Por Matías Battistón.
“Tengo muchas grabaciones de John Cage, pero sus textos me parecen más interesantes que su música”. Esta observación, que Frank Zappa deslizó en 1992 –en una entrevista en la que poco antes declaraba “Por bueno que sea cualquier libro, leo tres párrafos y me duermo”–, dista, claro, de ser inocente. En cierto modo, es representativa de la ambivalencia que suele despertar casi todo artista que se mueve entre disciplinas diversas. Además de ser, quizá, el compositor estadounidense más influyente del siglo xx, John Cage anticipó el happening, reescribió a Joyce, Pound, Thoreau y Ginsberg, produjo cientos de grabados y collages, ayudó a independizar el arte coreográfico de la música junto a Merce Cunningham, creó el piano preparado, fundó la micología poética, viralizó el I Ching e inventó la ilustración comestible. En otras palabras, era una de esas personas para quienes la manera más sencilla y natural de abordar una disciplina es revolucionarla, y que no pueden evitar abordar casi cada disciplina que encuentran. Por eso no extraña que su versatilidad de intereses ofreciera una ocasión perfecta para esa maniobra que uno podría llamar, aliterativamente, “la injuria del elogio al hobby”.
En general, criticar de frente a un artista de vanguardia es exponerse a acusaciones de incomprensión, resentimiento o envidia; si el que formula la crítica es, él mismo, un artista de vanguardia, a eso se le debe sumar el riesgo de estar repitiendo sin querer la chicana de algún enemigo en común. La manera más elegante de criticar a alguien en esas circunstancias, entonces, es elogiándolo por una ocupación que, en términos estrictos, no es la suya. En 1988, Peter Dickinson le preguntó a Karlheinz Stockhausen si la importancia de John Cage se debía en mayor grado a sus ideas o a sus composiciones. Stockhausen respondió: “Es un gran talento como diseñador gráfico”.
A Cage, esta ambivalencia lo irritaba pero, característicamente, también lo divertía. “La gente a menudo pregunta qué es más importante, si mis ideas o mi música”, observó alguna vez. “A los que no le gusta la música, dicen que quizá las ideas. Entonces, si los invitara a almorzar, ¡qué pensarían de la comida! ¿Que es demasiado filosófica?”.
Más allá de los vaivenes de la angustia de la influencia y la tentación de la paradoja, es fácil ver por qué la gravitación que ejercían sus escritos puede haber llegado a rivalizar con la que ejercían sus piezas musicales. Si su figura sigue siendo ineludible en tantas corrientes del arte contemporáneo, esto se debe al menos en parte a la efervescencia que causaban sus palabras. Escribía con el oído del que siempre había renegado para componer. La gente no silbaba sus melodías, pero repetía sus aforismos.
Cuando James Pritchett quiso dar un inicio sorprendente a su conocido estudio sobre su obra, se limitó a afirmar: “John Cage era un compositor”. Algunos habrán leído la frase dos veces, habrán cerrado el libro para mirar otra vez la tapa. La intención de Pritchett era lacónicamente irónica, pero es posible que ciertos lectores en verdad hubieran olvidado ese detalle, como nos olvidamos de que nuestra mascota es un animal o que nuestros vecinos son humanos. Y por la misma razón: la experiencia parecía negarlo. La monografía se publicó en 1993, un año después de la muerte de Cage; casi medio siglo había transcurrido desde sus experimentos musicales más dóciles: las Sonatas e interludios para piano preparado, las piezas de percusión posvaresiana, el delicado satierismo de In a Landscape. A partir de 1951, sus composiciones habían empezado a guiarse por la aleatoridad y la indeterminación, renunciando sin miramientos a la idea de “comunicar” emociones. En cambio, no pocos de sus textos se permitían el lujo de transmitir una experiencia o incluso una pasión, aunque fuera una pasión por el ascetismo emocional. Abundaban en parábolas, anécdotas, fragmentos autobiográficos que funcionaban como koan zen. Eran contagiosamente citables. Aunque con los años Cage fue extremando su combate contra la sintaxis (“la formación militar del idioma”) y borrando la brecha entre letras y palabras y entre palabras y música, lo cierto es que durante gran parte de su vida reservó para sus lectores una accesibilidad que sus oyentes ocasionales por momentos tal vez envidiaran.
Además, si su genio tendía hasta tal punto a la invención y el método, la escritura resultaba el espacio natural donde dar rienda suelta no solo a los experimentos más variados, sino a la fascinante defensa y elucidación parcial de esos mismos métodos. “Mi intención ha sido a menudo –señala en un prólogo famoso– decir lo que tenía que decir de un modo que ilustrara lo dicho”. Como en los espectáculos de magia de Penn y Teller, donde la explicación del truco pasa a formar parte del truco, Cage (cuya obra As Slow as Possible bien podría estar dedicada a René Lavand) predicaba sus teorías consumándolas. En ese doble movimiento se ganaba la complicidad del lector, cuando no su devota indignación.
Ritmo etc. recopila textos que originalmente se publicaron en A Year from Monday (1967) y Empty Words (1979). Se trata de un período agitado, en el que Cage comienza a interesarse más en las posibilidades de la página escrita y a producir algunos de sus textos más originales. El I Ching, al que ya recurría desde hacía una década para componer su música, pasa a dictar también la matriz de gran parte de lo que escribe: la cantidad de palabras por frase, de períodos por párrafo, de citas por texto, de fuentes tipográficas por página... Esta adicción al rigor se ve unida en Cage a una sed insaciable por aprovechar artísticamente hasta el último recodo de su vida. De ahí que algunas de sus invenciones más memorables en esta época surjan como respuesta a una preocupación cada vez más justificada: que los apremios de su creciente fama internacional terminen dejándolo sin tiempo para su obra. “Continuamente nos molestamos los unos a los otros con cumpleaños, fechas de entrega, celebraciones, recomendaciones, colectas, pedidos de información, entrevistas, cartas de presentación, cartas de recomendación”, enumera en 1973. La situación, característicamente, lo inspira. “Para convertir la irritación en placer, he adquirido la costumbre, desde hace más de diez años, de escribir mesósticos”.
Los mesósticos, como los bautizó Norman O. Brown, son poemas que le dan una nueva vuelta de tuerca a la tradición del acróstico. Cage los inventa en un momento de distracción, sin sospechar que se convertirían en una de sus principales herramientas de trabajo. Los escribiría a mano y por computadora, en inglés, pero también en sueco, en alemán, en japonés y en distintas lenguas que desconocía con igual entusiasmo. Los usaría en experimentos visuales, musicales, de incesante reescritura. Por su cedazo pasaría varias veces el Finnegans Wake entero. A fines de la década del ochenta, todas sus conferencias en Harvard serían impartidas en mesósticos. Por otra parte, el viento de cambio y las promesas de la contracultura sesentista infunden en Cage, ya quincuagenario, un utopismo eufórico, aunque no desprovisto de ironía. En 1965 empieza a redactar “Cómo mejorar el mundo (solo empeorarás las cosas)”, un diario personalísimo de anécdotas, alusiones, reflexiones y propuestas enternecedoramente impracticables. El proyecto nace con la intención expresa de promover la revolución tecno-social celebrando la obra de uno de los visionarios más excéntricos de la historia de los Estados Unidos (y por supuesto, como Duchamp, McLuhan y Brown, su amigo y aliado), Buckminster Fuller.
Cage, a decir verdad, era un profeta que necesitaba reinventarse todo el tiempo como discí- pulo. “Siempre estoy encontrando nuevos maestros con quien estudiar. Había estudiado con Richard Buhlig, Henry Cowell, Arnold Schönberg, Daisetz Suzuki, Guy Nearing. Ahora estoy estudiando con N. O. Brown, Marshall McLuhan, Buckminster Fuller, Marcel Duchamp”, escribe en 1967. Fuller, en especial, parecía listo para ofrecer las soluciones más ingeniosas e inverosímiles hasta al último problema del mundo moderno. Arrojar casas desde aviones o reducir el trabajo a una sola hora al año eran ideas que no podían no cautivar a Cage.
La esperanza de una revolución al alcance de la mano, sin embargo, no duraría. El diario se interrumpe largamente a mediados de los setenta, durante el gobierno de Nixon. Así como la cronometrada “Conferencia sobre el compromiso” y la seminal “Conferencia en Juilliard” (agregada a A Year from Monday por sugerencia de David Tudor) son vestigios del apolinismo zen de Cage de fines de los cincuenta y principios de los sesenta, textos posteriores aquí incluidos –como “El futuro de la música” (tan cerca y tan lejos de su contraparte publicada en Silencio) y el prefacio, inusualmente político, a su obra “Lecture on the Weather”– muestran la evolución de un pensamiento en búsqueda constante. El optimismo, rasgo cageano por excelencia, nunca desaparece, pero se matiza. “Buckminster Fuller también ha cambiado de profeta de Utopía a Jeremías –escribe Cage en su prólogo a Empty Words–. Ahora nos da de ocho a diez años para hacer cambios esenciales en el comportamiento humano. Quizá la conmoción y alarma que nos afectan a todos sea injustificada. Es posible que esté sucediendo un cambio sutil pero radical, que solo nos esté privando de nuestra cordura superficialmente, que esté alterando de un modo fundamental la condición humana para bien. Esperemos. ¿Seré un iluso por pensarlo?”.
Músico, escritor, artista, místico, experto en hongos… elegir un rótulo no importa demasiado, a fin de cuentas. El objetivo de este libro, en suma, es invitar al lector a que descubra cómo a lo largo de los años Cage quiso hacer con casi todo lo que tocaba lo que hizo con el piano: prepararlo para algo distinto.