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"Una cosa inexplicable hecha de colores que las palabras no pueden describir"

Leé uno de los breves textos de Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, de John Berger, publicado por InterZona. Por John Berger. Traducción de Pilar Vázquez y Nacho Fernández Rocafort.

Para el ojo humano, todo lo visible tiene un color. Es probable que incluso los ciegos de nacimiento sueñen en color. El color es un fenómeno óptico, y también tiene un lugar, construido para él, en la imaginación humana. Sin ninguna duda, los colores existen en la naturaleza para poder ser vistos. Pero si eres pintor, los colores son tus enemigos. ¡No porque pretendas controlarlos, sino porque tienes que alejarte de ellos!

Cuando los colocas al borde de tu paleta, calculas las proporciones y te mantienes distante. Los colores son superficiales, artificiales e inertes. Puede incluso que empieces a odiarlos por su repulsiva inocencia. Parecen camisas recién compradas, todavía con la tirita de cartón bajo el cuello y las mangas perfectamente dobladas y prendidas con alfileres. Si tienes que tomar una y estás sudando, lo haces con las yemas de los dedos.

Como pintor, luchas por hacerlos desaparecer, para que su lugar lo ocupen los cuerpos. Cuando digo cuerpo quiero decir cualquier cosa que tenga sustancia. Cuando un color adquiere sustancia y se convierte en una cosa, deja de ser un color. Pierde su inocencia, y describirlo ya no es tan sencillo; adquiere el peso de lo irremediable, aunque sea el llamado azul cielo. Descubrir lo irremediable es el sueño de un pintor. El “azul” deja de ser un color que has elegido y se convierte en una fatalidad. Una fatalidad de la que no hay manera de zafarse. Esta fatalidad está presente en Tiziano, Turner o Rothko. Y esa es la alegría. Por conveniencia, llamaremos “tono” a aquello en lo que se convierten los colores. Un tono que nunca se prestará a convertirse en un adjetivo como “rojo”, “amarillo” o “azul”.

¿Solo los pintores entienden esto? No lo sé. 

En cuanto empiezas a mezclar pintura en la paleta o el cuadro, los colores van tomando un poco de sustancia, pero con frecuencia, no es la sustancia que esperabas. A menudo, la sustancia no va más allá de la mierda. Si se alarga demasiado el proceso, la mezcla acaba irremediablemente convirtiéndose en mierda. Por eso cometes muchos errores, porque el proceso de manejar los colores y encontrar el tono justo es muy complejo y sus variables infinitas.

Matisse señaló una vez que un centímetro cuadrado de azul no es lo mismo que un metro cuadrado del mismo azul. El tamaño de la superficie cambia el tono. De la misma manera, un círculo azul no es lo mismo que ese mismo azul cuadrado. El contorno también cambia el tono. Y esto es solo el principio. Cualquier tono está modificado por su textura, por todos los tonos que le rodean, por el espacio que la imagen está creando, por la luz en el cuadro y sobre el cuadro, y por el curioso fenómeno que es el campo de gravedad de la imagen –aquello que determina el ritmo al que las cosas se vencen y retroceden dentro del marco del silencioso arte que nunca se mueve–.

Estas infinitas variables se combinan incesantemente y por eso complican hasta la extenuación la tarea de eliminar colores y crear cuerpos. Te detienes, te retiras unos pasos, te fijas y tratas de prever cómo reaccionará la multitud de variables cuando añadas este tono o modifiques aquel. Sabes también que si titubeas demasiado y actúas con indecisión, estás en peligro de caer de nuevo en la mierda. Incluso Morandi, prudente y extraordinario como era, lo reconocía.

Puede que en un momento determinado intentes tomar por sorpresa a la multitud con un gesto repentino o un tono audaz. A veces aceptan, pero solo pasivamente. A menudo se niegan, y su negativa es inmisericorde.

“¡Así que has añadido otro color!”, te dicen.

El momento de gracia, si llega, es cuando te asombra descubrir que aquello que tu pincel acaba de añadir no es un color, no es ni siquiera un tono, sino una cosa, algo a lo que la multitud, no ya una multitud sino una comunidad, acoge y da un lugar. No puedes creer lo que ven tus ojos, o más bien, por primera vez sí lo crees: una cosa inexplicable hecha de colores que las palabras no pueden describir.