interZona

Reseña August Eschenburg

Por Federico Ferroggiaro

En una época atravesada por la realidad virtual y aumentada, por los avances de la robótica, de la clonación y de los juegos de simulación, un libro sobre autómatas puede parecer un acto de resistencia al “progreso” o un gesto de anacronismo nostálgico. Cuando E.T.A. Hoffmann, en el cuento titulado “El hombre de arena” (1815), nos enfrenta al ciego enamoramiento del joven Nataniel por la realista muñeca Olimpia, los autómatas formaban parte del imaginario europeo y representaban el máximo prodigio tecnológico de la imitación de la realidad. En cambio, en 1986, año en que se publicó originalmente August Eschenburg, el masivo cine de ciencia ficción ya nos había sorprendido con el indestructible y casi humano robot de The Terminator (1984) y lo haría también, en 1987, con el híbrido policía de Robocop. Es evidente entonces que los autómatas de los siglos XVIII y XIX resultaran y resulten un tema demodé. De todos modos, y felizmente, Steven Millhauser, sin que importen los motivos, escribió sobre ellos, y la reedición de la editorial Interzona nos permite volver a encontrar esta pieza de orfebrería literaria que nos interpela a partir de un tópico extemporáneo y desusado.

En las librerías del país es posible conseguir al menos otros dos libros de Millhauser: los cuentos reunidos en Museo Barnum y en El lanzador de cuchillos, publicados ambos por la editorial mencionada, y que nos permiten comprobar que, junto con otros temas igual de excéntricos y desconcertantes en el siglo XXI, los autómatas forman parte del repertorio temático que ha desarrollado el escritor norteamericano. A su vez, podemos rastrear en ellos su método narrativo, que, se me disculpará la imprecisión y la generalidad, consiste en llevar hasta sus límites el núcleo que el argumento propone. En este caso, August Eschenburg es una nouvelle que en poco menos de cien páginas logra seducirnos con una historia intensa, sin adornarse con digresiones y dejando en suspenso, para que complete el lector, múltiples líneas implícitas, una red de asociaciones e interpretaciones posibles.

August, criado solamente por su padre relojero, Joseph Eschenburg, en la ciudad alemana de Mühlenberg, va adquiriendo desde su temprana adolescencia el conocimiento de los sutiles y complejos mecanismos de engranajes y resortes que hacen funcionar los relojes. Pero a partir de la fascinación que le produce el espectáculo de un mago en miniatura, su interés traspasa ese restringido dominio y se introduce en aquel que, similar en su base, aunque mucho más fecundo en posibilidades, permite darle vida a los autómatas. Obsesionado por explorar las profundidades y alcances de esa técnica que, en la época en que se ambienta la novela ─el último cuarto del siglo XIX─ ya ha dado sus notas más altas, dejando el lugar a otros progresos y hallazgos de la ciencia, como la fotografía y los juguetes ópticos que anticipan al cine, August trabaja sin pausas ni distracciones para llevar este arte a la perfección mimética, para lograr “la creación de movimiento vivo por el arte de la mecánica”.  

El nivel de autoexigencia y las preocupaciones por alcanzar copias exactas, por reproducir los movimientos y los gestos humanos en sus creaciones, es decir, la búsqueda de la excelencia artística que impulsa a August, choca y entra en franco conflicto con los intereses de sus empleadores, tanto los del dueño del Emporio Preisendanz, en Berlín, que pretende que los autómatas exhibidos en sus vidrieras atraigan a los clientes y esto redunde en un incremento de sus ventas, como los del lúcido, cínico y pragmático Hausenstein, que siendo un burdo imitador de las maravillas que engendra Eschenburg, lo asocia para llevar adelante juntos el Zaubertheater, donde “las figuras magistrales” que construye presentarán las piezas teatrales e interludios que integran el refinado repertorio ideado por August. Sin embargo, los epígonos técnicamente torpes ─pero sumamente astutos comercialmente─ de los teatros de autómatas que surgen para hacerles competencia van eclipsando el efímero éxito del Zaubertheater, que acaba siendo el solitario refugio de un puñado de fieles seguidores de este arte delicado.

Es inevitable reparar en el evidente planteo que Millhauser escenifica en la obstinación del protagonista de seguir adelante con su proyecto sin atender ni escuchar las demandas del mercado. Frente a la vulgaridad del Untermensch ─el infrahombre, definido por Hausenstein como “esa clase de alma que, en presencia de algo grande, noble u original, instintivamente sentía el deseo de rebajarlo y reducirlo al nivel corriente”─, esa burguesía creciente, ávida de estímulos y novedades, y el afán de lucro de los empresarios, queda expuesta la “inutilidad” del artista que persiste con sus propias búsquedas e inquietudes, con sus desafíos, con su trabajo, condenándose a la incomprensión, a la marginalidad y a la frustración. Puede ser, a su vez, que la crítica de Millhauser apunte contra la sociedad de consumo y sus gustos lascivos, básicos, pedestres, y contra su incapacidad de apreciar las sublimes manifestaciones de un arte, pero dispuesta a conmoverse y entusiasmarse con aquellas expresiones que, disfrazadas de novedad, apelan a sus instintos más primitivos. O, si se quiere afinar el objeto, no creo que sea una sobreinterpretación sugerir que, bajo la alegoría de los autómatas, Millhauser está reflexionando también sobre la literatura y las imposiciones del mercado editorial, sobre la condena a la “cancelación” que pesa sobre el escritor, sobre el artista que sigue adelante con su proyecto creativo, indiferente a las modas y a los mandatos de los fenicios de la literatura; que busca la perfección, esa fe imposible que no espera ni necesita recompensas externas. La cita es extensa, pero reveladora: a August “no le gustaba escuchar que estaba retrasado respecto de su época, ni a tono con su época. Sentía que su trabajo nada tenía que ver con esas cuestiones, que lo amenazaban oscuramente porque hacían caso omiso de lo más importante. Lo más importante era que un día, en una carpa desvaída, algo se había encendido en él para no volver a apagarse nunca. El arte de los engranajes era su destino, pero los engranajes eran una especie de accidente; lo que a él le importaba era otra cosa, que no tenía nombre y sólo se relacionaba fortuitamente con el tiempo y el lugar”.

Por eso no creo, aunque sea posible, que Millhauser escriba solamente sobre autómatas. En su anacronismo, en su resistencia, August Eschenburg es una narración actual, que dialoga también con nuestro tiempo porque se interroga y nos interroga sobre una cuestión que no pierde vigencia: el “ser” del artista y la esencia del arte.

9 de febrero, 2022

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