Si hay algo que genera fastidio a un profesor es que le encomienden el discurso para uno de esos anacrónicos actos escolares cuyo objetivo es promover la “unidad”, que es algo que —reconozcámoslo— terminan consiguiendo: se sabe que tanto para los docentes como para los alumnos se trata de eventos tediosos en grado sumo, aunque menos malos que lo que viene después: la clase.
Hace poco más de un siglo al filósofo Henri Bergson, que debía ganarse la vida como profesor de secundaria, parece que siempre lo agarraban para esas intrascendencias; aunque a él no le disgustaba. Es más: tenía tanta “vocación” que, incluso, hacía algo que hoy a nadie se le ocurriría: se tomaba la molestia de escribirlos, y hasta les sacaba provecho: los utilizaba para pensar.
Interzona acaba de publicar esos discursos por primera vez en español, con la traducción de Matías Battistón. Se trata de pequeñas clases magistrales donde el profesor Bergson analiza, en clave deóntica, algunos conceptos que luego ocuparán un lugar importante en sus elucubraciones. Así, se lo ve advertir a sus pupilos contra eso que Ortega, después, llamará “barbarie del especialismo”, o contra los automatismos del sentido común —automatismos que ponen en marcha los engranajes de la risa, dirá más tarde en, justamente, La Risa—; pero también se lo ve alentándolos a estudiar las lenguas clásicas, o exhortándolos a eso de lo que, por una serie de equívocos y malos entendidos, se apropió el discurso de la derecha: el esfuerzo. “El esfuerzo es lo que nos libera de las servidumbres interiores; sólo el esfuerzo tiene potencia liberadora”, dice, y se inscribe así en esa tradición de fachos e insensibles que exigen demasiado a las pobres víctimas.