Por Gabriel Goldberg.
Navegaba por esa zona de la adolescencia en que las hormonas empezaban a hacer de las suyas. Yo me peleaba con esa obsesión mía surgida a partir de la cultura del rito iniciático, que los chicos teníamos que hacer para sentirnos verdaderos hombres. Era como sacar el registro de conducir apenas cumplíamos los dieciocho, o ingresar en la UBA, o pasar la revisión médica para la colimba, sometidos a la tortura de los milicos. Todo traumático y denigrante, y cargado de culpas.
Con Alejandro, mi mejor amigo, teníamos arreglado el programa. Fue Rolando, su casero, quien nos facilitó el plan a cambio de plata. Nos hizo tomar whisky de una petaca roñosa que escondía en la campera para sellar el trato. Decía que era para que nos hiciéramos hombres del todo. Él nos llevaría a debutar en un prostíbulo de Punta del Este. Aun así, yo necesitaba hablar con mi papá y obtener su complicidad. Fue una semana de persecución y espera, hasta que un día, en la playa, mientras jugábamos a la paleta, de repente paré y me animé a sacarle el tema. Nos sentamos en la orilla, yo alisaba la arena mojada con las plantas de los pies dándole vueltas a las palabras, hasta que terminé arrugando.
Le dije que yo iría solamente para acompañar a mi amigo, que me diera dinero para pedirme una Coca-Cola y un pancho mientras esperaba. Me compró la mentira, ¿o me la quiso comprar? Es que con él era imposible hablar de sexo, siempre encontraba cómo escurrirse y todo quedaba para otra vez.
El lugar se llamaba Hiroshima y tanto las mujeres como la experiencia fueron lamentables. Todavía recuerdo la culpa que sentía, y que al regreso, y en cuanto puse un pie en mi casa, no pude dejar de escucharlos chillidos de mi madre paseándose por todas las habitaciones mientras ladraba que su hijo más chiquito andaba revolcándose con putas de quilombo. Traté de esconderme en mi cuarto y encerrarme con llave, pero mi papá me interceptó justo a tiempo para preguntarme de manera seca y seria: “¿Y…? ¿Te lavaste las manos?” Mi error había sido contar con su complicidad y su visto bueno; él no se pudo hacer cargo y no se bancó el secreto. Tuvo que tirárselo a mi madre para que ella hiciera el escándalo. Aquel día fue nefasto y tuve claro desde entonces que eso no era lo que hubiera querido para mí.
Era la tarde del último domingo de enero, pleno recambio de la temporada. El sol caía sobre la playa mansa. Íbamos con Alejandro en nuestras motos para encontrarnos con Rolando en la puerta delHiroshima. Sweaters de cashmere escote en v, pantalones de lino blancos y zapatos náuticos. Nunca llegó. Con Alejandro nos conocíamos desde la escuela primaria, y su papá, a diferencia del mío, vivió esto con un inmenso sentimiento de victoria festejando la masculinidad de su hijo y hasta él mismo operó en su casa el superocho sonoro con el que vimos Emmanuelle, con la adorable Sylvia Kristel.
Fue en esa hora difusa, entre el atardecer y la noche propiamente dicha, la de la luna con estrellas sobre el mar y la brisa esquivando las dunas para despeinarme ese flequillo rubio con restos infantiles. Y me encaminé presuroso hacia el lugar donde me estrellaría.
Alejandro conocía el camino de memoria, había ido varias veces a curiosear por el lugar y se había preparado para el evento haciendo simulacros como si fuera el día de su boda. Antes de partir, merendamos en el Beer Garden de la avenida Gorlero, nos moríamos de hambre y nos comimos un chivito canadiense y dos pizzas de tomate cada uno. Lo bajamos con una chocolatada de Conaprole. La carretera empezó siendo de un asfalto bien negro y brillante, las motos rodaban suaves y sin sobresaltos. Media hora más tarde, nos fuimos adentrando en un terreno agreste y terminamos andando en un hilo angosto de barro y ripio, a baja velocidad, esquivando pozos y cunetas, espantando perros que querían comernos de un tarascón.
El cielo nos amenazaba con una tormenta, se incendiaba de manera intermitente con lamparazos de flebitis eléctrica. A cada fogonazo le seguía un silencio y luego un redoble ahogado. La palabra arrepentimiento se me venía encima haciéndome saltar el pecho, quería volverme, pero ya era demasiado tarde. Prefería verme muerto primero, que vivir la burla eterna de mis amigos.
En el último kilómetro, empezamos a ver hileras irregulares de luces rojas, azules y amarillas, que anunciaban la cercanía de un edificio, que se asemejaba más a una posada del Vietcong que a un prostíbulo del patio trasero de la ciudad del jet set latinoamericano. Nos encontrábamos justo en el límite entre Maldonado y Punta del Este.
Hiroshima, decía el cartel de lata y neón que colgaba de la cornisa del viejo edificio. Sonaba una radio, parecía Sobreviviré, de Gloria Gaynor, la melodía se sentía sucia y salpicada de estática. Me sorprendió ver a los rugbiers recién venidos de misa y que sus mamis habían mandado a vestirse con camisas blancas, jeans recién estrenados y mocasines de Guido, todos concentrados en la entrada, como si fuera un boliche de onda.
Estacionamos las motos y sin bajarnos de ellas, esperamos a Rolando. Inquietos, compartimos un paquete de galletitas que yo traía adentro del pulóver, y luego de media hora, con Alejandro nos decidimos a entrar. Tal vez lo encontraríamos adentro. Con las manos hicimos a un costado los flecos de plástico de colores de la cortina de la entrada.Pensé en la carnicería de mi barrio. El golpe de calor del lobby del burdel, mezclado con el humo de cigarrillo, me cortó los pensamientos y hasta la respiración. Rogué para que no me atacara el asma. Pensé en mi papá y deseché la idea con la misma determinación con la que me saqué el sweater.
La madama nos mandó a la mierda, no conocía a ningún “Rolo” y ante nuestra insistencia, amagó con un rebenque. Detrás de un mostrador desvencijado, había una tele con antena en “v”, trasmitiendo un partido de Peñarol y Nacional. Sobre un costado, acompañando a media docena de botellas de Norteña 25, había un tipo vestido de gaucho, con un pucho apagado entre los labios. Nos reconoció, tenía un puesto en El Jagüel, el lugar en donde alquilábamos caballos los viernes por la tarde, y apostó por nosotros. Una deuda que más adelante nos resultaría muy cara. No era la mejor manera de comenzar la noche de nuestro debut, éramos menos y peores que dos pendejos principiantes.
Hicimos una recorrida por los pasillos del costado y luego por la nave principal. En la única puerta de doble hoja esperaban amontonados varios chicos que yo conocía del country, esperaban su turno con Naná, la prostituta más famosa del Este. Toda una institución para nuestra generación. El fiolo nos llevó a que le pegáramos una mirada y farfullando algo con el cigarrillo entre los dientes, empujó con desprecio a todos los que curioseaban en la puerta de entrada de la pieza.
La mostraba como hacía con sus yeguas de alquiler. Naná se abrió paso entre los pubertosos, caminaba como la leona de dos mundos, el pelo inflado y platinado, a lo Tina Turner, babydoll turquesa, medias de encaje blanco y zapatos de tacón de aguja en charol rojo. Llegó hasta nosotros, me miró desde arriba y me dijo: “¿Qué te hace pensar que tenés suficiente dinero para debutar conmigo?” Fueron las únicas palabras que le escuché. Los del grupo más concheto me miraban de costado, con una media sonrisa entre canchera y de desprecio. Mascaban sus chicles importados, Freshen-up de canela oBubblicious de uva.
Naná, además de que cobraba demasiado, se podría decir que estaba reservada para chicos más acomodados. Ni a Alejandro ni a mí se nos ocurrió subirle la apuesta, de inmediato nos sentimos enanos y el dinero que llevábamos nos pareció insuficiente para ofrecérselo. Naná se rió ostensiblemente. Se dio la vuelta y de nuevo, como la leona, regresó a su pieza.
Me tocó con Jenny, una rubia que se hacía cargo de los polaquitos, como nosotros. No era Naná, el sueño porno de todos nosotros, pero tal vez era la manera de cumplir el rito. Yo la sentía muy madura para acostarme con ella, pero por suerte era bajita y delgada, lo que la hacía más accesible para mí. En su cuarto, brevemente iluminado por un foco amarillento, se percibía un olor a fruta pasada. Me hizo entrar y detrás de ella cerró la puerta, que sonó a cartón escenográfico. Sobre la mesa de luz vi la foto de un chico de no más de diez años. Me angustió. Ella vio que miraba y me dijo:
–Es mi hijo.
–¿Con quién lo dejás? –le pregunté con interés, pero casi temblando. Me explicó que con su madre, en San Carlos, que se lo cuidaba mientras ella hacía tareas de limpieza durante el día y luego entraba alHiroshima hasta la mañana siguiente. Y siguió contándome que los domingos iban juntos a misa y que después lo llevaba a la playa del Grillo, un balneario populoso en la parada 10 de la Mansa. Todo esto me confundía.
–Es tu primera vez?
–Sí –le dije con vergüenza.
–¿Querés un poco? –me dijo Jenny con voz de poco entusiasmo, mientras revolvía un vaso con algo que parecía un licuado denso, de color anaranjado verdoso.
Agarré el vaso y le pegué un sorbo. Ella notó mi cara de asco. Tenía algo con alcohol, mejor diría que era alcohol con algo, porque sentí que me quemaba la garganta. Afuera podía escuchar a los chicos que vitoreaban. El nariz y el colchonero gritaban cosas, algo de enano guerrero y vamos polaquito lindo. Cuando Jenny me dio el menú de opciones, me asustó pensar en penetrarla. Opté por la oferta del sexo oral. Me tiré boca arriba sobre la manta desteñida que cubría el colchón de la cama. Yo no podía dejar de pensar en la cara de mi papá. Su omnipresencia era de tal fuerza, que en algún momento pensé en que él se estaba enterando de todo, y eso me paralizó.
–¿Estás asustado, polaquito lindo? ¿Por qué te dicen así ...? ¿Por las pecas o por el color de la piel? –me decía con cierto dejo de algo que podría nombrarse ternura–. Pero no se me paraba. Por más genialidades que Jenny hiciera con su lengua, no había ni señales de circulación sanguínea. Cuando después de toda esa lucha, por fin iba a terminar, sentí como si por mi uretra pasara un desfile de hojas de afeitar. Percibí, también, el olor a lavandina, que me anunciaba que podría declarar que soy normal. Al salir, le dije a Alejandro, que me seguía en el turno, que esta mina era buenísima, que me había acabado como cinco veces, que la había dejado muerta, y que quién sabe si estaría en condiciones de poder atenderlo. Él dudó, pero entró igual.
La tormenta de verano solo esperaba por nosotros. En cuanto encendimos las motos y emprendimos el regreso, el cielo nos castigó con una furia de agua y viento. Íbamos despacio, cada uno mascullando sus verdades ocultas. Al regreso de esas vacaciones, me puse de novio con mi primera relación seria, yo promediaba la escuela secundaria. Elegí una novia sefaradí de Flores, de escuela religiosa y familia ultraconservadora. Tal vez me tiraba a la pileta, antes de tiempo, una vez más, pero creo que estuve enamorado y logré asociar el deseo con el amor.
-------
Gabriel Goldberg. Escritor. Su primera novela, “La mala sangre”, plantea una trama de amores y traiciones en una conocida familia judía. Quizás por ser también abogado –con posgrado en Harvard– ha escrito ensayos académicos: “La responsabilidad del Estado en los atentados terroristas contra la Embajada de Israel y la sede de la AMIA” y “La problemática de la corrupción y los sistemas jurídicos latinoamericanos”. Porteño, en 2001 fue a vivir a Nueva York; allí tenía su despacho en una de las Torres Gemelas. Un viaje abrupto, surgido en la víspera del 11 de septiembre, le salvó la vida. Además de escribir, Gabriel es atleta y maratonista: disfruta correr por las costas del Estado de la Florida, donde ahora reside.