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RESEÑA DE EL NÁUFRAGO SIN ISLA DE GUILLERMO PIRO

Reseña. La deriva marítima de Fray Salvador de Liguria lo lleva a recalar en una isla volcánica en plena actividad, y el recuerdo de esta aventura lleva al escriba napolitano a perderse (o encontrarse) en nuevas reflexiones sobre la salvación y el tormento. El náufrago sin isla, de Guillermo Piro (Avellaneda, 1960) fue galardonado con el Premio de la Crítica 2024 en la reciente Feria del Libro de Buenos Aires y su lectura reactualiza una tradición de relatos sobre naufragios. Por Sebastián Menegaz

De los avistamientos reflexivos que le depara al fraile de Guillermo Piro su vicisitud, pero acaso todavía más que la aventura, la pluma con la que ya viejo (como el entenado de Saer) se dispone a traducir la formulación de aquella experiencia (el mito personal y el tópico, solaz de cortesanos y soirées) a la lengua de un fantasma —una pluma poética y última; definitiva en la medida que se escribe, cuando vale la pena, para fijar un velo (o como dirá el propio fraile: para la gloria de Dios)—; emerge en fin de sus cavilaciones una parábola, hacia el final de la conquista de uno mismo que supone la condición de posibilidad de todo náufrago (y de toda lectura desarrapada) que postula que «del mismo modo que el libro que buscamos con ahínco en nuestra biblioteca solo se deja ver cuando dejamos de buscarlo, así obra la vida». En este caso: la salvación.

En El náufrago sin isla —y siempre que no sean parte de un mismo ahínco— Guillermo Piro busca a Stevenson y Lloyd Osbourne. A Conrad, a Melville. Los paraísos perdidos. La casita del árbol del lector que alguna vez fuimos, o que otros, anteriores, fueron, y que de algún modo quisiéramos haber sido, sedientos de su dicha. Como alguna vez lo averiguó Julio Ramón Ribeyro: escribir es prolongar los juegos de la infancia, sólo que invirtiendo los juguetes por signos. También unos signos por otros (es a lo que se aventura Piro) cuando los juguetes —¿como las infancias?— son modelos ficcionales. 

Lo alientan hasta los blurbs. La playa de Falesá. Pero nuestro fraile napolitano (como un doble agente del rigor histórico) encuentra a Boccaccio o a Goldoni, a Andria di Anfusu, a Plinio, a Homero, a Aristóteles. También a Shakespeare y Defoe. Los otros, en efecto, no se dejarán ver sino hasta que cierta coloratura de la sensibilidad cultural contemporánea que gradúa la subjetividad del fraile (el anacronismo en Piro es arreferencial: ¡como si fuera un traductor!) nos haya hecho desistir del deseo menardiano de querer encontrar a Stevenson para seguir encontrando a Piro. 

Aparecerán, en todo caso, transfigurados en magdalenas. Figuraciones, hálitos, ya sea de La línea de sombra, ya de Benito Cereno, de aquel capitán al mando de una tripulación —creeremos recordar, pero solo esto— que lo tiraniza con el simulacro de su obediencia. Un motín de entrecejos, hipertenso. 

Esta formación de la tormenta en Piro es magistral. La fuerza psicótica que arroja al fraile a las aguas. Ya sabemos (el recorrido de la novela ha sido consagratorio) que la idea se impuso mientras traducía el Atlas de micronaciones de Graziano Graziani para Godot: a una isla en trance, volcánica, en plena cocción, todo menos firme, la historia del género le debía un náufrago. Un náufrago que fuera su doble. Pero a este le insumirá 83 páginas de las 124 que componen el libro poner un pie en la escoria. «Había encontrado tierra —leemos—, pero esta no solo carecía de vegetación y por lo tanto de sombra que me protegiera de los rayos del sol, sino que también carecía de vida». «No entendía, no entiendo todavía, si la aparición de la isla significaba mi salvación o mi castigo». (Sí, de entre los entusiastas de Guillermo Piro, Daniel Guebel es quien ha sabido perforar el coco: el procedimiento es kafkiano.)

Todo cuanto precede o predestina, como en La metamorfosis, como en El proceso, se crea a partir de aquella contrainte: situar a un desgraciado. En este caso, en una roca ardiente. ¿Quién? ¿Cómo? Una roca ardiente de la que emerge un universo. No ya el universo completo e individualizado de la novela realista, sino uno voluntariamente caótico y autorreflexivo. La distinción histórica es de Nora Catelli. Moderno en el sentido más interminable del término. De hecho, en Piro, las derivas del fraile y del autor muchas veces se enmascaran. El náufrago parece servirse de las meditaciones del autor respecto de su propia faena. «Dos cosas, entonces, me inquietaban: decir el quién y el adónde». O de igual modo: «No me resigno a escribir todo lo que verdaderamente pasa por mi cabeza mientras escribo». Reflexiones sobre la correspondencia de los pensamientos con el ritmo cuando se camina en línea recta; sobre la crianza sobreprotectora de los hijos; sobre la mecánica de distracción de los ojos claros; sobre la improbable capacidad de las palabras para designar lo existente; sobre cuánto hay de cierto en el hecho de que el jugo de limón baste para cocer el pescado crudo; sobre lo ajeno de ciertos recuerdos infantiles —el sacrificio de los cerdos en la casa de un abuelo italiano; la levedad de un colibrí en un puño—; sobre la aceptación de la inminencia de la muerte como reclamo, señuelo, para la vida. 

¿Qué vuelve contemporáneo a un género intempestivo? Fray Salvador de Liguria, que en nombre de Dios y bajo su custodia y bendición toma la pluma, bien podría invertir unos signos por otros: la certeza de que la fuerza de las remadas es muy inferior a la de la marea, y que lo único que se consigue remando es retrasar el efecto del mar… «Así que abandoné la empresa y quedé a la deriva». Dasein.