En tiempos de tanto morbo, no deja de resultar impresionante el hecho de que habiendo muerto tan joven (a los cincuenta y dos años), Rafael Pinedo se dedicara a lo largo de su carrera literaria, casi, a un único tema: la supervivencia. El fascinante, enigmático y nunca bien ponderado acto de sobrevivir atraviesa sus tres novelas de nombre unimembre –Plop, Frío y Subte–, y también gravita en lo que es parte esencial de su mito de origen, aquello de que incineró, a los dieciocho años, todo lo que había escrito para retomar el vicio y la pasión de la literatura una vez cumplidas las cuatro décadas.
En definitiva, y sin ir más lejos, su literatura es sobreviviente de las vicisitudes no sólo del destino sino también del a veces tan caprichoso y arbitrario circuito de escritores. En cierta forma, Plop, su opera prima, tuvo una recepción similar al campeonato que obtuvo Racing en 2001 luego de treinta y cinco años de sequía, una extraña combinación de milagro, sorpresa y euforia en medio de un contexto sumamente difícil que, a su vez, no dejaba demasiado espacio a nada.
La escritura descarnada, escueta, lacónica, apocalíptica y desintegrada de esa novela que obtuvo el prestigioso premio Casa de las Américas en 2002 y fue, dicho sea de paso, la única que publicó en vida Rafael Pinedo, constituyó una bocanada de aire fresco para los estancos modos de inserción a eso que, a falta de otro término, definimos como canon literario. Así, mientras se intentaba digerir tanto saqueo, corralito, represión policial y la sucesión interminable de presidentes, y hasta el propio festejo de los hinchas de Racing, la novela, al igual que sucede con los sitios gastronómicos de culto, comenzaba a circular de boca en boca y, en este caso, y aunque parezca algo incomprobable, la difusión incrementaba su eficiencia gracias a la tremenda simpatía de su autor. Y sin embargo, los libros de Pinedo no fueron profetas en su tierra, en el sentido de que tuvieron una publicación previa afuera, Plop en Cuba, en el 2003, recién un año después entraría por la puerta grande, en la colección de literatura fantástica línea C de InterZona, dirigida por Marcelo Cohen.
Sin dejar en claro si se trataba de un post-apocalipsis o un pre-génesis, Plop exhibía una infernal decadencia de las instituciones a partir, por ejemplo, de la inestabilidad de los irregulares y confusos nombramientos de puestos como el de secretario de brigada y comisario general. En contraste con eso, un presunto texto de divulgación científica sobre el Big Bang al que ninguno de los personajes parecía prestarle atención, se repetía a lo largo de la novela, a manera de un irritante mantra: “Hace diez o quince mil millones de años, el Universo estaba atestado, aunque no había galaxias, ni estrellas, ni átomos”.
Ahora, la flamante edición de InterZona que incluye sus dos novelas siguientes, Frío y Subte (que permanecía inédita), más el notable relato “El laberinto”, cierra el ciclo de su obra completa y permite evaluar las líneas de continuidad y de ruptura a lo largo de su tan fugaz y meteórica carrera. Los temas y, sobre todas las cosas, la supervivencia permanecen a lo largo de las tres novelas, desde distintos ángulos, desde otras perspectivas, pero siempre a manera de supervivencia.
En Frío, sin embargo, se advierte un avance notable en la narrativa de Pinedo: donde había baches, ahora hay silencios; donde había cabos sin atar, ahora hay consecuencias estructurales. Mucho más sólida en su arquitectura que Plop, esta novela finalista del premio Planeta en 2004, y publicada de manera póstuma en la editorial española Salto de Página, se centra en una anticuada profesora de Economía doméstica que es la única sobreviviente a una cruel ola de frío que devasta el mundo y el convento donde ella vive y trabaja. Como sucede con los buenos libros de ciencia ficción, los escenarios extremos de Frío no hacen más que echar luz y lucidez sobre asuntos de la vida corriente.
Es que en medio de sus rutinas domésticas, su lucha permanente contra las bajas temperaturas (que incluye, por ejemplo, la prohibición de llorar para que no se le congelen las lágrimas), la protagonista acata de manera obsesiva los ritos religiosos del cristianismo, aun cuando su vida pende de un hilo. En ese sentido, Pinedo logra sin lugar a dudas las cumbres de su literatura con las misas que ella celebra con báculo, mitra, cilicio, pero con una feligresía de ratas a las que hace incluso comulgar. Si la religión no está exenta de los malentendidos propios a los que nos tiene acostumbrados la comunicación y el lenguaje, lo que parece decir de manera extraordinaria esta novela es que toda exégesis religiosa es, en última instancia, subjetiva; y toda práctica individual, una forma de sincretismo. Algo que sucede, por ejemplo, cuando en el sermón se le ocurre cambiar el “cordero de Dios” por el artero “rata de Dios”.
Subte parece doblar la apuesta y ofrecer la frutilla del postre, el cierre perfecto a lo que Pinedo entendió como la trilogía sobre la desintegración de la cultura. Otra mujer, en este caso Proc, es la protagonista junto a un feto que lleva en su vientre y un cuchillo que representa nada menos que la idea de parto, en un sistema social similar al de Plop con ceremonias de apareo y extraños nacimientos que consisten, básicamente, en traspasar el alma a los vástagos o entenados, mientras crueles y hambrientos lobos se inmiscuyen amenazantes en los túneles abandonados de la red de subterráneos.
Por último, el relato poético y casi en verso de “El laberinto” constituye una especie de yapa, o exquisita continuación de Subte, a tal punto que reaparece uno de sus personajes, en medio de un laberinto en el que, como decía Oscar Wilde de la tentación, la única forma de escapar es resignarse a vivir para siempre en él.
Visto con la perspectiva que permiten los años (pocos, sí, pero decisivos), la trilogía de Rafael Pinedo representa en cada una de sus instancias los principales anclajes en que se asienta el contrato social: la relación con los miembros de un mismo grupo en Plop, la religión en Frío y la reproducción en Subte. De esa tríada, de esa santísima trinidad del contrario social, Pinedo expone sus más profundas grietas, al pasarlas por el filtro de la religión que mejor profesaba: la de la literatura.