Uno
Donde un libro me llevó es un título que te predispone al movimiento. La imagen es mental. Un libro te agarra de la mano y salen a caminar por el barrio, un libro se sube al auto con vos y agarran la ruta sin destino, un libro te pasea en lancha por el río hasta llegar al mar, un libro vuela por los aires y vos volás con él. Mejor que ese despliegue fantástico son las historias que describe Luis Gusmán en este libro donde la lectura es un motor que mueve la escritura y viceversa. Cuando lee, entonces, el lector viaja: de palabra en palabra, de oración en oración, de párrafo a párrafo, de capítulo en capítulo, ¿a dónde te llevan los libros? En el mejor de los casos, a otros lugares, a otras experiencias, a otros libros. Hay un momento en el que Gusmán habla de su viejo, pero también de otros viejos y narra el recuerdo de cuando se enteró de la muerte de su abuelo, del papá de su papá: es el año 1957, tiene 13 años, vuelve de la escuela, entra a la casa cantando y la tía lo cruza en el pasillo, le cruza los labios en cruz y dice: chito la boca que se murió papá. Chito la boca. Esta nota es un recorrido por distintos libros que hablan sobre lo mismo: la muerte, los duelos, la herencia y sus restos.
Dos
Quebranto, el último objeto maravilloso de Juan Diego Incardona, tiene un prólogo de I Acevedo que sintetiza 106 páginas en una frase: “después del dolor ya no queda nada excepto continuar”. Acevedo concluye que la literatura de Incardona es una mezcla entre lo gauchesco, lo tanguero y lo peronista. Hay cinco libros de Interzona que pueden dar por ciertas estas tres características, pero también, desde sus comienzos, la literatura de Incardona es una literatura fantástica y una literatura del duelo, y con este último libro, con el duelo definitivo, con la muerte de su madre y su padre a cuestas, el autor realiza un giro de trescientos sesenta grados para llegar al grado cero de su escritura, cuando se mueren papá y mamá todo termina, sí, pero también algo comienza.
Pascal Quignard en El sexo y el espanto escribe que “como no se puede ver a Dios sin morir” toda literatura sucede después de la muerte. La literatura de Incardona lleva en sí esa falla eterna: la pregunta por la trascendencia es una pregunta sin respuesta. Por eso sus textos tienen zonas nostálgicas y melancólicas. En su escritura rememora un pasado perdido que todavía insiste. “Tengo un órgano de más. Se llama melancolía. A veces me salva, a veces me hunde”, poetiza Clara Muschietti en La vida normal. Hay algo de eso, Quebranto, como los otros libros de Incardona, parecen tener un órgano de más.
Tres
Quebranto tiene quince capítulos breves, once llevan un tono y un registro similar y otros cuatro configuran un corte en la experiencia, pero no desentonan. Serenata, Hambre de gloria, La aventura de la oscuridad, Quebranto, Una débil luz de trasmundo, Lamentaciones, Luna de hiel, Sirena, Espasmos lírico-dramáticos, El castigo de Prometeo y Luz Mala, conjugan el camino de la orfandad del narrador en una revisión constante de su vida, funcionan como cuentos cortos pero también en su conjunto. Una especie de collage barroco donde lo onírico, lo amnésico y lo narrado componen una pieza fantasiosa donde no se sabe qué está ocurriendo de verdad.
Los capítulos “María Laura”, “María Cecilia”, “Martín” y “Maxi” son cuatro capítulos faulknerianos versionados a lo bonaerense. William Faulkner escribió en seis semanas, sin parar, Mientras agonizo, una de sus novelas más cortas pero más potentes. El título lo sacó de la Odisea de Homero. En el canto once, Odiseo baja al hades, al inframundo, habla con la sombra de Agamenón y este le cuenta cómo su esposa lo traicionó mientras agonizaba.
Addie Bundren le pide a su esposo, a sus hijos varones y a su única hija mujer que la entierren en Yoknapatawpha (el Macondo de Faulkner) con sus antepasados. En nueve días, toda la familia tiene que llevar a la madre a su entierro antes que se pudra, para Faulkner agonizar es viajar, pero, ¿cuánto pesa el cuerpo muerto?, ¿lo que soporta el cuerpo vivo?, ¿quién agoniza cuando agoniza? Los personajes de Faulkner hacen lo que tienen que hacer sin quejarse y van mostrando cómo son mientras duelan. Cada quien tiene una relación especial con la difunta, con las adversidades del periplo, con sus deseos personales. Durante todo el trayecto hay unos buitres que sobrevuelan el cielo y la mente de los personajes, son sus flujos de conciencia e inconsciencia.
Incardona en su libro hace hablar a sus parientes, donde cuentan cómo fueron esos días para otros, ahí hay una trama que hace una pausa porque primero muere la madre y después el padre, y son esas voces, la de los demás, las que recomponen la realidad, los hechos palpables que reconfiguran la cordura del texto. Tal vez, un poco eso haga que la textura del libro se vuelva menos compleja pero más amable, son las experiencias ajenas las que alivian y acomodan el tiempo narrativo.
Cuatro
Hay un poema de Fabián Casas que tiene la energía de un abrazo y la fuerza de una trompada. Le escribe a su padre y describe muy bien a muchos tipos de padres. Esos del siglo veinte, que se hicieron padres cuando esa figura todavía tenía un cierto grado de dignidad, de legitimidad, de buena prensa: “De pie, señores, un poco de respeto para los hombres/ como mi viejo/ que doblegaron sus vidas en trabajos miserables./ No todos podemos zafar de la agonía de la época./ Y así/ en este momento/ a los pies de la cama de mi viejo/ yo también prefiero morir antes que envejecer”.
En ese poema Casas hace lo que todo hijo, tarde o temprano, debe hacer, correrse del centro, ver el desfile generacional, perdonar al padre por lo que fue, aceptarlo, entender que él también fue hijo. Cuando se muere alguien que vos querés, salís del centro, y terminás en la periferia. La muerte te corre del eje, la muerte corre el eje, cuando alguien que querés se muere sos vos el que termina en la intemperie. Más si es tu viejo o si es tu vieja, una muerte te deja patas para arriba. Una muerte abre una etapa que nunca es lineal. En una reducción furiosa, para la psicología, las etapas del duelo son cinco: negación, ira, negociación, depresión y aceptación, pero la literatura demuestra que estas etapas pueden no darse así, que no hay un checklist emocional, que, aunque uno sabe que papá y mamá se van a morir, uno jamás está preparado para saberlo.
“Contra la muerte no hay plan posible cuando ya es una sentencia”, escribe Hernán Ronsino en Una música, una novela poema donde el personaje principal es un pianista que se moviliza con la muerte de su padre (un emprendedor melómano que quería que su hijo tocara el piano), el pianista acontece en un derrotero de intemperies: cancela una gira, desaparece, reaparece, se pelea con su pareja, abandona a un amigo y se despega de todo lo que tiene a su alrededor para terminar inventándose una nueva personalidad dentro de una comunidad que se instaló en la casa de provincia que su padre le dejó como herencia. Cuando un padre muere una identidad se va con él, otra viene.
Cinco
Son una serie de cuatro poemas los que Gianuzzi escribe en Álbum familiar, son pocos sí, pero son increíbles. No más trabajo, abuelo, Una noche de julio, Madre presente y Testamento. Primero cuenta la historia de uno de sus abuelos que se la pasó toda la vida bajo el acecho del trabajo: “no haga ningún esfuerzo por resucitar, abuelo”, después narra el día de la muerte de su padre en un entorno sórdido y triste: “mi padre está muerto a cambio de nada”, después narra la vitalidad de su madre en una especie de delirio familiar donde falta gente: “nosotros, a su alrededor/ pesados y jadeantes, /llena de cosas inútiles y violentas la cabeza” y por último, escribe una carta de despedida como si él fuera el que se está yendo: “papá es una cosa rápida y ajena/ que conviene despedir rápidamente”.
Hay cosas de las que uno no puede huir, son las que cosas que hieren. Podés fingir demencia, pero por algún lado aparecen. Es preferible que se vea el dolor a quedar demente. En esta serie Gianuzzi habla de distintas muertes, de distintas vidas, de la composición de un álbum familiar. Porque cuando alguien se muere, una caja de fotos queda a su lado, un álbum por visitar, otro por construir. Quebranto, Donde un libro me llevó, Una música, La vida normal, Al borde de la cama de mi viejo, Álbum familiar, son textos que hablan de un proceso de enajenación, de lo más lejano y cercano que vivimos, de eso que Barthes resume un 9 de diciembre después de la muerte de su madre: “Duelo: malestar, situación sin chantaje posible”.
Un duelo es un proceso delirante, alucinatorio, espectral, irreal, atemporal y difícil. Un duelo es una escena tenebrosa. El amputado que se mira en el espejo y siente la pierna que le cortaron. Al amputado le duele lo que falta, al que duela también. La rabina Delphine Horvilleur escribe en Moisés: el hombre que no quería morir, sobre su relación con la muerte. Ella se dedica a la compañía de los deudos en los momentos más difíciles, los entierros, las horas y los días posteriores. Quienes la contratan le preguntan qué siente ella cuando la muerte la acecha y ella ilumina con una respuesta perfecta: “desconfío de quienes dicen que a morir se aprende”.