También la reedición supone novedad, conjura menos la recuperación de un pasado que una lectura más apropiada, a la vez sutil y directa, del presente. No es casual que un libro como el de Norah Lange, 45 días y 30 marineros, publicado en 1933 reaparezca en 2016, en un tiempo –con un imaginario– a su medida, porque como bien marca un disco de nuestra época, corren días de mujeres bellas y fuertes.
No se trata solo de que Norah Lange sea una página de la Historia de la literatura argentina; una página ya hace tiempo consagrada con su inolvidable, elegíaco y en alguna medida inaugural Cuadernos de infancia (¿cuántas novelas y relatos de memoria infantil de las niñas le deben el tono a ese libro?). Tampoco del rescate de una figura, de un cardinal femenino donde también brillan Girondo, Marechal, Tuñón, comarcas de aquel gran reino de Borges. En esta reedición de 45 días y 30 marineros es clave lo novelado. Lo que se narra.
En 45 días y 30 marineros, Lange escribe la excursión solitaria de una mujer hacia Noruega. Porque ahora es una mujer la que se hace a la mar. Va como pasajera de un barco de carga. Una rareza, una excepción. En verdad, el viaje narra y varía una sola escena, una reiterada peripecia de ciento cincuenta páginas: una mujer (Ingrid, así se llama el personaje) se vuelve ícono del deseo. Todos los hombres, los marineros, pero también el capitán y cualquier otro tripulante, como escribe Lange, llevan “un solo fin, determinado y antipático: poseerla”. “Ustedes nunca piensan, cuando encuentran a una mujer que les gusta, que puede haber la probabilidad de una negativa en ella.” Un asedio y un acecho que tras algunos días a bordo le provoca: “Hastío de la sensualidad que la rodea. Ansia de tirarse en un rincón más fresco, adonde no la alcancen las miradas que quieren cumplir un sueño tropical…”
Ingrid es nítida, imborrable. Los marineros, en cambio, son difusos. ¿Y cómo se llama el barco? ¿Se lo dice, se lo recuerda? Es que la tripulación ya no viaja a bordo del Pequod, ya no están ni estarán Ismael, Quiqueg, Starbuck, y su capitán, por supuesto, no es siquiera una imitación del furioso Ahab. Estos hombres tristes y débiles trasladan mercaderías mudas y sordas; trasladan bultos, un incierto peso rentable; los marineros –los hombres– ya no persiguen ninguna ballena blanca. Apenas si escoltan por miles de kilómetros de océano, decenas de ciegos containers. De modo que con suerte, esa mujer, una mujer, promete, representa también lo que les han quitado: la aventura. Los marinos mercantes ya no parecen hombres de mar sino irrisorios fantasmas de agua.
En 45 días y 30 marineros, Lange ya registra, anuncia y escribe la transformación de la diferencia. El cambio de signo entre los géneros. Posibilita, desde luego, una trama que llega hasta libros como No es lo que pensás, de Ana Ojeda o Brasil, de Paula Brecciaroli, para citar algunos muy recientes.
La superstición del género es de las más poderosas, establecidas, difíciles de remover. No importa que hayan escrito Norah Lange, Silvina Ocampo, Sara Gallardo, Elvira Orphée; no importa que escriban y sigan escribiendo Hebe Uhart, Sylvia Molloy, María Martoccia, Inés Garland, Ariana Harwicz. Por machismo o feminismo, hay un escotoma y un hiato que parecen imposibles de salvar.
Sin embargo y, para variar, eso tal vez lo revierta la poesía. En el campo de la poesía argentina, en su disposición, la diferencia parece encontrar otro tipo de armonía, otro sentido.
Las relaciones amorosas en la literatura no escapan a la literatura misma. Visionaria, acaso ese haya sido otro motivo, secreto, por el que la bella e inteligente Norah supo desairar a Borges y elegir –hallar– a un poeta de vanguardia (Girondo) que, como hacia el final de esta novela, sería el adecuado cómplice para un largo viaje sentimental. Paradojas: Girondo –se indica en el útil y lúcido prólogo de María Elena Legaz– , ya marido, reprueba la novela y le sugiere no publicarla; Borges la celebra despechado en una reseña de la revista Crítica, también incluida en este volumen.
45 días y 30 marineros es una novela vigente. Y es vigente porque en su enunciación, en su estado de lengua, ya habita –ya lee– un presente futuro, una extraterritorialidad. La verdadera literatura consigue esa clase de sortilegios. Y si fuera poco, su lenguaje, además, es económico y lírico, hecho de una austera y fría belleza actual.