Stanislaw Lem nació en 1921, en la ciudad de Lviv, Polonia –actualmente Ucrania. Fue contemporáneo de Witold Gombrowicz y ha sido comparado con Jorge Luis Borges, por el tipo de humor y el grado de rigor de sus argumentos. Lem fue conocido por darle batalla a la ciencia ficción liviana, lavada, estadounidense. En un ensayito muy bueno sobre Philip Dick –de título “Philip K. Dick: un visionario entre los charlatanes”– Lem ironiza sobre las convenciones de la CF norteamericana: “Si alguien utiliza la artillería pesada de la etnología comparada, la antropología cultural y la sociología contra tales convenciones, se le dice que está usando un cañón para derribar gorriones.”
El motivo de esta reseña es celebratorio: Interzona volvió a reeditar la novela breve El congreso de futurología (1971), ideal para empezar a leer a Lem. La primera edición en castellano salió por Bruguera, traducida por Melitón Bustamante. La de Interzona cuenta con una nueva traducción, de Bárbara Gill.
Recuerdo los congresos literarios a los que íbamos –ahora son todos por Zoom– con Marina Yuszczuk, Inés de Mendonça y Sebastián Hernaiz. Ir a un congreso te enfrenta de manera radical con el sinsentido y con lo absurdo. No es casual que César Aira los utilice, en novelas como El mago o El congreso de literatura, como escenarios para la comedia humana, donde el ridículo y la parodia salen a flote en tiempo record. En el caso de El congreso de futurología, el protagonista es Ijon Tichy. De los incómodos nombres rusos de Dostoievski, Borges dice que parecen viejos argentinos. Pasa lo mismo con Ijon Tichy: ¡nos resulta tan familiar!
El argumento de esta novela es complejo y a la vez simple: en el futuro, Tichy asiste a un congreso de futurología en Costarricana. De pronto, afuera del hotel donde se hospedan los congresistas, la policía sale a reprimir una manifestación política con bombas de amor al prójimo. A partir de acá, todo se transforma en una especie de pánico y locura en Las Vegas: Tichy se desmaya y se despierta, pierde el conocimiento y lo recupera, alucina y se rescata entre explosiones, disparos, derrumbes de techos y huidas precipitadas, producto de la represión policial y el caos reinante. La cuestión es que Tichy termina con el cuerpo tan herido y destrozado que tienen que trasplantar su cerebro para salvarlo y meterlo, como a Walt Disney, a dormir en el freezer por un largo tiempo. Se despierta en el futuro –que es el futuro del futuro– y el panorama con el que se encuentra es desolador: todo es perfecto, armonioso y utópico. Para adaptarse al sospechoso idilio de esta raíz cuadrada del futuro, Titchy tiene que tomar “clases de vida contemporánea” dictadas por una computadora.
En este punto, Lem aprovecha la ocasión para imaginar una especie de postal del porvenir. En su libro Arqueologías del futuro –un hermoso oxímoron–, Frederic Jameson advierte que la idea de futuro de la ciencia ficción está hecha con retazos del presente y, sobre todo, con fragmentos del pasado. De esto saca dos conclusiones: la primera es que lo nuevo es imposible; la segunda es que la utopía es igualmente inimaginable. Se trata de una proyección de nuestra propia sociedad y “de sus obsesiones provincianas”, escribe Jameson. Si bien, como les decía, la novela es de 1971, parece, sin embargo, escrita en 4071, y dedicada a las generaciones venideras. Su grado de actualidad es pasmoso. Pero es cierto que Lem está procesando, con estas postales del futuro, muchos síntomas de época en ciernes: el desencanto político, la avanzada brutal del biotecnocapitalismo y el farmacopoder, el consumismo irreflexivo, la deshumanización de la vida cotidiana y la anestesia del pensamiento crítico.
A la vez, la novela de Lem no está hecha solo de intuiciones. Leerla hoy es constatar al menos un par de profecías cumplidas. Si comparamos la novela de Lem con, por ejemplo, el libro Testo Yonqui. Sexo, drogas y biopolítica (2008), de Paul Preciado, las coincidencias son abrumadoras. Preciado dice ahí que “la ciencia es la nueva religión de la modernidad. Porque tiene la capacidad de crear, y no simplemente de describir, la realidad.” Y agrega: “El arte, la filosofía o la literatura pueden funcionar como contralaboratorios virtuales de producción de realidad”. Así podríamos pensar la novela de Lem: como un contralaboratorio virtual que produjo una realidad aparte. Preciado define a la pastilla anticonceptiva como un “panóptico comestible”. La imagen podría estar, tranquilamente, en la novela de Lem.
De hecho, en el futuro donde se despierta el pobre Tichy ¡los libros se comen! El saber se consume como una pastilla efervescente y hay una droga para todo: una droga para ir a trabajar, otra para el ocio, una droga para ver todo lindo y positivo, otra para ver todo feo y negativo, una droga para enojarse, otra para reconciliarse, una droga para tener hambre y otra para saciarlo, hay drogas para ser gracioso y otras para ser serio, hay drogas para dormir y drogas para mantenerse despierto, drogas para pensar, drogas para dejar pensar, una droga para sonreír y otra para llorar. Hay hasta una droga para dejar la droga.
Judith Merril escribió que la ciencia ficción es “la literatura de la imaginación disciplinada”. Pablo Cappana define a Stanislaw Lem como “un filósofo salvaje, un hombre de formación médica, que ha estudiado cibernética y otras disciplinas, y a través del humor hace una reflexión crítica”. Precisamente, el rótulo de ciencia ficción tiene, en el caso de esta novela, un alcance literal. Se trata de una ficción química sobre el lenguaje del futuro, donde cada droga –además de tener efectos y funciones específicas– fundamentalmente tiene su propio nombre: la lengua misma de la novela esta futurizada. Lem ensaya una futurización del lenguaje psicoquímico, una futurología lingüística: de la novela podríamos extraer un diccionario de drogas del futuro. A la vez, de cada droga se podría escribir otra novela.
Esto quiere decir que no solo importa el relato, lo que las drogas producen como peripecia, el contenido farmacológico –¿el signo lingüístico no es un derivado químico?–. Por el contrario, las drogas tienen una repercusión precisa en la escritura y el lenguaje de la novela. A medida que el relato avanza, los nombres de cada sustancia se incorporan de una manera tan natural, tan al pasar, que casi sin darnos cuentos nos descubrimos inmersos en la jerga del futuro: el lenguaje de una realidad a punto de golpearnos la puerta.
Con Luciana Caamaño, una vez inventamos una droga imaginaria: la D.D.D. (Droga Dialéctica Deleuziana). Al ingerirla, te hacía alucinar que no alucinabas. Por ejemplo: te hacía alucinar que estabas aplaudiendo, cuando en la realidad te faltaba una mano; o te hacía alucinar que estabas muy tranquilo sentado mirando la tele en el cómodo sillón de tu casa, cuando en la realidad estabas babeando en un colapso catatónico en un páramo a la intemperie. El chiste sirve para pensar la novela y su visión del mundo: lo real también puede ser la química para encubrir lo real.
En este sentido, la novela de Lem se adelanta de manera notable a la idea de posverdad porque propone pensar una realidad en abismo, donde lo real no tiene tope, no tiene techo, siempre nos queda la duda: ¿y si la realidad en la que se despierta Neo también es un programa de la Matrix? ¿Y si el despertar no fuera más que una ficción para mantenernos durmiendo el sueño eterno?
En la película They Live (1988), John Carpenter imagina unos anteojos que nos permiten ver la verdadera realidad: todos los anuncios publicitarios contienen mandatos de docilidad y obediencia. Con los anteojos puestos, entre los seres humanos, podemos distinguir quiénes son extraterrestres encubiertos. Los alienígenas de la película controlan los medios masivos de comunicación: diarios y programas de cable. La realidad se construye con ondas televisivas, químicos y palabras: tiene una parte tangible y otra intangible que vuela por el aire. Por eso, la novela de Lem es, también, una de las grandes ficciones paranoicas de nuestra época donde nunca sabemos si la escena está ocurriendo o si es el producto de un delirio camuflado por una química cerebral convenientemente manipulada.
El saldo final de la novela podría leerse como un aviso urgente: ¿cómo hacer para que el mundo en el que vivimos se vuelva más habitable? Esta es la pregunta que la novela deja latiendo y el problema que el futuro necesitará resolver para constituirse. De lo contrario, nos convertiremos en Tichy, que confiesa con orfandad y resignación: “la galaxia dejó de seducirme, ya no me tientan los viajes porque no hay dónde volver”.