Cuando el rumor de un libro se instala pese a no ser negocio de gran editorial, cuando el título se cita alabando el contenido sin desmenuzar argumento para aludir un aire inesperado entre sus páginas, nos vamos a buscar la novedad mandando los prejuicios a otra cosa y, a veces, el esfuerzo es compensado.
Acá el tiempo es otra cosa, afirma la portada para nada inocente del libro de cuentos de Tomás Downey.
Apenas avanzamos en la arena movediza de sus páginas, intuimos a qué se refiere. El tiempo no es una medida más de vida, no avanza lineal e imparable, ni siquiera es algo que termine de suceder. Más bien es una suerte de herramienta obradora de prodigios en las líneas de Downey.
El autor lo rebobina hasta una imagen que abre plano general sobre un recuerdo y avanza sin temor hacia el pasado - "You make me dizzy miss Lizzie", "Gutiérrez" -; lo detiene en un punto que logra hacerse fijo, un punto que se clava en el vacío y se expande en forma de muerte, de caballo, de ruptura, de noche aterradora y repetida, de días en provincia que se igualan... O lo acelera para revelarnos un futuro a la vuelta de la esquina donde la lluvia, la ingravidez o la presencia de un niño son signos de algo más, huellas de la incertidumbre en un mundo que se nutre de este, que comenzó en este.
El tiempo detenido, los imprevistos de esa barbaridad, son una gran tentación para el imaginario de un creador. Downey nos introduce en esa pausa como si de un cortocircuito se tratara.
"Adelante no hay nada, todo es pasado. No miro mi reloj por miedo a que las agujas estén quietas". (Mamá.)
La situación es una, sencilla y humanísima - la tormenta a punto de estallar, una llamada pendiente, una tarde de pileta entre padre e hija -, hasta que deja de serlo. Hasta que el autor abre una brecha, lo imposible se torna cotidiano y lo cotidiano, metáfora.
La violenta naturaleza de nuestra especie aparece una y otra vez. Soterrada, oculta, convertida en costumbre, en práctica familiar, en abuso silencioso y silenciado. En ocasiones explota solo para mostrarnos que el espectáculo de la existencia prosigue contra todo. El mal ya está hecho en todas sus formas y la vida nunca se detuvo por eso.
Acá el tiempo es otra cosa, son dieciocho cuentos donde lo simbólico, el extrañamiento y el humor tejen con hilos de oro una lógica de pensamiento donde el delirio toma forma de accidente. Sus personajes asumen y encarnan la fatalidad como un paisaje hipnótico que contemplan sin parpadear.
"Supuse que morir era eso: una confusión creciente, un ruido molesto que alcanza un clímax y se apaga de golpe. Pero no. Estaba lloviendo". (La nube).
"No podía quitar los ojos del mar, que parecía hervir; las olas cargadas de espuma se arrojaban las unas sobre las otras. Todo era demasiado intenso, demasiado hermoso e insoportable. No entendía qué le pasaba; pero tampoco intentaba entender, esa era la sorpresa. La lluvia se convirtió en tormenta, el agua no paraba de caer. Ana no se movió por un largo rato". (Una historia de amor).
"Me acerco a la ventana y miro hacia arriba. Qué habrá más allá de ese cielo grisáceo. Me quemaré como un asteroide o me ahogaré en el vacío del espacio". (Astronauta).
Una buena lectura contra la domesticación de los sentidos.
Ganador del Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes en 2013.