con amplitud panóptica y generosidad retrospectiva, Chitarroni nos invita a ponderar caducidades y vigencias: ¿cómo envejecieron o rejuvenecieron ciertos libros, autores, ideas, eslóganes? Enhebrando esa y otras preguntas, nos exhorta a reconsiderar el canon latinoamericano a partir de la anomalía feliz que supuso la irrupción de Borges.

Clase tras clase, el libro abunda en recomendaciones al pasar, epifanías imprevistas y transiciones enigmáticas cuya lógica a veces se nos escapa. El propio autor alude a su “euforia digresiva” y reconoce algunas de sus manías: “las asociaciones rápidas, las conclusiones sin evidencia, el name-dropping”. Son rasgos que el lector disfruta, ya que en las páginas de este curso está ausente la bravata enjuiciadora y todo el tiempo se cultiva la ética de la iluminación conjetural. “Me siento más seguro en presencia del balbuceo vagabundo que ante la enunciación de una sentencia apodíctica territorial”: esa frase robada al narrador de Peripecias del no (2007) bien podría ilustrar la modestia –o la ambición– pedagógica que anima esta Breve historia.

Chitarroni accedió a conversar con Infobae Cultura vía mail y teléfono. En plan casi epistolar, pudimos intercambiar ideas sobre la impronta tenaz de Borges, los autores perdurables de las letras latinoamericanas y el carácter impredecible del mercado editorial. También logramos que el escritor nos revele detalles sobre dos de sus libros inéditos. Pero el vaivén de ideas comenzó con un intento de precisar la idea rectora que atraviesa sus clases del MALBA.

– En su Breve historia, usted reconsidera la literatura latinoamericana a partir de la lectura que muchos escritores hicieron del autor de Ficciones. ¿Qué lo llevó a elegir esa clave?

– Organicé el curso hace dos o tres años porque comencé a notar que Borges parecía ya un mandato, algo que está muy bien, pero también que había disuelto, o dejado que se desvaneciera, mucho de su poética, extremadamente importante para la literatura: el interés por la traducción y las versiones, por los temas filosóficos que no eclipsan el desarrollo narrativo, el descenso en zonas preocupadas (es decir, ocupadas previamente) sin desfallecimiento ni culpa. A causa de la conciencia borgeana de que los temas de la literatura están al alcance de todos, decidí que tenía que ponerme en movimiento.

– De hecho, el libro trata de conjurar cierto estancamiento, “cierta cosa monolítica que hay en la literatura argentina: consagrar un solo nombre y venerarlo”. Parte de la estrategia consiste en identificar los herederos latinoamericanos de Borges, pero también el periodismo marcado por su impronta. ¿Es así?

– Sí. Revisar, en gran medida, la mayor cantidad de casos. Y ver que a veces (Cabrera Infante, Cozarinsky, Pablo Gianera), las influencias acarrean detalles de distinción y velocidad. Por otro lado, una especie de indiferencia (en Rulfo, en Vargas Llosa, en García Márquez) que depende menos de las estrategias y la sintaxis que en temas y elementos en apariencia generales (el tiempo, la simetría, los espejos).

– Al margen de este mapa de las influencias, por momentos también se propone rescatar al Borges precoz “sepultado por el Borges senil”. ¿Por qué motivo?

– Porque el palimpsesto Borges deja ver sólo al Borges último, que suele confundirse con el Borges público, oral, el de las respuestas ingeniosas y las posiciones políticas muchas veces desventuradas. Hay un Borges joven, un Borges precoz, de temprano reconocimiento entre sus pares, y al revés de lo que suele creerse habitualmente, está lleno también de descubrimientos y hallazgos, que luego va a desarrollar (o no) su estilo maduro.

– En el prólogo del curso, confiesa que el tema elegido le resultaba “a la vez atractivo y opaco” y que había constituido una obsesión juvenil luego abandonada. ¿Qué lo llevó a retomar esa obsesión?

– Las obsesiones tienen la mala costumbre de reaparecer, pasado cierto tiempo, cumplido cierto ciclo. En mi caso, algo un poco “maléfico” (como el poema de López Velarde), porque esos ciclos son imprevisibles, y termino cosas que nunca empecé o empiezo otras que terminan de inmediato. Atractivo sigue pareciéndome porque no creo haber cumplido el propósito, y también opaco, porque tiene demasiadas cuestiones en su interior, demasiados factores. En el medio hay un libro Tres veces cien, que pensé para 2017 –año del aniversario de dos novelas significativas, Tres tristes tigres y Cien años de soledad–, que terminé y ahora debo ordenar, y que espero publique Sudamericana. Por motivos de salud, debí interrumpirlo. Tiene muchos temas en común con la Breve historia.

Anatomía secreta del boom

– Usted parece admirar especialmente a José Donoso. Glosando uno de sus títulos, ¿podríamos considerar este curso como su Historia personal del boom?

– Un título alternativo era Historia IMpersonal del boom, sí. Y Donoso se convertía en figura central. Tres de sus libros por lo menos: El obsceno pájaro de la nocheCasa de campo, El jardín de al lado. Diste en la tecla, porque las historias que no eran protagonizadas por la banda, que operaba sobre todo en Barcelona (Fuentes, Cortázar, García Márquez, el propio Donoso) tienen la distancia de la impersonalidad del lector, sus bajos o altos recursos de testigo no implicado.

– Por otra parte, usted diagnostica cierta decadencia del “enciclopedismo” a partir de la década del 80´, algo que coincide con la extinción de la literatura del boom.

– La literatura latinoamericana comienza a extinguirse con la caída libre del estructuralismo, que ya había derrochado su carcaj contra el enciclopedismo de marras. Quejas de Severo Sarduy, muy barthesiano, que parece asimilar solo el enciclopedismo lezamesco, nada reglamentario y con jalones que imponen sus cantidades hechizadas, su rapsodia de imágenes y fragmentos a su imán (N. del. R.: Se alude a dos libros de José Lezama Lima: La cantidad hechizada –compilación de ensayos de 1970– y Fragmentos a su imán, poemario póstumo publicado en 1977). Por lo demás, recuerdo a Héctor Libertella con alegría siempre. La anécdota con Derrida, creo: “ya veo que nosotros nos la pasamos leyéndolos a ustedes y ustedes a Borges”. Al boom le faltaba sin duda bastión teórico. El crítico más apto parecía Emir Rodríguez Monegal, que conocía de paso el “New Criticism” anglosajón. Hay una anécdota, que cuenta o inventa Cabrera Infante con alguna entrevistadora, en la que comienza confundiendo marxianamente los trabajos antropológicos de Lévi-Strauss y los jeans reforzados que inventó (o se cuenta que lo hizo) un minero del mismo nombre. El enciclopedismo depende de la pedantería de quien lo administra; en pequeñas dosis, es curativo.

– Al cribar la literatura latinoamericana de esos años, lo guía el propósito de encontrar “lo raro, lo bello y lo que uno no ha leído antes”. Eso me recordó el Diccionario de autores latinoamericanos, de César Aira, que en parte puede leerse como el intento de un lector hedonista de defender un canon latinoamericano alternativo al del boom.

– El libro de César podía darse lujos que el mío no, porque hablaba de un canon aceptado y asentado. Si bien intenté poner en posiciones favoritas a algunos personajes marginales, yo intentaba conducir a la audiencia a una cantidad de libros que un corto periodo de tiempo volvió fantasmales o enigmáticos. Ya no me acuerdo si están incluidos o no Pablo Palacio, Félix Fuenmayor, Miguel Briante, Salvador Garmendia, si bien este último corresponde, como Enrique Lihn, a una generación menos visible del boom. ¡Qué uso elegante del verbo “cribar”!

– Me pareció que su curso también podía ponerse en serie con el libro de Libertella Nueva escritura en Latinoamérica (1977), cuyo canon usted parece compartir (Lezama Lima, Severo Sarduy, Reynaldo Arenas, Salvador Elizondo, Enrique Lihn, etc.). ¿Es así?

– Es así. Héctor fue el mejor scout de la literatura latinoamericana en tiempos de la Gran Estafa y de la hegemonía de autores influyentes. Yo no podía, en un curso que exaltaba la lectura de escritores hoy un poco desplazados también, dar entrada a los más difíciles, que no entraban sino subrepticiamente en la periodización: a Juan Emar, por ejemplo. Yo había sido víctima y, en ese aspecto, debía comportarme como fan entusiasta. Alguien que efectivamente fui entre la adolescencia y la juventud, dando muestras de una credulidad que ya no tengo.

– En ese ensayo, Libertella todavía planteaba la cuestión en clave de las relaciones entre vanguardia y mercado. Hoy vivimos en una época posvanguardista, pero, ¿qué pasa con el mercado, del que usted ha sido espectador privilegiado en calidad de editor?

– El mercado… En toda una vida profesional de etólogo de libros no he podido llegar a entender, como lector profesional, las reglas o los caprichos del mercado… Creo que es eso lo que me ayuda a perseverar en el oficio de editor (que Héctor desdeñó con magnanimidad única). Uno llega a conclusiones que contradice la movida siguiente. El surgimiento de los sellos, los pequeños, los independientes de los grandes grupos es una recuperación de cierta individualidad e identidad que ya habíamos experimentado, en Barcelona y acá, en los setenta. No hay que olvidar Ediciones de La Flor, donde se publicaron primeros libros de mis compañeros de grupo, como Guebel y Caparrós, ni que Anagrama y Tusquets comenzaron siendo pequeñas editoriales consagradas al ensayo, género de moda entonces. Hoy también ellas fueron compradas.

Politeísmo literario, de Swift a Cortázar

Nueve cuentos de prosa intachable componen La noche politeísta, añadiendo una cara suplementaria a un octaedro cortazariano (veremos que esta referencia no es del todo ociosa). Algunos relatos parecen presentarse de a pares. Hay, por ejemplo, dos viajes muy divertidos a la isla imaginaria de “Soecia”. Y otras dos narraciones exploran patologías apenas ficticias: el dickensiano “síndrome de Pickwick” (narcolepsia de duración variable, que cesa ni bien la víctima oye pronunciar su nombre) y un trastorno de la memoria bautizado “el mal de Muybridge” como homenaje a uno de los cultores de la cronofotografía.

La “noche politeísta” da título al volumen y a uno de sus relatos axiales, y reaparece en el último, “Nueva narrativa argentina”, cuyo narrador afirma estar contando un secreto a medias para un público selecto. (En un recodo de Peripecias del no se indicaba que no hay mejor lugar para guardar un secreto que una novela inconclusa. Pero lo mismo vale para esta colección de cincelados relatos.) Las preguntas que siguen tienden a despejar algunas de las muchas incógnitas que plantean estos cuentos recientes de Luis Chitarroni.

– Dos relatos de su libro retoman personajes de Peripecias del no (Nicasio Urlihrt y “Lalo” Sabatani). Y, en cuanto al estilo, el narrador de estos cuentos está próximo al de El carapálida. En varias ocasiones, usted también alude a un libro inédito, Miopía progresiva, que sería su secuela. ¿Todas estas ficciones se integrarían en un mismo ciclo?

– Bien, el narrador de El carapálida es uno de sus misterios. Miopía…, otro libro interrumpido pero muy escrito, cuenta mi Servicio Militar (del que creí iba a salvarme gracias a mi deficiencia oftalmológica), pero ya en primera persona. Me encantaría un ciclo tanto como me encantaría reconstituir la estructura capitular en forma de sextina de Peripecias del no. Nicasio y Lalo son los protagonistas de ese libro anterior. Uno con un pasado similar al de El carapálida, el otro con el futuro proyectado en un espejo deformante… En realidad, el periplo y la digresión que rigen el mundo de La noche politeísta tienen una procedencia argentina, aunque mis referencias extranjeras desorienten. Están en Sarmiento y en Mansilla, sobre todo, como en Cervantes, Mateo Alemán y Laurence Sterne.

– Todo lector de Peripecias… sabe que, cuando en sus páginas una historia empieza a “armarse” demasiado, usted la detiene en seco. ¿De dónde nace su renuencia a contar historias? Incluso cuando se dedica a la crítica, como en su ensayo sobre Sierra Padre, la novela de María Martoccia. ¿Le molesta la inflexión testimonial?

– No, no: me molestaba algo que hoy ha dejado de importar tanto, aunque un lugar común no tiene por qué ser bête noire de alguien responsable (algo que algunas veces soy). Entonces todos justificaban todo de la siguiente manera: “sólo quise contar una historia”. Bien, no era ni es lo que pretendía ni lo que pretendo, aunque eso no significa menospreciar la anécdota. En la crítica de María Martoccia quería sacar su narrativa del lugar al que se la podía confinar casi de inmediato, sin advertir la sutileza extraordinaria de su –como exponía Nathalie Sarraute sobre Ivy Compton-Burnett– “subconversación”. La inflexión testimonial puede ser un recurso maravilloso, en la medida en que merece eso que (Freud, creo) llamaba “elaboración secundaria”. Desde hace un tiempo adopté como lema una frase de la Política del espíritu de Valéry: “Nadie está dispuesto hoy a leer como bueno algo que no pueda escribir”. (N. del R.: El ensayo de Chitarroni sobre María Martoccia –“Los oficios del cálculo”– se incluye en el libro Mil tazas de té, publicado en 2008.)

– Sus crónicas de viajes a la isla de “Soecia” acusan un estilo muy borgeano, pese a que usted mismo juzga extenuado ese modelo. ¿Le parece que la ficción argentina ha logrado superar esa persistente “angustia de las influencias”? Porque incluso Aira sería, a su juicio, un cruce entre Borges y Lautréamont…

– El cruce Borges/Lautréamont es del propio César, contado como ambición en un reportaje (para la televisión mexicana, me parece). No creo en la extenuación del modelo por superación del siguiente, como no creo en la salvación del yo por predominio de las buenas acciones, mal que le pese a John Barth, que se estancó en una extenuación académica después de sus primeros libros, como si fuera un Pynchon de rodillas. La influencia es a menudo una sorpresa, no una intención. Cuando escribí los viajes a Soecia creí no estar recibiendo la influencia, no siempre benéfica, de Borges, sino de Arno Schmidt (La república de los sabios) y del Vathek de William Beckford, pero ahora que lo dice, sí, tiene razón: el Borges de “El informe de Brodie”, donde refleja de soslayo a Swift. Es un relato y un libro en el que casi no pienso porque lo leí tarde, pero creo que cito en la breve historia algo que no estoy seguro que Borges diga, en el prólogo de ese libro, acerca de los dos magníficos escritores que Kipling fue –el joven de escritura sencilla y el viejo de escritura tortuosa–, soslayado su jingoísmo, que Borges aplica, en un maravilloso ejercicio de simetría inversa, a sí mismo y a los gajes del oficio. La angustia de las influencias fue una demostración del poderío crítico de Harold Bloom en un momento decisivo. Hoy encuentro ese libro proclive a la punición, a la represión, a lo coercitivo (N. del R.: El libro de Harold Bloom se publicó originalmente en 1973).

– En su Breve historia reconsidera el menosprecio habitual con el que solemos considerar la obra de Cortázar. Y en su cuento “Los Zukofsky”, donde retoma un personaje de Rayuela, el narrador llega a afirmar que no le molestaría terminar pareciéndose a Cortázar. ¿Es verdad que a usted no le molestaría?

– En algún sentido, sí. Hay un aspecto cómplice y canchero en Cortázar, y una ingenuidad política, y un modo de fundir a sus narradores con el que era el hombre simpático al que le gustaba el jazz, que no me causa ninguna gracia. Me gusta el Cortázar desprovisto de esa complicidad, de esa conveniencia/inconveniencia. El de “Los buenos servicios”, por ejemplo. No hay que creer que el narrador de “Los Zukofsky” soy yo. Yo no sé quién es el narrador de “Los Zukofsky”.