Cada pandemia privilegia sus principales víctimas, sin que por ello deje indemne al resto de la población. Tanto la gripe de 1919 como la poliomielitis de mediados del siglo pasado o la H1N1 de 2009 se las agarraron con los niños. Siempre, claro, entre los sectores sociales más desprotegidos. Este Covid-19 prefiere a los viejos, que la corrección política denomina adultos mayores. Pero hubo un virus, a comienzos de los años ’90 del siglo XX, que hizo caso omiso de los grupos etarios y arrasó con los varones del planeta.
No con todos. En Buenos Aires quedó Mario, treintañero, algo decadente, mago de profesión, divorciado, habitante del barrio de Tribunales, destino al garete. También un minúsculo manojo de viriles congéneres a los que vio de lejos, salvo a dos; uno con el compartió cautiverio en un vagón de tren; otro, navegante solitario que bogaba frente a las playas del tan bonaerense Municipio de la Costa. Subespecie remanente que de un día para el otro pierde sus atributos simbólicos, la masculina queda convertida en una entidad anatómica, fluctuante, determinada por el régimen del producto escaso.
Por fortuna esta masacre ocurrió en una ficción pergeñada por Carlos Chernov (Buenos Aires, 1953) que en su momento le valió uno de los últimos premios literarios irreprochables, antes que buena parte de tales certámenes fueran íntegramente abducidos por los estrategas del marketing multinacional. Anatomía humana es una novela post-apocalíptica de pandemia tanto como Moby Dick es un relato náutico o Los hermanos Karamazov la descripción de una familia disfuncional. De impecable escritura, admite vericuetos metafísicos entrelazados en un relato de alta intensidad, sin resuellos, y sucesivas capas de significación que avanzan subsumidas en el desarrollo de la trama. A casi tres décadas del momento de su concepción, la novela de Chernov retorna en una muy cuidada reedición a cargo de una pequeña editorial local inusualmente abocada a redoblar el placer de la lectura.
Entre la ironía, el humor negro y el drama, Mario transcurre lo que le queda de vida en un registro tercero al que se refiere una voz narrativa dedicada a otorgar color y textura a cada escena, no a todas: “¿Quién lo había elegido para sobrevivir? (En los años siguientes esta duda volvería a martirizarlo muchas veces, al punto de preguntarse si no había muerto durante el sueño y, por continuar dormido, todavía no se había dado cuenta de ello)”. Sin anclarse en un registro, planea sobre las planicies de la razón hasta picar sobre los abismos de la irracionalidad: “Se apropió de su mente la idea simple y diáfana de que todo era una farsa. Una comedia representada para él por una multitud de personas. Una gigantesca puesta en escena, un montaje inconmensurable para un único espectador-actor: él mismo. Muchas veces había experimentado la sospecha de ser el centro de una descomunal conspiración, la única persona real en medio de infinito número de demonios”.
Achicharrada la autorreferencia narcisista por la urgencia que sobrevivir impone, el protagonista se lanza por las calles porteñas, atraviesa sitios aún hoy reconocibles y, con ellos, como al pasar, se aventura en las clases. Almagro y Palermo, clasemedieros pero distintos; el Barrio Parque aledaño al Museo de Arte Decorativo y Avenida del Libertador, donde conviven nuevos ricos con antiguos oligarcas mientras avanzan grupos antagónicos matándose por la magra propiedad de un par de ejemplares machos. Después, el desolado Microcentro y la estación ferroviaria, copada por una alianza de médicas ginecólogas y artistas de circo enfrascadas en un proyecto eugenésico.
Travestirse para sobrevivir deja de constituir una opción de género: es indispensable a fin de poder deambular dentro de un margen que se estrecha, amplía y desplaza dentro de ese “óptimo de diversidad” de la etnología, bajo el cual yace el Bien y sobre el cual impera el Mal, ambos absolutos. Fronteras una y otra vez destrozadas, a medida que el personaje atraviesa la tan fértil como inútil vastedad de la pampa hasta arribar a lo que alguna vez fueron playas elegidas por las distintas franjas de la sociedad, ahora hechas añicos. Los cangrejales de Samborombón, San Clemente, Valeria del Mar, Villa Gesell, Pinamar son tierra ocupada por bandas donde ya “no había hombres, y las mujeres ya ni actuaban como mujeres. Sería la abeja reina de esta colmena de obreras y todos vivirían en análoga abstinencia sexual”. Situación irreconocible, únicamente comparable a “una chirriante nota de violín, de aquellas que únicamente pueden ejecutarse frotando un arco de pelo de caballo sobre cuerdas de tripa de gato”.
Con el deseo como causa única, jamás explícita, Anatomía humana resquebraja todo saber sabido sobre el sexo y las clases sociales, el género biológico y la libertad humana, la barbarie y su civilización. Historia sin pretensión de moraleja, o con tantas muchas, conmociona al lector sin darle respiro en una escritura donde el autor parece abstenerse y casi desaparecer para operar estrictamente como letra. Novela desperdiciada por la producción cinematográfica, acaso acobardada por la dificultad a la que nunca le temieron Leonardo Favio o Stanley Kubrick, esa de zambullir la imagen en profundidades donde la luz varía a cada brazada y el medio adquiere densidad y temperaturas diversas a medida que el cuerpo se desplaza.