“No sé con qué armas se luchará en la Tercera Guerra Mundial, pero sí sé con cuáles lo harán en la Cuarta: con piedras y palos”. La advertencia de Einstein condensa el espíritu de aquella ciencia ficción que imagina cómo sería vivir en un mundo en el que la gran hecatombe ya ha ocurrido, para así dejarle paso al relato de sus secuelas. Son las llamadas ficciones postapocalípticas.
Plop, la novela breve de Rafael Pinedo (Buenos Aires, 1954-2006), esboza con trazos duros y certeros un baldío postapocalíptico de una desolación tal que, a su lado, el mundo de Mad Max todavía parece tecnificado y floreciente. A pesar del primitivismo que domina el libro, hay indicios que nos muestran que estamos en el futuro y no en un pasado remoto: no son los metales —que en los universos pseudomedievales del fantasy también existen—, sino otros desperdicios industriales dispersos en el paisaje los que aportan pistas de una tecnificación pretérita. Vidrios y cemento, sí, pero sobre todo los plásticos (tan siglo XX). También hay, diseminados, viejos aparatos inservibles “que nadie sabe para qué son, o fueron”.
Así, podría decirse que la de Plop es una “ciencia ficción pobre” (un concepto muy atendible para elaborar ficciones especulativas en un contexto latinoamericano). No “pobre” por los recursos expresivos de Pinedo —muy medidos pero potentes—, sino por la pobreza intrínseca de sus personajes, condenados a la supervivencia más áspera en un páramo interminable.
En esa tierra baldía nace un bebé bautizado Plop. Su nombre no tiene relación con los desmayos de Condorito; la onomatopeya marca a quien fuera parido en el barro. Lo criará “la vieja Goro” (que arbitrariamente leímos como una referencia —¿cariñosa o irónica?— a Angélica Gorodischer). Goro es la única del grupo que sabe leer, y por eso esperamos de ella alguna revelación. Sin embargo, nada se nos dice de la catástrofe que pudo haber llevado a esta parte del mundo —¿la pampa argentina?— a semejante desintegración.
Seguimos las memorias del protagonista en capítulos breves que nos muestran cómo ha sido vivir bajo las leyes de una tribu ferozmente estratificada. Una organización férrea y violenta, con rituales y tabúes, cuya finalidad es la supervivencia de la mayor parte del grupo.
Para Plop, esa pirámide social será una tentadora cuesta que trepar: la novela antropológica de Pinedo se va inclinando hacia el tópico de la soledad del poder. Sanguinaria y cruel, despojada y dura como la prosa de Pinedo: así es la vida que Plop recuerda en una serie de precisos flashbacks.
(Sólo una cosa no cierra del todo: ¿por qué el castigo final del protagonista —anticipado desde la primera página— es tan elaborado y trabajoso en comparación con otros —no menos efectivos— que son más frecuentes y sencillos en la tribu? “…Recicle, pira, aguja, despellejamiento, degüello o qué”, proponía Plop en otra parte como menú para castigar a cierto vigía que no cumplió bien su tarea [p. 99]. Quizás Pinedo pensó que ese tipo de castigo es el que procede en una sociedad así para quien abusó de una jerarquía máxima obtenida por la fuerza…).
Plop obtuvo el premio Casa de las Américas en 2002. Pinedo murió poco después. Dejó dos novelas más con que es posible completar el diorama desolado de su imaginación: se titulan Frío y Subte, ambas de reciente aparición en España.