“Me parece que si hay una eficacia a la cual uno puede aspirar en la literatura, estriba en la expansión de la conciencia, y eso está relacionado con el vencer las mediaciones, multiplicar las maneras de pensamiento y de aproximación a lo real”, le dijo Marcelo Cohen a Graciela Speranza en 1993. Cohen murió el sábado 17 pasado en la ciudad de Buenos Aires. Había nacido en la capital argentina el 29 de septiembre de 1951 y por entonces todavía vivía en Barcelona, donde había llegado poco antes del Golpe de Estado de marzo de 1976. “La Barcelona de esa época era un viaje mental considerable”, escribió años más tarde; “todas las heterodoxias que se habían incubado durante el franquismo se desplegaban en una multimáquina de proyectos, no todos imposibles. […] Un día me encontré con que nadie me observaba ni me pedía explicaciones: esa independencia, que no había sentido nunca y me exaltaba, me ayudó con el tiempo a leer mejor, ver más, descubrir qué era lo que me importaba escribir y decidir una profesión”.
“El oficio de traductor puede ser sublime o grotesco, pero raramente aburre”, apuntó. Con los años, Cohen tradujo a Kathy Acker, Jane Austen, J. G. Ballard, Ray Bradbury, William Burroughs, Al Alvarez, Raymond Roussel, Edmund De Waal, Gene Wolfe, Philip K. Dick, T. S. Eliot, Wallace Stevens, Clarice Lispector y Philip Larkin, entre otros. Ya convertido en uno de los traductores al español más importantes de la época, publicó su primera novela en 1984: El país de la dama eléctrica era un libro sobre la pérdida de la inocencia y ponía de manifiesto el enorme interés que su autor tenía por la música, de la que fue un entusiasta desacomplejado y erudito.
La siguieron novelas como El sitio de Kelany (1987), El oído absoluto (1989), El testamento de O’Jaral (1995), Donde yo no estaba (2006) y Casa de Ottro (2009), diez libros de cuentos —entre ellos El fin de lo mismo (1992), Hombres amables (1998), Los acuáticos (2001) y Llanto verde (2022)— y siete libros de ensayos, incluyendo Un año sin primavera, un bellísimo libro de 2017 en el que la pérdida de esa estación del año a raíz de una estancia en el hemisferio norte y la contemplación de una naturaleza infrecuente propiciaban en el autor una reflexión sobre las “muchas ficciones que empiezan mencionando la meteorología” y un puñado de recorridos, los que iban de una instalación de David Hockney a un artículo de Naomi Klein, de las voces de Anne Carson, John Berrymann y John Ashbery a las de Arturo Carrera, Tom Maver y Chris Andrews, de los diarios meteorológicos del singular Henry Darger a una obra canónica de Claude Lévi-Strauss, del extraordinario libro de J. A. Baker El peregrino —que Cohen tradujo en 2016— a la constatación de que la destrucción del medioambiente y el cambio climático nos están dejando, literalmente, sin tiempo.
Una época como la nuestra —habituada a la sobreproducción editorial y a la caducidad espontánea de autores y de títulos— quizás tenga difícil comprender el modo en que los libros de Cohen eran, y son, leídos y atesorados por sus lectores, que esperaban —esperábamos— con ansiedad la próxima novela, el siguiente texto, la nueva pieza que el autor añadiera al puzle de su Delta Panorámico, un territorio deliberadamente opaco y situado entre la realidad y la ficción, entre cierta representación de la oralidad argentina y la innovación lingüística y entre el realismo narrativo y la ficción especulativa, en el que transcurren muchos de sus libros.
“Leer mejor” y “ver más” fueron parte del proyecto narrativo y vital de Cohen, que amplió las posibilidades de la literatura contemporánea en español y es una de las influencias más visiblemente ocultas de muchos de sus autores. “Para mí el riesgo y la posibilidad del fracaso, como lector y como escritor, redundan en un aumento de la plenitud”, le dijo a Speranza en 1993. “La entrada en un mundo opaco incluye la posibilidad de una evasión más radical. Los escritores que a mí me dan las experiencias más interesantes, los que verdaderamente me importan, me producen esa agitación general conjunta de pensamiento, memoria, sentimiento y sentidos [que significa] la expansión de la conciencia”.
Marcelo Cohen producía esa agitación con extraordinaria eficacia, y no lo hacía sólo en sus libros. Un mediodía de mayo de este año, sentado frente a él en un bar de Buenos Aires, por ejemplo: sentado frente a él, yo sentía el deseo acuciante de tomar notas, constatar lecturas, apuntar nombres y títulos, tratar de estar a la altura de su inteligencia y de la de Graciela Speranza, su mujer desde aquella entrevista de 1993 en la que se conocieron. Cohen y Speranza dirigieron juntos, después, Otra Parte, la revista argentina de pensamiento y artes. Allí publicó uno de sus últimos textos, un ensayo titulado En torno a Vaca Muerta. Anotaciones sobre el fracking y el nombre de un yacimiento, que refleja el modo en que concebía la existencia humana: como una manifestación natural, potencialmente dañina, pero no exenta de una belleza que es necesario preservar.
Cohen escribió en una ocasión que sus padres —él, búlgaro; ella, hija de ucranianos y polacos, ambos judíos— le habían transmitido “una buena cantidad de miedos, titubeos y un descreimiento plagado de supersticiones, pero también fuerza de voluntad, mucho cariño y una propensión a disfrutar con pequeños placeres: un paseo con helados, una película”. Unos años después, bajo un sol de órdago, en Buenos Aires, me regaló la gorra que llevaba. Por pudor, yo no quería aceptarla, pero Marcelo me recordó que es bueno desprenderse de las cosas, dar: quizás haya sentido al hacerlo uno de esos “pequeños placeres” de los que tanto disfrutaba. Yo, por mi parte, sentí que había tenido una gran suerte al escoger a mis maestros: sigue conmigo y la uso a veces, por ejemplo cuando recuerdo las otras muchas cosas que Cohen nos dio y que van a permanecer con nosotros.