Se trata de una gran broma: un agente sin nombre deambula por las instalaciones de un Pentágono futurista, sepultado en el interior de una montaña. No busca sino que le asignen la misión que le prometieron. Lo que desconoce es que su misión es justamente ir de puerta en puerta, entrevistar a directores y subdirectores, solicitar códigos que no llevan a ninguna parte y ocupar un lugar minúsculo en ese andamiaje gigantesco, ese “cerebro bélico colectivo” cuyo propósito final ya dejó de ser asible por los individuos que lo componen.
El relato está inserto en un marco todavía más grande y situado en un futuro todavía más remoto. Es el año 3146. Tras un cataclismo nuclear, el papel ha desaparecido de la Tierra y con él se han disuelto siglos de historia y conocimiento. El pasado es lo que se escribió acerca de él. Sin ese archivo elemental, lo único que queda es un agujero imposible de poblar con aproximaciones, un misterio cuya develación depende de una sola pista: el puñado de hojas garabateadas por el agente sin nombre, que terminó sus días de errancia por el Último Pentágono en el baño de uno de sus múltiples pisos.
Memorias encontradas en una bañera se publicó originalmente en 1960, cuando el papel todavía era el depósito preponderante de la palabra. Internet no menoscaba la relevancia de esta nueva edición. Después de todo, aunque hoy los soportes sean otros, lo que no cambia es nuestra dependencia de la escritura para perdurar. Sin un registro que demuestre lo contrario, no somos más que una hoja virgen, sostenida en equilibrio frágil. O como afirma Lem: “Cuanto más alta es la civilización, tanto más esencial le resulta mantener la circulación de informaciones, tanto más sensible es a cada perturbación de dicha circulación”.
El lector avanza en la novela mientras va comprendiendo cuál es el puesto del protagonista y su significado en un edificio subterráneo que opera al margen del mundo que supuestamente se encarga de controlar. En el medio hay tiroteos, corridas por pasillos infinitos, suicidios, un funeral, persecuciones entre dobles, triples y hasta cuádruples informantes, bacanales walpurgianas y cursos de semiología. Un espía es un signo, parece decir Lem, con un humor que remite tanto a Kafka y a Beckett como a los hermanos Marx y al Doctor Strangelove de Kubrick.
Así, lejos del existencialismo ominoso de Solaris, para muchos una de las mejores novelas de ciencia ficción de todos los tiempos (e incluso una de las mejores novelas a secas), el escritor polaco se divierte construyendo un escenario sin decodificación posible. El último testimonio escrito por un ser humano es, a la vez, la crónica de un vagabundeo desesperado (tanto lingüístico como político y metafísico) para el que no se avizora salida alguna.
Stanislaw Lem, Memorias encontradas en una bañera, traducción de Bárbara Gill, Interzona, 2015, 240 págs.