por Carlos Ulanovsky
“¡Dios mío! ¡Qué maldición! Cada vez que llega el invierno mi depósito de dinero se encoge con el frío: un décimo de milímetro menos por cada monedita”, dice y de inmediato llora el más grande ricachón del universo. Con ese lamento se inicia la obra El Gran Acuerdo Internacional del Tío Patilludo que el dramaturgo brasileño Augusto Boal (1931-2009) escribió en su país en 1968 en dos actos y 30 escenas y se estrenó en Buenos Aires en 1971.
Boal llegó exiliado de la dictadura militar brasileña que presidía el general Emilio Garrastazú Médici, durante la que había sido perseguido, detenido y torturado. En la Argentina gobernaba el general Alejandro Agustín Lanusse, al que se consideraba un dictador negociador. En la convicción de que con Perón en el país no era suficiente, pero que sin él nada sería viable, Lanusse proponía la concertación cívico-militar a través de lo que llamaba un “gran acuerdo nacional”.
En el libro original (que Interzona reeditó en 2019) uno de los prologuistas, Diego Ernesto Rodríguez (en 2013 dirigió una puesta de la obra en “estilo carnavalero”) afirma que recién arribado a Buenos Aires Boal pudo completar detalles de la obra utilizando una máquina de escribir mecánica prestada por el poeta y periodista Francisco Paco Urondo. Otro que en esos primeros tiempos le dio una mano importante fue Rodolfo Walsh. Consciente del valor de ese texto y a sus instancias, el escritor desaparecido habilitó una inicial representación en una sede de la CGT de los Argentinos. La otra prologuista del libro es Cora Fairstein, investigadora de toda la obra de Boal y también directora de otra puesta; ella considera a ese texto como “un manifiesto artístico político”. Dice el Tío, propietario de lo que se le antoja y más aún: “Los males de estos países se originan en los excesos y no en las carencias”.
Boal dejó una profunda huella en la Argentina, no solo como autor, director y maestro. Especialmente por sus iniciativas culturales y como pedagogo, creador del método que denominó “Teatro del Oprimido” y como teórico de muchas otras técnicas teatrales, primero convertidas en armas políticas. Estudiosos de su obra sostienen que había recibido fuertes influencias del educador brasileño Paulo Freire, autor de la “Pedagogía del Oprimido”. Había nacido en Río de Janeiro, de padres portugueses exiliados, se tituló como ingeniero químico pero alcanzó su auténtica vocación tras doctorarse en arte dramático en la Universidad de Columbia. Aunque ya transcurrieron 49 años desde su presentación en un escenario porteño, el de Boal es un texto de enorme actualidad.
La factoría Walt Disney, y específicamente el artista que tuvo a su cargo el diseño, Carl Barks, crearon a Scrooge McDuck en 1947, libremente inspirados en un cuento clásico de Charles Dickens. El personaje animado es integrante de una familia de palmípedos que se desarrolló al lado de Donald y sus tres sobrinos, pero con una enorme fortuna que lo diferencia de ellos y del resto del mundo. Curiosamente, un diccionario de argentinismos reconocido como el de Abad de Santillán dicen que el término “pato” en nuestro país alude a “un pobre diablo, alguien carente de recursos”. A otro pato con esa definición, porque este es todo lo contrario. Desde su aparición el sistema capitalista cambió muchísimo. Una decena de Patilludos –de Jeff Bezos a Carlos Slim, de Bill Gates a Mark Zuckerberg y Michael Bloomberg, entre otros– representan lo más salvaje de la riqueza actual. Algunas estadísticas simbolizan la desigualdad: unos 2.153 millonarios poseen mayores riquezas que 4.600 millones de hombres y mujeres. Pero, aún por encima de ellos, ostentan los grupos de poder, las corporaciones multinacionales, los fondos buitres, el FMI y los capitales narcos. En la ficción planteada por Boal, MacPatos es la propietaria de todas las fábricas de su país. Pero, así es la condición imperial, nada de eso le parece suficiente y entonces procura que los activos del mundo entero queden en sus voraces manos.
Todo para mí
Scrooge McDuck (su nombre en inglés), también conocido como Tío Patinhas en Brasil, Tío Gilito en España, Tío Rico en México y Tío Patilludo entre nosotros, está lleno de guita, pero también es autoritario, retentivo y avaricioso. Ejemplo: les exige a sus empleados que utilicen el papel de escribir, pero también el higiénico de ambos lados. En un momento, este asqueroso espécimen se pregunta: “¿Dónde queda el país más lejano y más nativo, si fuera posible con indios y culebras?»
A uno de esos países –que bien podría haber sido el nuestro— se traslada y allí encuentra gente dispuesta a arrodillarse frente a él y a entregarle todo, pero también sabe que hay otros dispuestos a resistir. Fácilmente doblegable, descripto por Boal como timorato y alguien poco devoto del esfuerzo, el Presidente de esa nación acata las disposiciones del riquísimo Pato. “Usted va a dar la orden a sus bancos nacionales para que me presten en moneda nacional. Yo compro dólares, después usted devalúa su moneda por lo menos un 30 por ciento y yo cubro el total de mi préstamo después de haber vendido los dólares en el mercado negro”. ¿No resulta sumamente familiar ese pasamanos? Enfrente están los estudiantes que reclaman mejor educación, luchan por mejorar la calidad de las comidas en los comedores universitarios, piensan como pocos en cuestiones como el control de la producción y de la distribución de la riqueza y no pocos se animan a imaginar la lucha armada como camino posible hacia la toma del poder. Y aun cuando me consta que muchos de estos eran temas dominantes en la conversación cotidiana de la Argentina, me resisto a llamar setentista a la creación de Boal. También hoy se habla de alienación y de explotación, de patrones y oprimidos, de pobres y de ricos, de represores y reprimidos. Y hay muchas mentalidades McPato capaces de frases como: Un típico representante de esta tierra: indolente, perezoso, pobre, pero a pesar de eso, alegre y buen perdedor. A ese sometido le canta: Existen muchas colonias / que se vuelven florecientes / cuando pagan sus cuentitas / y al Tío son obedientes.
Digresión 1
En noviembre de 1972, quien esto firma asistió como enviado del diario La Opinión en San José de Costa Rica a un seminario internacional llamado El papel sociopolítico de los medios de comunicación. Eran tiempos de cambio en la cabeza de muchos de sus asistentes. Entre ellos, el belga Armand Mattelart, que junto al chileno Ariel Dorfman habían publicado un ensayo esencial que recorría los rastros entre colonialismo y comunicación de masas. Partiendo de las más populares historietas de Disney, publicaron en 1971 Para leer al Pato Donald, un libro iluminador de los vínculos entre cultura y política. En aquél seminario deslumbró Mattelart con sus intervenciones: “Los personajes de Disney han sido incorporados a cada hogar; los cuelgan en cada pared, los niños los abrazan en plásticos y almohadas y, a su vez, ellos (los personajes) han retribuido invitando a los seres humanos a pertenecer a la gran familia universal Disney”.
En una de sus primeras intervenciones públicas tras su asunción (ocurrió en la Universidad de Tres de Febrero, compartiendo estrado con el ex Presidente uruguayo Pepe Mujica), Alberto Fernández recibió adhesiones y reprimendas en los medios y en las redes tras recordar que, recibido de abogado, escribió un paper en el que mencionaba a los dibujos animados como elementos de control social, entendiéndolos como promotores del individualismo en varias generaciones de chicos. Centraba su crítica en Bugs Bunny, a quien sindicó como un gran ladrón. En esas circunstancias, varios portales asociaron el comentario del Presidente con aquel trabajo de Dorfman y Mattelart.
Digresión 2
Mas allá del Patilludo, la riquísima trayectoria de Boal quedará para siempre. Esa y muchas otras de sus obras (escribió textos sobre el Che Guevara y Simón Bolívar; puso en escena musicales innovadores con algunos de los intérpretes brasileños más apreciados, desde Caetano Veloso a Chico Buarque) se siguen exhibiendo y hay razones para que eso suceda. Justamente hace poco un elenco representaba la del Tío Patilludo en Santiago de Chile, cuando buena parte de la sociedad salió a la calle a impugnar al sistema. Además de dirigir y enseñar en Europa y Nueva York, en su país fundó el mítico Teatro de Arena, en San Pablo y, respondiendo a su fuerte vocación política, fue concejal elegido democráticamente.
El estreno de El gran acuerdo… en octubre de 1971, sala Planeta, generó un acontecimiento singular, tan artístico como político. En la ocasión los intérpretes fueron Luis Barrón, Rudy Chernicof, Salo Pasik, Mary Tapia, Arturo Maly, Carlos Jerusalinsky, Carlos Chorina, Juana Desanet y quien fuera compañera de Boal, Cecilia Thumín. Alrededor del autor y director contribuyeron en especialidades Carlos Cytrynowski, Jorge Schussheim, Rubens Correa y Oscar Smoje.
Metralla mata diálogo
Los acontecimientos se precipitan en la obra cuando Las extrañas criaturas del Espacio Sideral (los estudiantes, los luchadores, bah, los buenos) son sometidos por La liga de la justicia por mano propia (las fuerzas del orden establecido representadas por los super héroes más clásicos, como Batman y Robin, Superman, Mandrake y la princesa Narda). En modo Umberto Eco, los apocalípticos desintegran a los integrados. «Que el mundo se venga abajo, pero yo quiero mis fábricas desocupadas”, exige el mil-millonario con poder que, en su ilimitada ambición de lucro, provocará la muerte de miles de criaturas.
McPato defiende a sus bienes (¿o males?) a metralla limpia, solo porque entonces y ahora también, existen procesos políticos que no cierran sin represión.
En otro diálogo, el Presidente se sincera ante el realmente poderoso:
A lo que le temo es a la inflación. Pongo una guita del carajo y después la plata pierde valor.
Métala en una cuenta secreta en Suiza.
¿No habrá sido que Patilludo integró el gabinete de Macri y no lo supimos hasta ahora?