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«Rabia»: El mundo a hurtadillas

Autor: Sergio Bizzio. Dirección: Claudio Tolcachir y Lautaro Perotti. Interpretación: C. Tolcachir. Teatro de la Abadía, Madrid. Hasta el 8 de octubre. Por RAÚL LOSÁNEZ

Desde 2006 llevaba Claudio Tolcachir sin subirse a un escenario en España. Entonces lo hizo a las órdenes de su paisano Daniel Veronese en una versión de Las tres hermanas de Chéjov que programó el Centro Dramático Nacional. Esa fue la única vez que hemos podido ver en su faceta de actor a este artista procedente del teatro independiente de Buenos Aires que ha desarrollado aquí una sólida carrera en su otra vertiente, la de director. Y la verdad es que, después de comprobar lo que hace en un monólogo tan poco complaciente como es Rabia, uno se pregunta por qué no se prodigará más como intérprete. De hecho, destaca en este montaje mucho más su labor de actor que la de director (tarea esta última que comparte en esta ocasión con Lautaro Perotti). Y no brilla esta vez como director por la sencilla razón de que la adaptación de la novela de Sergio Bizzio -firmada por Perotti, por María García de Oteyza, por Mónica Acevedo y por el propio Tolcachir- lo imposibilita prácticamente.

La obra cuenta la historia de un sencillo obrero de la construcción, llamado José María, que mata a su capataz después de ser despedido y se refugia en una buhardilla dentro de la mansión donde su novia trabaja como criada. El tiempo irá pasando sin que nadie, ni siquiera su novia, sospeche dónde está José María; y este, poco a poco, tendrá que redefinir su propia existencia en virtud de unas circunstancias que no tienen visos de cambiar. Esa relación que José María tiene que establecer con el mundo desde su propio aislamiento, y que nos hace reflexionar sobre cuáles son las verdaderas dimensiones de eso que llamamos vida, está tratada con imaginación, con ironía y con distanciamiento ideológico por el autor de la novela y por los versionadores. El problema es que estos no han querido transformar en su propuesta el lenguaje puramente narrativo de aquel, y eso hace que la función se atasque más de lo deseable a la hora de proponer al espectador que transforme en imágenes y en sentimientos las palabras. Aunque Tolcachir maneja muy bien el ritmo y las intenciones del relato, este se queda en eso, en un relato puro y duro, a veces ajeno al hecho escénico. Hemos oído decir una y otra vez, sabe Dios desde cuándo, que el teatro de texto ha de ser acción; yo soy el primero en defender que la acción no es imprescindible en todos los casos, que también se puede hacer un gran teatro poético, e incluso un gran teatro narrativo, basado en la emoción y la reflexión. Pero creo que es imposible traspasar de verdad al espectador si no hay acción y tampoco hay emoción; aquí, la primera ha sido radicalmente sustituida por la descripción, y la segunda solo aparece en contadas ocasiones. Como consecuencia, uno está demasiado tiempo en su butaca siguiendo el hilo de un buen actor que cuenta bien las cosas, pero son cosas que no están pasando allí y que no siempre conmueven. Con todo, es una función más que correcta que cuenta además en su cuadro artístico con excelentes profesionales, entre los cuales destaca esta vez Sandra Vicente, que ha diseñado el espacio sonoro, como si de teatro radiofónico se tratase, con la necesaria sutileza para ambientar de verdad sin llegar nunca a despistar.

 

Lo mejor: La obra brinda la posibilidad de volver a ver a Tolcachir en plena forma como actor.

Lo peor: La narración oral exige dar más prioridad a lo emocional para que el espectador no se distraiga.

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