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¿Me vas a amar después?

Leer a Stevenson en diversas salas de espera puede generar cruces de ideas y escenas. Así avanza este texto, como la literatura y la vida.

por Gabriela Baby


Mientras espero que me atiendan, leo a Stevenson. Es un libro de ensayos que se llama Enamorarse y hace juego -¿pareja?- con otro que algún día comentaré de D.H Lawrence que se titula Hacer el amor con música (los dos de la colección Zona de tesoros, de Interzona). La música, por cierto, suena a todo volumen en la sala de espera de la depiladora. Intento apagar mentalmente Radio Cien con la primera frase del primer ensayo: “Con la única excepción de Falstaff, todos los personajes masculinos de Shakespeare son, podría decirse, proclives al casamiento”. Proclives, me gusta esa palabra. ¿Quién sigue? – llama la depiladora, delantal rosa y espátula en mano. Paso al camarín.

Escena uno
Ella habla mientras unta mis piernas con cera caliente. Dice algo de mi piel y después me cuenta que hace un tiempo depiló a una pareja de chinos. “Ella, la china, tenía una piel de porcelana, blanca, pocos pelos”, dice. Esparce la cera en mi pantorrilla: quema, pero no digo nada. “Él tenía la piel como de mármol”, sigue el relato mientras envuelve cera nueva en la espátula. “Eran jóvenes, una pareja de treinta, ponele. No de treinta años de casados, de treinta de edad”, y se ríe de su propia aclaración. Me mira cómplice, tira de la cera fría y me arranca pelos. Duele pero me río. “Treinta de casados, no”, repite acentuando el no, y más divertida: “Mirá si te vas a venir a depilar en pareja a los treinta de casados… A esa altura le decís, vos… vos y tus pelos, mirá, vos y tus pelos váyanse lejos”, y se ríe más mientras vuelve a quemarme con cera nueva la otra pierna. Yo sigo sus carcajadas y digo algo como Imaginate o Por supuesto mientras nos reímos juntas. La depiladora tiene mi edad e intuyo que sabe lo que es llevar muchos años de casada (¿todos somos proclives?). Y vos, ¿me vas a amar después?

Escena dos
Un par de días más tarde sigo con mi librito formato pocket, esta vez en la sala de espera del ginecólogo. “Parece, al menos, que la gente tenía muchas menos dudas sobre el matrimonio en los tiempos de Shakespeare”, leo y al instante tengo que cerrar el libro porque estoy dentro del consultorio, frente a mi médico, que mira mi ficha y me pregunta cómo ando. Bien, le digo, y es verdad, y de paso le cuento que voy a correr al parque cada tanto y eso me hace sentir mejor. No tengo idea de por qué de pronto hablé de las escasas medias horas que ando dando vueltas por el parque pero él me dice que está muy bien, que correr hace bien, sobre todo hace bien a la pareja, dice. “Para mantener bien a la pareja, él o ella deberían salir a correr un kilómetro por día”, explica. “Un kilómetro cada día y a lo largo del año tenés a tu pareja a 365 kilómetros: cada día te llevás mejor”, se ríe, me río y pienso ¿La gente tenía menos dudas sobre el matrimonio en la época de Shakespeare? Ahora no me río más y mascullo una nueva pregunta: ¿El matrimonio tiene fecha de vencimiento? ¿Por qué insistimos entonces? Y ya que estamos, ¿me vas a amar después?   

La pasión y entonces

La pasión arrasadora que nosembarga un día con la fuerza del para siempre (o al menos del “hasta que dure”), esa misma pasión que un día nos hace ir al registro civil y firmar actas y libretas, o contratos de alquiler o boletos de compra, o hacer una gran fiesta, o mudarnos (acciones todas no excluyentes) y definitivamente dejar de lado nuestros ideales de soledad, instrospección y libertad, esa pasión, ¿un día inexorablemente termina? ¿No hay manera de esquivar el lugar común? ¿No somos tan creativos? Y ya que estamos, ¿me vas a amar después?

En uno de sus ensayos, publicado en 1876, Stevenson dice: “Enamorarse es la única aventura ilógica, la única cosa que estamos tentados a ver como supernatural en nuestro anodino y razonable mundo”. Y es verdad: damiselas en apuros, a veces muy racionales, siempre prácticas, indudablemente feministas, muchas universitarias, algunas incluso anarquistas, ricas o pobres, huérfanas o reinas, más o menos felices, un día, ante la llegada del amor, perdemos la chaveta y trasladamos nuestros días a una escena de convivencia de pareja. “El efecto es totalmente desproporcionado a la causa”, advierte Robert Louis, pero no nos importa: allá vamos. En ese estado de enajenación y vértigo, dejamos atrás un modo de vida personal y muy propio para embarcarnos en la aventura de vivir de a dos.

Y entonces somos felices, nos encanta, estamos a pleno. Hasta que un día algo se desacomoda, se tuerce un poco, se oxida apenas en el borde. Y otro día, una palabra se silencia, un dolor interno se calla. Y después el clima se pone invernal o tormentoso, los mecanismos del amor se revelan superficiales, la escena íntima se torna menos brillante, aburrida, falsa. Stevenson nos advierte: “El matrimonio es aterrador, pero también lo es una vejez fría y solitaria”. ¿La vida en pareja es acaso un antídoto contra el terror a la soledad de la vejez? ¿Así de práctico resulta su origen? ¿Me vas a amar después?

El matrimonio y la muerte bailan una danza permanente. Si el pacto prospera, uno verá morir al otro. Pero también, el matrimonio es la muerte de un tipo de vida.  Muchos personajes de ciertas comedias, dice Stevenson, “esperan la llegada del matrimonio como uno se prepara para la llegada de la muerte: ambas cosas parecen inevitables: cada una es un gran quizás, y un salto en la oscuridad para el cual un hombre apocado debe armarse especialmente de valor”.

Valor, damiselas, ¡valor!

Enamorarse no tiene desperdicio: cuenta con un prólogo delicioso de Matías Battistón (traductor y compilador) y reúne diversos ensayos publicados en revistas de la época, cartas y algún poema en los que Robert Louis – devenido Dr. Jekill y Mr. Hyde al mismo tiempo - se despacha con disquiciones acerca del amor y sus demonios.

Dice Mr. Stevenson – que además se casó con Fanny Van de Grift, una fogosa mujer que conoció después de haber pasado por diversos amores (prostitutas, mujer casada, amor epistolar, mucama y primer amor): “Veo a mujeres que se casan indiscriminadamente con burgueses alelados y muchachos con cara de hurón y mirada de espanto, y a hombres que conviven muy satisfechos con mujeres ordinarias y gritonas, o que desposan acidulas vestales. Una respuesta común es que la gente buena se casa porque se enamora. Por supuesto, uno puede usar y abusar a su antojo de cualquier palabra, mientras tenga el mundo entero de su lado; pero enamorarse es como mínimo, una expresión algo hiperbólica para aludir a una preferencia tan tibia.(…) De hecho, si el amor en verdad es eso, entonces está claro que los poetas han estado engañando a la humanidad desde que el mundo es mundo”.

Los poetas nos engañan

“No se casen, chicas, no se casen”, gritaba Nacha Guevara hace algunas décadas y con las palabras del genial Boris Vian nos alertaba: “¿Han visto ustedes a un hombre desnudo saliendo de pronto de la bañera, chorreando agua por sus muslos peludos y con el bigote lleno de tristeza? No se casen, chicas”.

Pero porfiamos, y nos casamos. Y llevamos las cosas aún más lejos: tenemos hijos, compartimos viajes y organizamos reformas a la casa. Hasta que un día nos vamos a correr a la plaza, y encontramos que no está tan mal eso de correr, y que podríamos correr más lejos. ¿Un kilómetro por día? Quizá. Pero volvemos, nos damos una ducha y seguimos ejerciendo una tolerancia gentil y doméstica. Compartimos las cuentas, la heladera y la crianza. Sonreímos y somos amables. Ejercemos el matrimonio con todos sus lugares comunes. Y además, leemos ensayos sobre el asunto.

El viejo Robert Louis, que vivió menos de 50 años y una tormentosa convivencia con Fanny -que un día arrojó al fuego la primera versión de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, hecho que incentivó al despechado Louis a escribir la segunda y pulida versión que conocemos todos, (¡gracias Fanny!)-, también decía: “El marido, después de diez años, es un viejo amigo”, y vuelve a definir al matrimonio como “una suerte de amistad reconocida por la policía”.

Ya lo sabíamos, chicas, nos habían advertido, pero estábamos enamoradas y nos embarcamos. Y aunque sabemos que el bigote se pone triste, seguimos insistiendo: el registro civil siempre tiene lista de espera para el trámite de matrimonio y los salones de fiestas no dan abasto. (Ustedes dirán que también abundan los divorcios, pero yo les digo que son formas de resetear la máquina para volver –quizá – a empezar otra vez: amor, matrimonio, separación y así, como hizo Elizabeth Taylor con sus ocho casamientos, cada día más espléndida, y orgullosa hasta el final de ser fiel ¡al matrimonio!).

Porque casi como una fatalidad ocurre que, cuando pasa la euforia (¿luna de miel de los primeros tiempos?) una mañana, dice Stevenson: “Finalmente el Amor despierta y echa un vistazo a su alrededor: encuentra a su héroe convertido en un troglodita viejo y corpulento, demasiado afecto al brandy con agua; encuentra a su heroína ya sin su brillo angelical: y en ese primera desencanto súbito, huye para siempre”. ¿Un kilómetro por día?

Los poetas nos engañaron, y Stevenson también. Por eso Enamorarse (entre ensayos y cartas) cierra con un poema, que en versos condensa las ideas con las que muchos párrafos del libro armaron su propio laberinto.

Amor, ¿qué es el amor?
Amor, ¿qué es el amor? Una larga ansiedad,
Ojeras, y silencio, y un dolor en el pecho.
Y vida, ¿qué es la vida? En un páramo yerto
Ver cómo el amor llega y cómo se nos va.

No se casen, chicas, no se casen. Pero si lo hacen, tengan en cuenta las palabras de Mr. Louis –el marido de Fanny, aquella chica que pintaba cuadros y se separó de un tipo antes de conocer al picante Mr. Hyde. Él también dice: “Cierto talento es casi indispensable para quienes desean pasar años juntos sin morirse de hastío. Pero el talento, como el entendimiento, debe ser de por vida y en la vida. Para vivir felices juntos, deben estar versados en las sutilezas del corazón, y dotados para la negociación y la renuncia”. ¿Estaremos dotados?

La cera caliente me deja la piel roja pero sé que al rato el ardor pasa. Salgo a correr media hora y las heridas cicatrizan. ¿Quedará algo de la pasión?  ¿Me vas a amar después?