interZona

LUISA IN THE SKY WITH DIAMONDS

Vuelve a editarse la experiencia literaria de Luisa Valenzuela en un taller psicodélico Por Jorge Pinedo

Finalizaba la década de los '60, en cuya caldera aún bullía la imaginación al poder que estudiantes y obreros habían encendido en las calles de París. Y de allí al mundo. Muy similar, con otros tonos, a la beatlemanía sonando del otro lado del Canal de la Mancha. Mientras tanto, en el sudeste de Asia el Viet Cong de Ho-Chi-Minh comenzaba a bailar al arrogante ejército yanqui. El asesinato del Che en el '67 mantenía el polvorín encendido mientras soplaban sus brasas un puñado de jóvenes narradores latinoamericanos para que las metrópolis del capitalismo vuelvan a descubrir el continente, para ellos, Nuevo. En otra dimensión no menos literaria, una veintena de incipientes escritores también latinoamericanos participaba de ocho meses de convivencia en una pequeña ciudad universitaria del centro de los Estados Unidos: Iowa.

Entre estos últimos, una argentina morocha, pequeña, bonita, intensa; muy intensa. Escueta en adjetivos, su escritura sin embargo no vacila en referirse a aquellos momentos como a punto de estallar, desbordados, neuróticos, convertidos en una caldera, desmesurados. Imágenes, palabras, frases, emociones, hormonas, muchas hormonas, situaciones más o menos reconocibles, fueron intentando alinearse en una sucesión de textos, de esos que la ajenidad guarda en el arcón rotulado “experimentales”. No se trata de bocetos, inacabados, provisorios; intentos, amagues, pruebas, no. Son textos hechos y —tal vez— no del todo derechos, acaso un poco torcidos, o sinuosos, poco adscriptos al sentido de la lógica positivista, tampoco erráticos o místicos; ni delirantes ni evidentes, gambeteadores del canon. Construidos durante aquella estadía, continuados en Manhattan, revisados en México DF, toqueteados finalmente en Buenos Aires, vieron la luz en forma de libro en 1972 en México gracias a Ediciones Joaquín Moritz; en 1991 Ediciones de la Flor lo dio a conocer en Buenos Aires y ahora, a medio siglo de distancia de su inicial escritura, esta curiosa obra primigenia de Luisa Valenzuela (Buenos Aires, 1938) vuelve de la mano de una pequeña, audaz editorial.

Disfrazado de frenético coqueteo irreverente con la muerte, El gato eficaz, multiplicado en infinidad de felinos que encarnan La Huesuda (diría Juan Gelman), genera una primera persona inaudita, insolente, lejana a la monótona melancolía que cuatro décadas más tarde integrara la silueta chirle donde cuajaría lo que luego diose en llamar literatura del yo, movida del todo ajena a la autora que nos ocupa. A diferencia de ese embole redactado, sostenido en el supuesto de lo que le sucede al autor le importa a alguien, al personaje femenino de Valenzuela le sucede de todo lo que importa. Y lo que no, ella hace que suceda e importe: “Hay que acechar a los asesinos en los zaguanes para que la descubran a una”. La autora, al atrapar a los criminales, los libera para su exclusivo usufructo; aún cuando los asesinos ignoren que lo son y, más, lo que son. En todas las latitudes: “Un solo gato bastaría para la insigne tarea de detener el aire. Las cosas que allí ocurren no se ven por las calles, son secretos hilados de silencio con la urdimbre invisible y trama de misterio. Nada se ve en la esquina de Suipacha y Corrientes, aunque todo suceda y la Argentina arda. Una ciudad de espaldas, creciendo cuidadosa, en un país que empieza a desarmarse para encontrar su forma. No ha llegado el momento de llevar a mis gatos con sus ojos tenaces. El peligro de esos bichos no es la muerte, como indica su nombre, sino algo más sutil y más dañino: la clarividencia”.

Hay que imaginar la esquina de Corrientes y Suipacha cincuenta años atrás para urdir un futuro inmediato; verla de noche con ojos felinos, señoras con faldas tubo y caballeros de sombrero, de ida o vuelta del cine. Si Valenzuela ejerce ya esa clarividencia, ha de estar vertida en los cuarenta libros de cuentos, artículos y novelas que le siguieron. Alguien cederá a la facilonga tentación de colocarle a El gato eficaz el cascabel premonitorio y otro genio asentirá con la cabeza para disimular que la flecha ha caído a océanos de distancia. Es cierto que, por ejemplo, atribuida a otro personaje, la frase: “Encerrado en la angustia de lo que está por ser ni enterarse puede de lo que ya está siendo”, pudo surgir ayer de la pluma de la autora, o hacerlo mañana. El tiempo se escurre de los cronómetros y pasa a tomar forma en la incesante línea de montaje de las palabras donde el producto final nunca es ni parecido al que lo precede y, sin embargo, lo continúa.

Los rastreadores cultos de objetos inútiles podrán encontrar desperdigados en algunos párrafos ciertas marcas de época, ineludibles, nada obvias. Nada de Neruda, por suerte; alguito del Cortázar más jodón (reseñó el libro con entusiasmo), bastante del surrealismo de comienzos de siglo, resucitado por las revueltas de mayo del '68, ahí nomás. La incunable primera edición de la Antología de la poesía surrealista compilada por Aldo Pellegrini vio a la luz en diciembre de 1961 para inspirar a generaciones de escribas en los versos y prosa de André Breton, Robert Desnos, René Crevel, Leonora Carrington, Louis Aragon, Antonin Artaud y tantos otros. Referencias próximas o lejanas, hilachas, virutas de tamaña inspiración pueden adivinarse con cierto esfuerzo: “Huir no siempre es cobardía, a veces se requiere un gran coraje para apoyar un pie después del otro e ir hacia adelante. Nadie huye de espaldas como debiera huirse, por lo tanto nadie sabe qué es la retirada, el innoble placer del retroceso: disparar hacia atrás en el tiempo para no tener que enfrentar lo que se ignora”.

Tiempos aquellos en que cualquier escriba de morondanga, consagrado o pretendiente, inventaba su propio idioma, jerga o dialecto. Xul Solar ya había pergeñado el neocriollo y la panlengua en los años '40 con el más o menos secreto propósito de arrancarle una sonrisa a su amigo Jorge Luis Borges. A comienzos de los '60 Anthony Burgess había dotado a sus depredadores de La naranja mecánica del nadsat. Inolvidable el gíglico cortazariano en Rayuela y así de uno en fondo. Alérgica a las privaciones, Valenzuela tiene el suyo, inacabado: “Lo mano suele ser lo otro, ese hacer el bien a los débiles que no lo necesitan orpimirlos por que sí sin menjunjarlos ni arrancarles los ojos a fuerza de lágrimas ajenas a fuerza de gliptodontes y zocarontes que ni ellos ni nadie lograrán conocerse nunca más nunca más le dijo y no se vieron efectivamente ese fin de semana ni el otro ni el de más allá”. Debut y despedida como esos restos de grafito que se desprenden de los bocetos o aquellos trazos perdidos capaces de retornar donde no se los convoca, pero quedan regios.

Nadie será nunca capaz de afirmar que tal o cual párrafo, línea o sintagma de El gato eficaz ha resultado premonitorio de la prolífica escritura futura de Luisa Valenzuela; ni ella misma. Es el carácter experimental del libro lo que, entre otros muchos factores, lo impide. Porque la prueba, el intento, investigación o examen, como se llame, de manera alguna se halla en el acto de escribir de la autora sino en el otro polo, en la lectura. Es lo que ocurre dentro de esa lógica alternativa, no euclidiana, entre la cohesión interna y el disparate, donde el hecho literario se produce. Y más de medio siglo y cuarenta títulos lo contemplan. Sin prefigurar un anticipo ni leerse hoy como un colofón, este veterano felino sigue trazando su maullido perturbador hacia los vetustos ancianos olvidadizos de la emoción estética, no menos que a los pibes que aún no descubrieron qué es la juventud.