Cuando J.M. Coetzee, premio Nobel, fue a visitar la Biblioteca Nacional en Buenos Aires, hace varios años, se sorprendió de no ver a Luisa Valenzuela entre las fotografías de escritores argentinos. ¿Cómo era posible?
Universidades y centros culturales de Sidney, Oklahoma, La Habana, Viena y México habían tenido eventos dedicados enteramente a su obra: más de 30 libros, novelas, cuentos, microrrelatos, ensayos; una obra que fue traducida a diez idiomas, entre ellos el coreano, japonés y serbio.
Valenzuela recibió tantos premios y reconocimientos prestigiosos que se necesitarían muchísimas páginas para incluirlos a todos, además de la cantidad de estudios y tesis sobre su obra que se han escrito en distintas universidades del mundo y de las adaptaciones teatrales basadas en sus cuentos que se han realizado.
Paralelamente a todos esos logros y distinciones, en el año 2015, reconociendo un largo compromiso social, fue nombrada presidenta de PEN Argentina.
Hace poco Interzona ha reeditado la novela “El Mañana”, que Luisa Valenzuela define como un libro de aventuras, aunque no se refiere solo a las aventuras del relato sino también a las del lenguaje. Le llevó siete años terminarla. El resultado de ese periplo fue una “Carta de navegación”, conjunta con el libro, basada en una bitácora donde quedaron anotadas las ideas, las cavilaciones, los personajes y cambios que pueden surgir y pasar por la cabeza de una escritora.
Valenzuela considera “El Mañana” como su ars poética y un canto a la libertad de las mujeres. Dieciocho escritoras navegan hablando de todo un poco como podrían hablar escritoras que están participando en un Primer Encuentro Confidencial de Narradoras (el segundo encuentro ocurrió este 2020, en tierra firme y está en YouTube). El barco donde van es interceptado, ellas detenidas, acusadas de ser terroristas y obligadas al arresto domiciliario, en soledad e incomunicadas. Así comienza la novela, pero una vivencia que se inicia con el movimiento de un barco se continua con su antítesis: los efectos del detenimiento en un mismo lugar. El encierro lleva a reflexiones sobre la percepción del tiempo. “Ya no sé si esto es hoy, mañana o nunca” dice la protagonista. El tiempo estático se transforma en destiempo. Los días, los meses, no se disciernen más. Valenzuela escribió esta novela poco antes de una grave enfermedad. “Entendí que de alguna manera tenía un aspecto premonitorio: la protagonista está en arresto domiciliario y alucina, y yo, alucinando con meningitis, acabé en algo hospitalario llamado internación domiciliaria”.
Hay siempre humor en lo que Valenzuela escribe. Como toda persona que ha vivido su cuota de adversidades sabe que el humor y la risa impiden caer en el casillero de la víctima, porque al final nuestras desgracias son apenas un micro segundo en la atemporalidad del universo.
Infancia y vocación
Un detalle curioso en la biografía de Luisa Valenzuela es que en esa época cuando se les preguntaba a las chicas, a las adolescentes, qué les gustaría ser en el futuro, ella no hubiera contestado nunca escritora. Quería ser exploradora, matemática, pero escritora no. Veía a su madre, la escritora Luisa Mercedes Levinson, de quien Bioy Casares y Borges mencionaban con frecuencia sus capelinas y sus frases ingeniosas, la veía escribiendo en la cama y le parecía un destino de tal pasividad que no lo deseaba para ella.
La primera novela que Valenzuela escribió, “Hay que sonreír” (1966), fue en circunstancias particulares. Acababa de llegar a Francia a los veinte años, recién casada con un francés. Esta novela (que escribió mientras su beba dormía) puede ser el tipo de relato que una mujer muy joven siente la urgencia de escribir cuando queda aislada de su lengua, de su país y de lo que formó parte de su vida hasta ese momento y extraña todo terriblemente, entonces se mete en la piel de quienes sobreviven como pueden, en este caso la piel de una prostituta.
A su regreso de Francia, Valenzuela empezó a trabajar para el suplemento del diario “La Nación” en el que colaboró durante diez años. Para aprender el arte de la edición, de la corrección de un texto hasta dejarlo conciso y pulido, Luisa Valenzuela tuvo a un verdadero maestro: Ambrosio Vecino, que fue generoso con su tiempo y su saber, un periodista que veneraba la corrección y sobriedad del lenguaje, quizás porque era profesor de Letras o quizás porque era lo que se exigía y acostumbraba en esa época.
Valenzuela contaba con un atributo indispensable para el periodismo: la curiosidad. Hay personas que pueden pasar por la vida sin interesarse por nada o por nadie, o fingir que los otros les importan por alguna razón que busca un provecho propio, alguna ventaja, pero Valenzuela es justamente lo contrario y se apasiona por todo desinteresadamente, los lugares y la gente la intrigan, la sorprenden, busca respuestas, explicaciones.
Esa curiosidad por la gente se extendió a los países. Vivió en París, Barcelona, México, Nueva York. Cada una de esas ciudades aportó nuevas experiencias, sabores, olores, amistades, encuentros; la posibilidad de ver a su propio país en perspectiva, desde diversos ángulos, y tratar de comprenderlo sin dejar de quererlo.
En cada lugar donde permaneció un tiempo vivió la vida local de los intelectuales gracias, en parte, al periodismo que ejercía y a su deseo de conocer gente. En París frecuentó a Jerome Lindon, director de la editorial Éditions de Minuit. Como era la editorial que publicaba a Samuel Beckett, Valenzuela quiso conocerlo, pero el encuentro nunca ocurrió. Beckett era una persona sumamente privada, a tal punto que al ganar el premio Nobel en 1969, su esposa exclamó “es una catástrofe”, porque a partir de ese momento nunca más iban a dejarlo tranquilo. Lo que Lindon no le contó a Valenzuela fue que si quería conocer a Beckett tenía que ir al Hotel St Jacques, cerca de donde el escritor vivía en Montparnasse. A veces, Beckett salía de su reclusión y se encontraba en el hotel con artistas, escritores o simplemente admiradores. A pesar de ser antisocial era un hombre muy amable. Lindon contó que nunca lo había escuchado hablar mal de nadie, ni siquiera en esas circunstancias (una cena, por ejemplo) donde todos los invitados hablaban unánimemente mal de alguien.
Valenzuela llegó a Barcelona a fines de 1972 junto con su hija Anna Lisa de 13 años.
Entre otras cosas, quería conocer las tierras de su abuela materna, Mercedes Jové i Martí, que solía hablar de la casa pairal en Sitges, perdida para la familia siglos atrás. Luisa Mercedes Levinson decía que el marqués de Güell estaba emparentado con ellas y que quizá por eso su hija Luisa sentía a Gaudí tan próximo. Durante el año 1973, Valenzuela exploró fascinada esas tierras a la vez familiares y ajenas, ese idioma catalán que le volvía desde la infancia con alguna canción de su abuela.
En Barcelona sus amigos eran las escritoras y escritores que sucedieron al célebre boom. A veces se sumaba al grupo la escritora brasileña Nélida Piñon, que años más tarde ganaría el premio Príncipe de Asturias, y que le otorgaría a Valenzuela la Medalla Machado de Assis cuando fue presidenta de la Academia Brasileña de Letras. Hace poco Nélida Piñon publicó “Una furtiva lágrima”, un bello libro, reflexivo y sabio, con la templanza que da haber vivido, haberse asomado a la muerte y que ella dedicó a su perro. “Sigue conmigo. Creo que es el primer libro de la literatura brasileña ofrecido a un perrito”.
Los temas de Luisa Valenzuela
La novela “Como en la guerra” de Valenzuela es también el relato de un hombre que intenta entender. ¿Su sexualidad? ¿Por qué en sus conversaciones introspectivas con una mujer se disfraza de mujer? La literatura de Valenzuela es con frecuencia lo difícil de abordar, los temas relegados, incómodos, en este caso la transexualidad. El relato continúa en México y termina en Buenos Aires, reflejando de algún modo las ciudades por las cuales la escritora fue viviendo mientras escribía.
Cuando ella volvió a Buenos Aires con la novela por la mitad ocurrió la muerte de Perón y paralelamente las atrocidades de la Triple A. Para sobrevivir al shock de encontrar a su ciudad transformada en espanto se sentó a escribir los cuentos de “Aquí pasan cosas raras” y los escribió en un mes, en los cafés. Ediciones de la Flor lo anunció como el primer libro de los tiempos de López Rega, lo que tampoco era una prudente promoción considerando que los asesinos de la Triple A seguían activos en 1976. Casi al mismo tiempo, la editorial Sudamericana publicó “Como en la guerra”.
A los cuentos de “Cambio de armas”, Valenzuela los escribió en plena dictadura, viviendo en Buenos Aires (se fue en 1979) y como trabajaba medio clandestinamente en la revista Crisis, estaba al tanto de todo el horror, de las torturas y desapariciones que ocurrían. Como era imposible de publicar en la Argentina durante la última dictadura militar, vio la luz por primera vez en Estados Unidos.
En 1979 la invitaron a ser “Writer in Residence” en la universidad de Columbia y Valenzuela aceptó. Luego NYU (New York University) le ofreció la prestigiosa “Berg Chair”, una cátedra para escritores angloparlantes. Fue la primera vez que nombraban alguien de un país no-anglo. A sus estudiantes les aconsejaba ser transgresores, no atenerse a pautas de cómo debía escribirse, burlar las reglas. Los estudiantes que también seguían los cursos de Gordon Lish le comentaban a Valenzuela que él en cambio les recomendaba exactamente lo contrario. Lish es el editor que mejoró ostensiblemente los cuentos de Raymond Carver, al menos al principio. En una entrevista, Lish que es un hombre sincero y malhumorado (así lo recuerdo) dijo algo que demuestra su enorme diferencia con Valenzuela y no solo por los consejos a sus estudiantes: “Hay que tener un interés por el mundo para captar lo sublime. Hay que interesarse por la gente. A mí no me interesan el corazón o la mente de los otros, ni siquiera los míos”.
En una mesa de saldos, Susan Sontag compró un libro de Valenzuela sin conocerla y lo leyó asombrada por su particularidad. Luego, entrevistada por el New York Times en 1980, Sontag mencionó escritores que habían optado por formas más originales de expresarse como Italo Calvino de Italia, Danilo Kis de Yugoslavia, György Konrád de Hungría y Luisa Valenzuela de Argentina. Susan Sontag que tenía un poder absoluto en el medio intelectual neoyorquino le abrió las puertas del PEN America y de ese extraordinario “think tank” que supo ser el New York Institute for the Humanities del cual Valenzuela fue “fellow”, un reconocimiento que no se le otorga a cualquiera.
Vida en New York
New York es la ciudad favorita de Valenzuela. La vorágine allí en la década del 80 maravillaba y espantaba simultáneamente. Ella se refiere a esos años como “estar en el ombligo del mundo viviendo muchas vidas, algunas penosas, de enorme exigencia, otras exultantes. Esa ciudad irredenta me hizo profesora universitaria, de posgrado, en inglés, yo que nunca seguí carrera alguna”. A veces ella se lamenta de no haber sido alguien metódico que anotaba encuentros y conversaciones, considerando la cantidad de simposios de escritores a los cuales fue invitada a participar y donde se cruzó con escritores como William Styron, Salman Rushdie, Toni Morrison, y como dice ella la lista es larguísima. De todos los eventos hay uno que recuerda especialmente. Ocurrió en Smith College, y fue una semana dedicada a José Donoso, Guillermo Cabrera Infante y Luisa Valenzuela.
En New York empezó a escribir “Novela negra con argentinos”. Un escritor argentino mata a una mujer, también escritora, en un departamento del Upper West Side de Manhattan. Desde el principio se sabe quién es el asesino y cómo mata, lo que no se sabe y él tampoco parece saberlo es la razón de ese crimen, el porqué.
Después de casi diez años de vivir en New York, Valenzuela se dio cuenta de que estaba pensando en inglés, soñando en inglés y temió perder su idioma. Concluyó que era una sociedad donde todos se tomaban demasiado en serio, donde aspirar a la perfección era obligatorio y sintió que necesitaba responder al principio fundamental de la patafísica: nunca tomar lo serio en serio.
Así como New York es su ciudad favorita, México es su país favorito. No fue en México donde conoció a Carlos Fuentes sino en París y no fue en Buenos Aires o Paris donde conoció a Cortázar sino en México. Fueron los primeros cruces, confluencias entre estos dos escritores. En su libro “Entrecruzamientos Cortázar-Fuentes / Fuentes-Cortázar” también se cruzan las ciudades donde los vio por última vez. Cortázar fue en New York, Fuentes en Buenos Aires. Ninguno de los dos en la ciudad que habitaban. Fuentes estaba en Buenos Aires para dar el discurso inaugural de la Feria del Libro (murió dos semanas después). Tenía tantos compromisos en esos días que encontrarse a solas con él por unos minutos fue imposible, en cambio con Cortázar se vieron varias horas en New York. Una tarde de otoño a fines de noviembre de 1983, él que acababa de completar una gira de conferencias la llamó por teléfono y según cuenta Valenzuela en su libro “Entrecruzamientos” le preguntó si podían verse al día siguiente. Cortázar dijo que “quería pasar una larga tarde de amistad, tranquila, lejos de toda exigencia”. Se encontraron en el bar del hotel donde él se estaba quedando. Luisa habló del entusiasmo que le causaba New York, mostrándole que no tenía nada que ver con lo que él asumía era “Gringolandia”. Después lo acompañó al aeropuerto porque a Cortázar le gustaba llegar muy temprano. En algún momento la conversación derivó en el tema de la salud. Cortázar comentó que no estaba del todo bien, tenía un problema de piel muy molesto. Antes de emprender su viaje se había hecho unos análisis y ahora a la vuelta tendría los resultados. Quería tomarse un año sabático para escribir una novela y entonces le contó el sueño que había tenido. Un sueño que Valenzuela relata también entrecruzado con un libro que ella estuvo a punto de comprar camino al hotel de Cortázar. Un sueño en el cual se puede discernir (si nos inclinamos hacia ese tipo de interpretaciones) una premonición de muerte. Un sueño que de algún modo sería el precursor del libro que ella escribiría treinta años más tarde. Tres meses después de relatarle ese sueño, Cortázar estaba muerto.
El libro “Entrecruzamientos” es un homenaje y un agradecimiento por la amistad tan especial que cada uno de ellos le brindó. Ambos la alentaron con su escritura. Unos años más tarde, Cortázar escribió: “…leerla es participar en una búsqueda de identidad latinoamericana que contiene por adelantado su enriquecimiento”.
Valenzuela escribió libros fundamentales que se conectan con lo que fue nuestra historia nacional y las formas políticas que la determinaron. Sin embargo, fue poco reconocida por la crítica argentina en ese sentido, como si prefirieran no darle ese mérito a una mujer y decidieran que era básicamente territorio de hombres, porque solo los hombres podían dar a asuntos políticos la seriedad que merecían. Su libro de cuentos “Simetrías”, sobre todo el cuento de ese nombre resultó casi invisible para ellos. Es su colección de cuentos preferida, la contrapartida once años después de “Cambio de armas”, y en el resto del mundo fue muy publicado y comentado.
El cuento que le da título al libro “Simetrías” tiene que ver con la tortura y la forma en que la dictadura militar usaba el lenguaje para forzar su poder en los cuerpos de las prisioneras.
La crítica argentina ponderó mucho la sección “Cuentos de hades” que se basa en fábulas tradicionales, pero invirtiendo los significados y las moralejas, aceptando que hay cierto horror en la inocencia, en su obstinación por no ver, pero del cuento “Simetría” ni palabra.
A la pregunta de por qué cree que eso ocurrió, Valenzuela contesta: “En su momento pensé que era porque las escritoras tenemos una visión en general menos maniquea que nuestros colegas hombres, percibimos y anotamos inquietantes matices de gris, incursionamos por terrenos que resultan incómodos para las mentes ‘preclaras’, mentes patriarcales”.
De alguna manera se refiere a una visión femenina mucho más ambigua de las cosas, es decir a la posibilidad de que el mal tenga matices de debilidad y el bien de perversión.
“Cola de lagartija” se construye alrededor de la figura de José López Rega. Es un tema que Valenzuela ha explorado en distintas novelas y cuentos, pero cuando lo abarca se enferma. Una clara muestra de lo que ella llama escribir con el cuerpo. El cuerpo se presta a escribir, pero a veces no resiste lo que escribe.
Valenzuela estaba viviendo en Estados Unidos en esa época, 1980, pero empezó la novela durante una vacación en México. Desdibujar la figura del Brujo le permitió inventar a su antojo y darle a él la voz para que diga lo suyo, en tanto personaje. “Que después mucho de lo inventado resultara premonitorio no fue, claro, intencional. Son jugarretas que nos hace el escribir con las antenas aguzadas…”. En la contratapa de “Cola de lagartija”, Carlos Fuentes escribió: “Luisa Valenzuela es la heredera de la ficción latinoamericana”.
En 2012 viajó a Cerdeña atraída por el misterioso carnaval Mamoida. Enseguida el tema del Perón sardo la fue atrapando y a la vuelta de su viaje, inspirada por todo lo que había visto y escuchado, empezó a escribir “La máscara sarda”, basándose en un mito con visos de realidad que circula por Cerdeña.
En su casa, en el estudio donde Valenzuela escribe, las máscaras que colecciona están ubicadas alto en las paredes, por encima de miles de libros, así que para mirarlas hay que levantar la vista como bien merecen. No sé por qué mencionarlas –quizás porque a ellas les resultaría injusto que lo omita –me inspiró para destacar un rasgo de Luisa Valenzuela sobre el cual siempre escucho comentarios, a menudo sorprendidos, como si no fuera posible en la personalidad de una escritora: es increíblemente generosa.
Durante el año 2020, que quedará asociado con el coronavirus y el letal Covid-19, ella ha retomado un texto que empezó en 2010 después de recuperarse de su devastadora meningitis viral. Describe la primera parte como su “recuperación de la escritura” gracias a una miscelánea que mezcla reflexión y poesía, algo inusitado en ella. Y la segunda parte, diez años después, conformada por una nueva miscelánea junto con unos cuentos muy breves, que expresan con ironía lo que este tiempo de encierro, de apartamiento social, pueden hacerle a la mente humana. Por ahora se titula “La aventura del cuerpo. Interior noche/ Exterior día” y seguramente, basándome en la lectura de “Eustaquio”, será un libro único como todo lo que Valenzuela escribe.