Para un libro que es casi una partitura, diagramado a cuatro columnas y escandido por los encabalgamientos y las repeticiones que se arman en sus frases, hacen falta al menos dos lecturas: la de la obra misma, es decir, la Conferencia sobre nada escrita y estrenada por John Cage en 1950, y la de su traducción, realizada por Fogwill y Pablo Gianera, en vista de su interpretación por el mismo Fogwill en 2007 en Buenos Aires. Que su contenido sea la nada convierte a la conferencia en un hecho musical, es decir, lo contrario de un escrito vacío, porque está colmado de su acto de decirse. Las conferencias a secas, de un escritor o, peor aún, de un intelectual, suelen tener ideas, muchas incluso, anota Cage, “están llenas de ideas”. Pero en esa distracción de la idea, que aparece, que puede aparecer hasta en la imagen de la nada como tema, se deja de escuchar la voz, la frase, que siempre es musical antes de ser conceptual. Toda sintaxis es una estructura musical y esta “conferencia”, más allá de sus repeticiones, interrupciones, saltos, asociaciones, es sobre todo sintáctica, tiene una estructura que se dice en su mismo contenido, hecho de partes y secciones y unidades, pero siempre en ese tono de pronunciamiento nihilista y público.
Cage parece decir, sin decir nada nuevo, que estamos obligados a lo nuevo, porque los temas viejos se gastaron. Pero apenas se olvidan por un tiempo esos viejos motivos, la música antigua, por ejemplo, de pronto vuelven a sonar “frescos y nuevos”. Y la fuga incansable de lo nuevo se pierde en esa audición distraída que afecta al público, aficionado a conciertos y a conferencias. “Creyéndote/ un fantasma/ te convertís en un/ fantasma”, según se advierte Cage a sí mismo, porque todo lo que se piensa demasiado, como todo lo que se escucha demasiado, se gasta, se evade del cuerpo y flota en el aire viciado de un teatro lleno. Que lo viejo se convierta en nuevo y que la repetición de lo nuevo produzca fantasmas nos devuelve, al conferencista, al lector que trata de respetar los blancos de las columnas asimétricas, al recitador de una traducción de la partitura original, al lugar en el que siempre estamos, “en ninguna parte”. El motivo de la conferencia es una cosa que es la negación de toda cosa, los sonidos de las palabras, su pertinaz aglomeración en frases.
Ahora bien, la “conferencia” debe ser pronunciada no de manera entrecortada, “efecto indeseado de una fidelidad muy estricta a la posición de las palabras en la página”, según aclara Cage en la indicación inicial para su ejecución, sino en ese continuo habitual “que uno usa en el habla de todos los días”. Y este uso debe ser el nuestro, que no es precisamente español, y habrá que traducir los pensamientos comunes, que no dicen nada, a la manera de uno. Por eso cuenta Gianera en el epílogo que la traducción hecha con Fogwill era un ensayo, musical, teatral, para el acto de su pronunciación en vivo. Sometían entre ambos así su versión a la indicación de Cage, que es una prueba para cualquier traducción: no escribir una palabra o varias que nos daría vergüenza leer públicamente en voz alta. Y esa vergüenza debería ser no solo literaria sino también musical, como la sensación incómoda de una frase que nos suena mal, afectada, desacompasada. Y al contrario, poder decir orgullosamente la traducción que uno hizo probaría su verdad (su transformación en verdad porque ya se sabe que la lengua extranjera miente).
Algo de la verdad de la voz de ese fantasma extrañado que se llama Fogwill todavía se escucha, se escribe hablando, en esta vieja conferencia de un músico sin estridencias. En su silencio, por “el placer/ de lentamente/ estar/ en ninguna parte”, se siente aún la ausencia de su voz, la nada de su verdad, la inminencia de su literaria precisión.