Lucía Thobokholt*
“Nacemos a la historia. Después, lentamente, descubrimos la naturaleza.”
Juan José Saer, Sobre la Poesía
Pascal Quignard no ofrece en este libro una historia de la danza, sino que aprovecha la imposibilidad de tal reconstrucción para componer una versión personal sobre su origen. A diferencia de la operación historiográfica, que lucha contra la ficción, las fabulaciones míticas y las leyendas, y que prescribe cierta concatenación lineal de los hechos, el autor abre una puerta poética en el lenguaje (de acceso a la naturaleza, en términos de Saer) con un relato fragmentario y desligado de las convenciones de género. La trayectoria de esta narrativa atisba a reconocer el origen de la danza en el movimiento prenatal, en la oscuridad líquida de nuestra primera experiencia corporal. Es esa danza primera la que perdemos al nacer, al caer al mundo y aprender lentamente el juego de las reglas físicas y lingüísticas terrenales, aunque no se trata de una pérdida total y cerrada de nuestras sensaciones primigenias. La danza del universo que prosigue al nacimiento constituye, según Quignard, una de las formas de su conservación.
La obsesión del escritor francés por ese “primer reino” anterior al lenguaje recorre diferentes tramos de los capítulos, subyace en cada relato ofrecido y late permanentemente en su escritura. Es a través del viaducto de la lengua aprendida que Quignard nos adentra en la naturaleza de ese universo sensorial olvidado, un estado original que no recordamos, pero intuimos como parte del fondo común de la humanidad.
El origen de la danza, editado por Galilée en su idioma original en 2013, fue traducido por el poeta y ensayista Silvio Mattoni, actual profesor de Estética en la Universidad Nacional de Córdoba1, y lanzado por primera vez al español en 2017 por la editorial literaria porteña Interzona. La imagen del fresco pompeyano que ilustra su cubierta despierta a primera vista un suspenso que luego se encadena al contenido del ensayo y permanece en el propio cuerpo como un estado desconocido una vez abandonada la lectura. La representación en cuestión es la de Medea meditando en el instante previo a darle muerte a sus hijos. Son los segundos anteriores de la venganza hacia Jasón. Un instante terrible que vuelve como olas a lo largo del libro y cuyo mito actualiza el poder omnipotente y contradictorio que encarna la mujer-madre en la figura de Medea.
De los dieciocho capítulos que componen el libro, es en el tercero donde esta mitología es abordada. Dicho apartado se presenta bajo la forma de un libreto de danza butoh que Quignard escribió para un solo de la bailarina japonesa Carlotta Ikeda, representado escénicamente por ambos en París en el 2012. El butoh contiene un fondo oscuro, ya que nace de la experiencia aguda de la muerte en el Japón de la Segunda Guerra Mundial. Las expresiones desde allí engendradas por los representantes iniciales de este movimiento, Kazuo Ohno y Tatsumi Hijikata, se orientaron hacia la búsqueda de una forma posible de (re)nacer de estos terribles sucesos. Las cenizas que se inscriben en los cuerpos del ankoku butoh son también las cenizas que marcaron la niñez del autor, quien se define como un “post 1945” por haber transcurrido su infancia entre las ruinas francesas de la guerra y por la profundidad de estas marcas en su memoria.
Si las experiencias de la contienda mundial aparecen como abrumadoras en la expresión del butoh y en el relato de infancia del autor, la escritura de Gabrielle Colette, recuperada en el capítulo 5, aporta un contrapeso: “Colette es la única escritora cuya concepción de la humanidad no fue ensombrecida por la experiencia de la primera guerra” (Quignard,
2017: 36). Quignard nos acerca tres frases de esta artista francesa y pondera su capacidad para eludir las determinaciones de sentido propias de los excesos de racionalidad expuestos a la sazón por el resto de los escritores franceses. Esa capacidad la acerca a ese mundo perdido, anterior al lenguaje, del que proviene la danza.
El autor prosigue estableciendo un encadenamiento de experiencias y sucesos entre los capítulos sin fundar una relación de jerarquía o necesidad entre ellos. Nos acerca de este modo a la construcción de una temporalidad narrativa ausente de una línea histórica determinante y orientada a subrayar la intimidad entre danza, mito, relato e historia. Quizás podamos interpretar esta forma compositiva de Quignard como una herencia de su propio universo anterior, de su origen como músico y el de las generaciones de organistas de iglesia que lo anteceden en su familia. Se intuyen en su escritura sedimentos remotos de percepción musical, de escucha bíblica (de allí las numerosas referencias en latín) y de observación gestual: “Es el viejo encanto de la misa cristiana lo que surge en mí. Que encontró una manera de persistir más allá del ateísmo” (Quignard, 2017: 110).
Si existe un primer reino acuático que constituye el fondo de nuestra experiencia vital, es en el segundo reino terrenal en el que caemos cuando conocemos la descontinencia (la separación del cuerpo de la madre), la incompletud, la gravedad, la inminencia de la caída. En este pasaje, la danza es lo que traemos del primer mundo, para intentar traducir como podemos esa pérdida de la experiencia amniótica. La danza desea refutar esa privación. Este mundo anterior precede al lenguaje, al yo, a la posición sujeto, a la identidad del rostro: “Es por eso que los bailarines no deben tener rostro. Se cubren la cara de blanco. Se cubren el rostro con una máscara. Se cubren el rostro con un velo. El que danza refuta la separación entre el contenido y el continente” (Quignard, 2017: 110).
En el nacimiento, el aire y la luz nos invaden violentamente. En la infancia, aprendemos con esfuerzo a caminar erguidos y asimilamos una lengua. La descoordinación y la torpeza son constitutivos del instante natal y del infante, al provenir ese cuerpo desde un sistema regido por otras reglas. Desde que nacemos, danzamos para aproximarnos al origen, al gesto, al cuerpo antes del lenguaje. “El primer paso que da el niño es un paso que tropieza, que titubea, y es el más bello de los pasos que puede haber en el mundo sublunar donde sobreviven como pueden los hijos de los mortales” (Quignard, 2017: 63).
La dualidad de los mundos que destaca el autor también se inscribe en la composición del ballet romántico por antonomasia, Giselle o las wilis, referido por Quignard en diferentes ocasiones en su texto. Este ballet desarrolla una oposición entre la danza terrenal del mundo de los vivos y la que acontece en un reino etéreo. El protagónico del ballet es interpretado por primera vez por Carlotta Grisi, quien fue autora intelectual de su realización a partir de la lectura de un cuento de Heinrich Heine. Es el nombre de pila de esta bailarina el que adopta posteriormente Carlotta Ikeda, intérprete de Medea en la pieza de butoh narrada por el escritor francés. La danza de Carlotta, nos cuenta el autor, es recordada por no haber incluido ni un solo gesto convencional.
La condición dual atraviesa las danzas oscuras del butoh y la danza romántica del ballet decimonónico. Ellas se despliegan entre dos reinos, en la frontera inestable entre ambos, en el espacio creado por una intención gestual vital. “ ‘Ankoku butoh’ quiere decir exactamente ‘danza-salida-de- las-tinieblas-que-sube-al-ras-del-suelo’ ” (Quignard, 2017:37). La conjunción entre ambas se desliza en la definición de danza que propone el autor, que incluye “los gestos, arriba y abajo, oscuridad y luz, las siluetas, las sombras proyectadas. Al cabo de un tiempo determinado, agrego los pasos, pero nunca los rostros” (Quignard, 2017:45).
La lectura de El origen de la danza funciona como apertura a una nueva forma de comprender el germen del arte, sin restringirse únicamente a la danza. Los relatos desarrollados pueden enlazarse con guiones de teatro, historia y literatura, leyendas de transmisión oral, mitologías o incluso psicoanálisis. Por el amplio registro temporal y espacial que ofrece su autor en las narraciones aquí desplegadas, es un libro recomendable para cualquier persona interesada en la génesis originaria de las expresiones artísticas y su ligamen con los pasajes propios de la condición humana: el primer reino del útero, luego el terrenal, finalmente el de la muerte. Pero aún más, es aconsejado por acercarse a los fundamentos de la danza y del arte desde una sensibilidad particular, descentrada de las racionalidades duras y categorizantes que suelen infertilizar las aproximaciones historizantes del campo del arte.
Las letras de Quignard nos llevan a habitar un espacio dentro del lenguaje que nos vincula a esa naturaleza propia de la danza y del arte en general. Si para Saer la poesía es naturaleza, no lenguaje, podemos parafrasear luego de leer al escritor francés que la danza también es naturaleza, no lenguaje. Su origen nocturno, sin luz ni voz ni espejo ni rostro, rige los sedimentos de la experiencia humana en la tierra.
1 Agradezco a Silvio Mattoni por sus generosos comentarios.
* Licenciada en Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Nacional de Quilmes, Argentina. Bailarina y profesora de Danza.
E-mail: lucia.thobokh@gmail.com