Muy respetado en Argentina, su patria, y casi desconocido en nuestro país, el escritor Sergio Bizzio cuenta con una obra prolífica, más de 20 libros entre relatos, poemas, novelas, ensayos y dramas. Rabia, la primera novela suya editada en Chile, viene a ser una carta de presentación cabal, una historia oscura, inquietante, bien urdida, en donde el suspenso claustrofóbico y la violencia ligeramente adormilada se desatan a partir de la estadía secreta del protagonista al interior de una mansión bonaerense.
En pocas y prudentes palabras, las cosas ocurren de la siguiente manera: José María y Rosa se enamoran. El es obrero de la construcción y ella es la empleada doméstica de los Blinder, dueños a su vez del caserón mencionado. Se conocen en el almacén del barrio y el idilio como tal dura poco, ya que José María, un tipo ágil y violento, es acusado de un crimen. Sin otro sitio adonde escapar, María, puesto que así le dicen sus conocidos, decide recluirse en la mansarda de la casona. Y allí permanece, sombra acechante pero invisible ante los ojos del matrimonio Blinder, de Rosa y de las visitas ocasionales.
Las peripecias de María para alimentarse, ejercitarse, bañarse, pasar desapercibido mientras fisgonea, desplazarse por la casa a saltos felinos, mantener vivo el romance con Rosa, trabar amistad con una rata, sacar libros de la biblioteca y no volverse completamente loco son tan impresionantes como verosímiles. Lo perturbador para el lector, en cualquier caso, no es la plausibilidad de su situación, resuelta en gran medida por la prosa convincente de Bizzio, sino el hecho de que María parece estar sumamente satisfecho con la opción de nunca abandonar su escondrijo. Es más: luego de experimentar un brutal ataque de celos, resuelve “desaparecer en el interior de su propia desaparición”, es decir, deja de llamar a Rosa por un par de meses desde la segunda línea telefónica de la mansión.
Para informarse de lo que ocurre más allá de su entorno, “para percibir el ánimo general, al menos el de la clase alta”, a María le basta con escudriñar entre las hojas de una persiana a lo largo de un panorama de no más de 30 metros de visión. Así es como por ejemplo se entera del estado de la economía del país, “de acuerdo al aumento o disminución de cartoneros y vendedores ambulantes”. Pero el mundo exterior no le resulta prioritario, pues lo que ocurre intramuros sobra para conducir sus impulsos vitales. Rosa ocupa el centro de su atención, por supuesto, y son las circunstancias que la afectan a ella las que desatarán en él una voluntad homicida casi científica.
La experiencia de María con las mujeres ayuda en parte a entender su fijación con Rosa. Aunque es “un tipo buenmozo”, no le iba bien con las damas. “Le gustaban hasta que abrían la boca. El a ellas, por el contrario, les gustaba hasta que entendían que no la iba a abrir nunca. (…) Las putas le caían mejor. Todas lo eran, con la diferencia de que las que no cobraban para acostarse con él tenían siempre cosas que decir”. Dicho de otro modo: hasta conocer a Rosa, María no tuvo vida.
A medida que Bizzio nos introduce en la mente atribulada de María, es difícil no sentir ansiedad acerca del modo en que juzgarlo. Las circunstancias de su infancia más bien miserable podrían redimirlo, hasta cierto punto, de la barbarie con la que ha actuado -ahí fermentó la rabia ligeramente encubierta a la que alude el título de la novela-pero, al mismo tiempo, estamos hablando de un psicópata hecho y derecho. La ambigüedad en el juicio, no obstante, sí deja algo en claro, precisamente uno de los mayores atractivos de la novela: María, Dios nos perdone, logra hacernos cómplices suyo. Y es por ello que por nada del mundo quisiéramos que alguien descubriera su demencial encierro.