Cuando Claudio Tolcachir y Lautaro Perotti convocan, no falta ni el apuntador. El motivo es que, aunque no siempre aciertan en sus propuestas, cuando lo hacen, dan en la diana. Eso es lo que han hecho con Rabia. Adaptación del libro del mismo título del desconocido, en España, Sergio Bizzio que acaban de estrenar en el Teatro de la Abadía. Obra con la que recuperan para la audiencia el placer de que te cuenten un cuento.
Un cuento protagonizado por un asesino de nombre tan pedestre y sencillo como José María. Un hombre que se esconde en la casa en la que trabaja como criada María Rosa, su novia, sin que esta y sin que los dueños de la casa lo sepan. Donde vivirá como un fantasma. Como uno de esos espíritus que habitan las casonas grandes, viejas y con solera. Un ser en la sombra desde donde mira y observa la vida visible. La que se produce a la luz del día y la de las bombillas.
Obra pensada para un solo actor, el propio Claudio Tolcachir que, con su sola presencia en escena, su voz y una escalera de un edificio, es capaz de convocar la casa y sus diferentes estancias, a su novia y criada, a los señores, sus hijos y sus nietos. Hasta a un bebe que juega un importante papel en la historia. Y las ratas, única compañía viva con la que puede tener un acercamiento sin ser delatado.
Un texto lleno de melancolía. Quizás porteña, adjetivo fácil al proceder casi todo su equipo artístico, sobre todo el más visible, de Buenos Aires, y a que el actor habla con acento y con palabras del otro lado del charco. A la que también le podría ir bien la palabra portuguesa de saudade y todo lo que se evoca al decirla. Pues, aunque José María, el protagonista, consigue tener una vida bastante rica en esa situación y llevarla más allá de lo que es imaginable, la tragedia se masca en el ambiente. Ya que el personaje siempre está en peligro. En riesgo de ser descubierto, un riesgo que mantiene atenta y despierta a la audiencia.
Así que quien se siente en las butacas se enfrenta a un texto hecho a lo clásico. Con un comienzo, un nudo y un desenlace. Por el que Claudio Tolcachir lo lleva de la mano. Lo sube a las mansardas, de esas casas bonaerenses que quisieron construir París en Latinoamérica, y lo baja a las cocinas. Los lleva a las dependencias de los señores como a los cuartos del servicio.
De una forma suave, sencilla, sin alaracas. Hay quien dirá que sin nervio. En esa necesidad de que la rabia del título se haga presente y haga arder una casa y la lucha de clases y de géneros que en silencio se lleva en ella. Sin embargo, nada de esto hace falta. Pues con voz suave, la suavidad de allá, el público español viajará, podrá imaginarse otro mundo, en el que suspender su credibilidad. Ya que lo importante es la historia. El cuento.
Un texto cuasi mágico, pero sin pertenecer al realismo mágico del boom latinoamericano, más cercano los misteriosos cuentos de Cortázar, pocas cosas más hacen falta. Siempre que haya un actor que sepa convocar con su cuerpo y la palabra a todos los personajes sin imitarlos, sin falsear su propia voz de interprete ni la voz de los personajes. Lo mismo que es capaz de abrir la puerta y mostrar todos los lugares de una pieza, en un escenario cuasi vacío.
Pintado e iluminado para tener la sensación de que se está en semioscuridad, a pesar de lo que nadie se perderá detalle de lo que pasa en escena. En el que el propio actor mueve una gran escalera, de edificio señorial, de ricos, que con la misma ligereza y sencillez con la que va diciendo el texto, contando el cuento.
Con todo eso, se consigue que el público escuche en silencio, contenga la respiración. Como en la infancia de aquellas personas que tuvieron la suerte de que les leyesen cuentos antes de dormir. En la que embozados por las sábanas pedían que les contasen más, pues siempre se esperaba que aquello se alargase, que no acabase nunca, que no tuviera un final.
Eso es lo que consigue Tolcachir y todo el equipo involucrado, un equipo mucho mayor de lo que se podría pensar por la aparente sencillez de la propuesta. Que desde la platea se le pida cada vez más a la historia. Porque así no puede acabar. Y de esta manera tampoco. Que, si antes se compartió una tristeza con el personaje, y el actor que lo representa, ahora toca, también, compartir las alegrías que se producen en ese mundo tan precario, tan en equilibrio inestable, que hay detrás de las sombras.
Satisfacer esa necesidad, tan atávica, de compartir por un rato la vida con quien protagoniza una historia no extraordinaria, pero sí fuera de lo ordinario. Una historia que, por un lado, nadie querría vivir, y, por otro, fascina a la imaginación de quien la escucha y la ve. De quien la lee. Pues, a pesar de ser en un teatro, y de que se está sentado mirando al escenario, este montaje consigue la sensación de que se está leyendo la novela de la que procede y de la que no se puede desprender la mirada ni dejar de pasar página hasta que el autor, a través del narrador, y, en este caso, a través del actor, ponga punto final a la historia.