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PRINCESA, VIEJA REINA | Pascal Quignard

Por Osvaldo Gallone

LA MÚSICA DE LAS PALABRAS

Hace poco, en este mismo espacio, nos abocamos al comentario del libro Hipersueño, de Hélène Cixous: un periplo donde, sobre un mismo cañamazo, están bordados la muerte, el deseo y la vida. La alusión no es azarosa en la medida en que entre Cixous y Quignard hay más de una correspondencia, una semejanza de estilo en el sentido que le otorga a este concepto Walter Pater en su inestimable El Renacimiento: “un mismo estado de alma que informa el todo” (El Renacimiento, Librería Hachette, 1946, p. 170). Este “estado de alma” se traslada a la letra y es, probablemente, el único que puede responder con solvencia a la consabida pregunta respecto al género literario en el que se puede encuadrar la obra de Quignard. El género de Quignard es la escritura, el mismo género por el que transitan el Quijote o En busca del tiempo perdido; la trama, las peripecias, los puntos ciegos y los silencios se desenvuelven en una escritura que se interroga a sí misma a medida que se va escribiendo. ¿De qué trata un libro de Quignard?: de la escritura que lo informa.

En este caso, los breves cinco cuentos que integran Princesa, vieja reina son, en la adecuada definición que brinda Mattoni en su prólogo, “un teatro narrativo”; un teatro, se podría agregar, en el cual la recitatio predomina sobre la peripecia. Calificar un texto de “teatro narrativo” lo acerca, a todas luces, a esa figura retórica que se denomina “oxímoron”: una contradicción en sus propios términos o, como querían los retóricos clásicos, una “aguda necedad”. Pero no lo es tanto; en el libro ya citado, Walter Pater acuñó un concepto que se tornó célebre a fuerza de ser reiterado: “Todo arte aspira constantemente al estado de música” (ob. cit., p. 141), con lo cual aludía a que todo gran arte intenta borrar la distinción entre la materia de la forma y el entendimiento; que la simple materia de un cuadro (o de un poema, o de un fragmento de prosa) no sea nada sin la forma, y que ambas sean percibidas como una unidad irreductible. El estilo de Quignard (violonchelista y organista, además de escritor) no sólo aspira al estado de música, sino que, en términos generales, lo logra: es la música de la recitatio, la resonancia de las palabras, la armonía de la frase las que convierten a estos textos en un “teatro narrativo”. No hay muerte, sino que: “A veces la muerte se retira en el fondo del espejo que contemplamos” (p. 30); la princesa enamorada y abandonada por su amante, admite: “Me convertí en una figura de bruma. Me deshice en esa bruma” (p. 38); a la edad de cuatro años, George Sand queda huérfana de padre y, a partir de ahí, suele apartarse en un rincón: “el nombre que le daba a ese refugio: lo llamaba ‘la ausencia’” (p. 58).

Casi sobre el final del breve libro, Quignard expone una reflexión que vale la pena transcribir: “Toda la vida se busca el lugar de origen, el lugar anterior al mundo, es decir, el lugar en donde el yo puede estar ausente, donde el cuerpo se olvida” (p. 59). No es, por cierto, la primera reflexión en este sentido en la obra de Quignard, pero amerita detenerse en ella porque el acento está puesto en el orden de la imposibilidad: se busca aquello que se sabe imposible de encontrar, y ello, precisamente, es lo que le otorga a la busca una incuestionable dignidad. Es una busca que se corresponde punto por punto con esa palabra que se aloja en la punta de la lengua pero que no se puede emitir y que nos da la medida de la inefabilidad de la lengua. Ya lo advirtió el hermeneuta Hans-Georg Gadamer: el sujeto debe aprender a convivir en la proliferante selva de la indecibilidad; una selva que se intenta desbrozar a brazo partido día tras día (texto tras texto, palabra tras palabra), hasta que después de infinitas jornadas de labor se advierte que no se ha podido derribar un solo árbol: la selva de la inefabilidad. En medio de esa selva, Quignard continúa intentando aquello que es digno de todo escritor: decir.

 

Título: PRINCESA, VIEJA REINA – Cinco cuentos,
Autor: Pascal Quignard
EditoriaL: Interzona Editora
Traductor y prólogo: Silvio Mattoni
59 páginas

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