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Luna en la hierba: la poesía japonesa antigua

Aurelio Asiain compila,presenta y traduce una colección de 38 tankas japoneses en un libro editado por Interzona, verdadera joya oriental de la que tomamos una pieza. Por Aurelio Asiain.

En Haku Rakuten, pieza de nô que se atribuye con menguante certidumbre a Zeami, el poeta Po-Chu-I (Haku Rakuten para los japoneses) es enviado por el emperador de China a subyugar el espíritu de Japón. Apenas desembarca en la isla, se encuentra con dos rústicos pescadores que, para su sorpresa, no ignoran su nombre ni la música de sus versos y, para su maravilla, practican una forma de poesía distinta de la china pero que la supone y la transfigura. Esa forma es la uta: una secuencia de cinco ku (unidades rítmicas que en adelante llamamos, con imprecisión, versos), cada uno de cinco, siete, cinco, siete y siete moras (las llamaremos, con imprecisión, sílabas), en la que encuentran cauce las voces de las islas: no sólo las de sus hombres y mujeres, también las de las aves y los insectos y los demás seres vivos. Ante esta revelación, el famoso poeta claudica para volver por donde vino. Entonces, uno de los pescadores, transfigurado en Sumiyoshi, dios japonés de la poesía, baila, y al bailar anima con sus mangas un viento que empuja al barco de vuelta a las costas de China.

La alegoría es transparente. Cien años después de compilado el Man’yoshû, el vasto florilegio de la época de Nara, la escritura de poemas en chino había alcanzado tal boga en la corte que las formas nativas languidecieron y la lengua se vio relegada extramuros de la página. Sobrevivió en manos de las mujeres, en el flujo de los relatos, y porque una cultura no puede vivir fuera de sí sin extinguirse.

La primera antología imperial, el Kokin wakashû (Colección de poemas antiguos y modernos) cumplió con creces el propó-sito de recobrar para la lengua nativa la voz cantante: fue una declaración de independencia cultural frente a China, en un momento culminante de la toma de conciencia y de afirmación de la identidad nacional. Sabemos entonces cuando resucitó la uta, no cuándo surgió ni cómo se formó. Esa forma tienen ya los poemas japoneses más antiguos que conocemos: las pocas canciones que recogen el Kojiki y el Nihonshoki, las dos obras de historiografía mítica del siglo viii, y el Man’yoshû. Aunque en la antología es evidente la herencia simbólica y metafórica china (por ejemplo, en la preeminencia del árbol del ciruelo sobre el del cerezo), los poemas japoneses que contiene alternan casi sin excepción los versos blancos de cinco y siete sílabas. Salvo un puñado de poemas un poco más extensos, además, todos corresponden a lo que hemos llamado uta, canción, o waka, poema japonés (por oposición a kanshi, poema chino), y desde el siglo XIX tanka, poema corto (por oposición a chôka, poema largo, es decir, nagauta). Dejando de lado los poemas en chino, Japón muy raramente practicó otra forma desde el siglo VIII hasta el siglo XV, cuando, al suprimir los dos versos finales de la estrofa, se desarrolló (el verbo es paradójico) lo que hoy llamamos haiku. La novedad tuvo buena fortuna, los practicantes se multiplicaron por millones y en el siglo XX el haiku cundió en Occidente, con efectos sólo comparables a las que tuvo antes el descubrimiento del ukiyoe, y tal vez aun mayores. Pero no dejaron de escribirse tankas, y de tankas son los libros de poesía que más se venden hoy en el mundo: los de la poeta Tawara Machi, que alcanzan cuatro o cinco millones de ejemplares.

¿Por qué no se desarrollaron más versos que los de cinco y siete sílabas, ni más formas que la del tanka? La respuesta está, en parte, en la lengua japonesa, cuyo espectro sonoro se reduce a ciento veintiséis sílabas, siempre iguales a sí mismas y que constituyen la unidad mínima de la lengua. (Las sílabas de la lengua española, que se alteran y transforman al entrar en contacto unas con otras, suman más de dos mil quinientas y se descomponen en un número reducido de fonemas.) En un terri-torio tan escaso no caben los versos extensos, los poemas largos resultan monótonos y la rima es contraproducente. ¿Por qué, sin embargo, hubo odas como las de Hitomaro, y luego no volvieron a intentarse? En parte, dicen, porque durante la época de Nara el sistema fonético se redujo, y las ocho vocales existentes quedaron en cinco. Pero no se entendería entonces cómo los poetas de nuestros días han logrado escribir, con buena fortuna, poemas considerablemente más extensos (aunque es cierto que sin desarrollar una métrica contemporánea). La explicación hay que buscarla no en el espacio de la lengua, sino en los límites de la cultura. El tanka es seguramente una invención popular, o al menos anónima, pero su desarrollo posterior al Man’yoshû es obra de una cultura cortesana, ritualista y conservadora, que no entendía la invención sino como homenaje a la tradición y en la que no se ejercía la crítica sino como enérgica preceptiva. A cambio de no extenderse más allá de las treinta y un sílabas, la poesía japonesa tuvo una suerte de crecimiento interior: desplegó un complejo sistema de alusiones y sobreentendidos, extremó las contracciones sintácticas y sometió su universo simbólico a una codificación extrema (que naturalmente devino a veces en un manierismo).

La complejidad formal y el enrarecimiento referencial de la poesía japonesa antigua hacen pensar en la del barroco español, pero su indeterminación sintáctica y su ambivalencia semán-tica no aparecen entre nosotros hasta las vanguardias del siglo pasado. Algunos de sus recursos retóricos pueden parecer sorprendentemente modernos, y el lector occidental de nuestros días está sin duda mucho mejor dispuesto a sus ambigüedades y su carácter fragmentario que el de hace apenas un siglo. Al mismo tiempo, son poemas que no ejercen ni esperan del lector la clase de libertad postulada por la crítica contemporánea. Exigen otra, naturalmente, y si desde luego hemos de leerlos littéralement et dans tous les sens —como dijo Rimbaud—, habrá de ser dentro de los límites que suponen el conocimiento de una tradición, la conciencia de un contexto, la obediencia a determinadas convenciones. Ante todo, precisamente, la del espacio de la lectura. Tendemos naturalmente a considerar la poesía como expresión de la intimidad, lenguaje de los sentimientos, confesión personal: private words that I addressed to you in public, en el verso de Eliot a su esposa. La poesía japonesa, desde el Man’yoshû pero sobre todo a partir del Kokin wakashû, se escribe para leerse no en público —esa dimensión no existe en ese mundo— sino en sociedad, ex profeso para determinada circunstancia, y sólo excep-cionalmente expresa, por lo mismo, sentimientos personales o se atreve, sin ofensa al decoro, a referir la intimidad. Es una poesía que emplea un vocabulario estrictamente limitado para tratar unos cuantos temas y reelabora una y otra vez las mismas imágenes para dar nueva expresión a una sensibilidad colectiva. Pero no le pidamos originalidad ni osadía moral — aunque nos saldrán al paso—, porque no es lo que busca.

 

Murasaki Shikibu distinguía, en prosa de Borges, que traducía a Waley, las estrellas borrosas de la nieve que cae. En este poema de su contemporánea Izumi Shikibu (970–1030), tan señalada por su talento poético como por el escándalo de sus amores, los puntos luminosos no son estrellas sino luciérnagas, vistas tras el cristal del extrañamiento de sí. El poeta chino Po–Chu–I pensaba en su amada al mirar la blancura. Izumi Shikibu, a la orilla del agua y a la orilla de sí, perdida en sus pensamientos, ve unas luces que revolotean y no sabe en qué pensaba. Se recobra ausente.

La primera línea se traduciría literalmente como “pensando en cosas”; según Hirshfield es expresión hecha que signi-fica “recordando” y se refiere al amante muerto, el príncipe Atsumichi. La nota que precede al poema en el Goshûi wakashû sólo dice: “Olvidada por un hombre, fue al templo Kibune y compuso esto sobre la visión de las luciérnagas junto al río Mitarashi.”

En los diccionarios modernos la primera acepción de 澤, sawa, es ciénaga o pantano. En nuestra lengua esas palabras implican sombra y suciedad; entre los significados asociados en japonés están rocío, niebla, lustre, resplandor.

Tama, en la línea final, aparece escrito en algunas versiones con el carácter de “alma”; en otras, con el de “joya”. McAuley transcribe la primera pero traduce la segunda; Hirschfiel da sparks pero anota que el sentido es “souls’ jewels and longings wandering out of my body.” Creo que ese sentido se desprende de la versión española. La asimilación de los insectos luminosos a pensamientos perdidos (y de la oscuridad exterior a la incertidumbre interior) es natural; las joyas salen sobrando.

 

Ganador al mejor libro argentino de creación literaria: "El náufrago sin isla" de Guillermo Piro es la obra ganadora del Premio de la Crítica de la Fundación El Libro 2024